Antes de viajar por vez primera a Miami, estuve expuesto a ser víctima del bulo que muestra a esta ciudad como terreno yermo para la cultura y otras querencias del espíritu, cuyas manifestaciones, dicen, son punto menos que un hilo de humo en permanente sofoco bajo los apremios de la cotidianidad materialista y de los estándares que impone el dinero.
Ya sabemos que cierta nostalgia mal digerida, por un lado, y el prejuicio y la artera propaganda, por el otro, han creado en torno a Miami una nube de clichés que la envuelven como la estructura gaseosa del planeta Urano, por lo que no son pocos los que tienden a verla como no es, no ya desde Europa o desde Cuba, sino aun desde su propio interior.
Yo fui un afortunado. Tuve el privilegio de librarme de los efectos de ese bulo desde el primer momento en que pisé tierra miamense. Y de qué manera. A través de La Otra Esquina de las Palabras, la tertulia literaria y artística -singularísima por más de una razón- que dirige el poeta Joaquín Gálvez en el Café Demetrio, de Coral Gables. Si no existieran, como existen, otros enclaves semejantes o parecidos, creo que con éste bastaría para derrumbar el falso tópico que viene negándole a Miami, desde hace tiempo, una meritoria ubicación entre los buenos valedores de la cultura hispana en América.
Luego de haber sufrido durante un cuarto de siglo, en La Habana, la más implacable censura y marginación institucional, y después de haber perdido hasta la última gota de simpatía hacia las actividades públicas de carácter cultural que se supone (mal) deben interesar a un escritor, mi aterrizaje en La Otra Esquina de las Palabras fue una revelación.
Aquella atmósfera tan particularmente impregnada de energía positiva, donde los escritores se confunden como en familia con sus lectores y con los amantes del arte en general, sin impedimentos para el intercambio libre, franco, espontáneo, tal vez pueda resultar algo común y corriente para quienes nacieron o se acostumbraron a vivir en democracia, pero para mí fue una experiencia insólita, nunca antes vivida en tiempo real.
Aquel encuentro entre personas auténticamente movidas por el placer de la lectura, y además convocadas por la iniciativa independiente, sin el concurso de esas instituciones que pagan para dictar reglas. Aquel espacio donde confraternizan en forma llana escritores con diferentes niveles de éxito, diversas procedencias y distintas generaciones o filosofías existenciales o simpatías políticas. Donde nadie va en busca del vanidoso figurado o de la cofradía sectaria, y si alguien lo intenta, termina fracasando, porque el medio no es propiciador. Aquel punto de encuentro donde no impera otra norma que la del intercambio civilizado, ni prevalece otra regla más que la heterodoxia, no sólo me liberó en principio de percepciones erróneas en torno a Miami, también removió mi tajante rechazo al gregarismo y me llevó a poner en solfa mi apesadumbrada insociabilidad.
En medio de una etapa de intercambios culturales falsos o condicionados por la camarilla gremial y la coyunda política, yo caí de fly en La Otra Esquina de las Palabras, sin conocer a Gálvez y sin que mis libros fueran conocidos por la mayoría de los asistentes a su tertulia. Sin embargo, la calidez y transparencia con que fui tratado pesarían entre los estímulos que me condujeron a echar el ancla en Miami creo que para siempre.
Se trata de confesiones personales que tal vez carezcan de importancia para el lector de estas páginas. Así es que me disculpo de antemano. Pero sentí que no debía perder la ocasión de airearlas justo en días previos a la celebración del décimo aniversario de La Otra Esquina de las Palabras. Tampoco creo que mi caso sea una excepción, pues entre los grandes aciertos de esa tertulia está el de haber fomentado la divulgación, dentro de la comunidad miamense, de las obras de numerosos escritores que vivieron o todavía viven condenados al ostracismo y a la salvaje persecución por parte del régimen de Cuba.
Veinte años quizás no sean nada para un tango. Pero la mitad alcanzaron para redondear la rica existencia de este proyecto destinado a abrir brecha y a brillar con luz propia entre los más sobresalientes impulsores del activismo cultural en Miami. Pienso en los poemas que dejó de escribir Gálvez durante los días y meses en que, impelido por su fidelidad a la literatura, debió dedicar su tiempo libre a La Otra Esquina de las Palabras, y, a falta de algo mejor, no puedo menos que quitarme el sombrero ante este poeta del verso y del gesto.