Oh, por amor de Dios, no se estudia a los poetas. Los lees y piensas: Qué maravilla, ¿cómo lo ha hecho? ¿Podría hacerlo yo? / Philip Larkin
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Sin salir de su casa conoció el mundo. Esta paráfrasis del Tao Te Ching fue lo primero que me vino a la mente cuando la poeta Odalys Interián contaba que durante su temprana juventud, en La Habana, la única lectura que pudo frecuentar fue la Biblia, debido, principalmente, a la falta de otros libros que cubrieran sus gustos o expectativas. No sé si lo habrá dicho a manera de excusa o de humilde paliativo, pero en cualquier caso, aquella confesión resultó más que suficiente para comprender por qué en su cosmos poético predominan la luz, el torbellino, el caos… sustancias inflamables como el carburante nuclear. Aunque no son las únicas. Antes y por encima, en la primigenia, están las palabras conque la poeta asienta y comparte emociones, jugándose en cada verso su capacidad para expresar no solamente los misterios de la existencia. También el de la energía que genera esos misterios. Y es natural que tales sustancias le hayan llegado a través de la Biblia, que es el Libro de los Libros. De hecho, sin que ella misma lo supiera entonces, nada más necesitaría para encauzar el vasto y rico torrente de su poesía.
No es menester un gran esfuerzo de la imaginación para entreverla en su casa habanera, con diecisiete o dieciocho años de edad, buscando en las Sagradas Escrituras remedios para la tristeza, a la vez que consuelo para la soledad y fuerza de espíritu para enfrentar la marginación institucional y el indolente rechazo social que sufría toda su familia por ser religiosa. Los caminos de Dios son inescrutables, advierte el Eclesiastés. Así que muy posiblemente Odalys no debió sospechar que mediante aquella aparente condena quedaba preestablecido su crecimiento como un ser humano con distinción mayor, la de poeta.
Leyendo la Biblia en una isla solitaria, Robinson Crusoe logró salvarse del horror y la locura. Odalys, solitaria en su isla, parece haber procurado, ante todo, alivio para sus agitaciones metafísicas. Robinson creyó hallar en aquellas lecturas una voz que le indicaba cómo sortear cada obstáculo dentro de tan adverso encierro. Si tenía que permanecer un largo tiempo allí, nada mejor para él que la búsqueda de alternativas para mejorar sus condiciones de vida. No creo que la poeta habanera se haya propuesto un enfoque semejante. Debe haber intuido que la única elección a su alcance consistía en abandonar la isla. Así que mientras Robinson exploraba con su lectura las coordenadas de la resignación, ella, sin buscar tal vez conscientemente algún desenlace en específico, se regocijaba encontrando recursos para dar salida a su luz interior y al caos de las palabras.
2
De la Biblia derivó el Quijote y han estado derivando durante siglos -hasta hoy mismo- las múltiples formas de lo imaginativo, lo poético y lo narrable. Nada extraño debe ser entonces que alguien que aspira a recrear su íntimo universo a través esas formas, encuentre en la Biblia, aun cuando no sea únicamente en ella, las herramientas idóneas. Se podrían contar con pocos dedos los grandes de la literatura universal que ignoraron ese surtidor inagotable. Y son menos aún los que estuvieron dispuestos a pasarlo por alto.
Desde los más antiguos a los actuales. Místicos y ateos. Apasionados creyentes y aquellos que acudieron a sus páginas sólo para impregnarse con la savia de un impar monumento de la literatura. Desde San Agustín, con su modelo de autobiografía espiritual, hasta Faulkner escribiendo en un burdel aquellas novelas feroces e inmortales de inspiración bíblica. Desde los paraísos perdidos de Milton a los infiernos recobrados de Dostoievski. Desde Dante o San Juan de la Cruz o las comedias religiosas de Calderón hasta el eterno condenado Franz Kafka. Desde el alma laberíntica de Sor Juana hasta los dulces sonetos que Dulce María dedicara a Cristo. Desde el jodedor Quevedo hasta el amargo y triste Vallejo o el santurrón Eliot. Desde el Leviatán ballena de Melville, o el Fausto de Goethe, o las tinieblas de Lord Byron, hasta el óleo sagrado de Fina García Marruz. Del Espíritu Santo de Gabriela Mistral a la Sodoma y Gomorra proustiana…
Alguien con laboriosidad de hormiga ha computado más de mil trescientas referencias bíblicas en la obra de Shakespeare. Inglaterra tiene dos libros –sentenció Víctor Hugo-: la Biblia y Shakespeare; Inglaterra hizo a Shakespeare y la Biblia hizo a Inglaterra. Borges, por su lado, consideraba que los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento, junto a La Ilíada y La Odisea, son las obras capitales de la humanidad. Y La Odisea hizo a James Joyce por conducto de la Biblia. Así como el Libro de Job hizo a Joseph Roth. Sin la reina Ester, Racine no hubiera sido uno de los mayores dramaturgos de su tiempo. Y sin aquel brillante repaso del Génesis y el Éxodo es imposible aquilatar la gran valía de Thomas Mann. No es razonable distanciar a La mujer de Lot de la excelencia poética de William Blake. De igual forma que Caín (más que Abel, no sé por qué) es inseparable como modelo y fetiche de no escasos genios literarios: Coleridge, etc…
Para que no faltase nada, se ha teorizado, con fundamento (el que le otorga, por ejemplo, el libro de Daniel) acerca de la Biblia como antecedente del relato policial al modo en que fue inaugurado para la modernidad por Los crímenes de la calle Morgue, de Poe.
De la Biblia, en tanto Libro de los Libros, vienen todos, y los que no vienen, van. Fue el primer libro impreso a gran escala con el sistema de tipos móviles, lo que es decir que fue el iniciador de la Era de la Imprenta. Y es también el libro más editado en todas las épocas, un singular longseller. Ningún otro le antecede en la mezcla ingeniosa de todos los géneros de la escritura y ninguno hasta hoy alcanzó su nivel de perfección en tal sentido. Asimismo no hay otro con su capacidad para abarcar todas las pasiones y manifestaciones humanas: amor, piedad, guerra, venganza, fe, odio, lujuria, traición, miseria, locura, ambiciones… Su influencia en el arte y la literatura universales es tan determinante como la que ejerce sobre la fe y la espiritualidad humana. En rigor, debe ser el libro más leído, o por lo menos el más conocido, el único que supera al Quijote en tanto libro que casi todas las personas mencionan aun cuando ni la mitad lo leyeran. Pero unos y otros lo tratan como a un familiar cercano. Que no en balde ha definido en amplia medida, y a lo largo de siglos, la identidad histórica y social de Occidente. Y también la literaria, donde es canon insustituible. Habría que tener el tiempo libre y la paciencia de un monje tibetano para enumerar la cantidad de obras maestras que ha incubado.
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Lezama Lima, que era católico y neoplatónico, le aconsejó a Reinaldo Arenas que leyera la Biblia. Ignoro hasta qué punto éste se haya tomado en serio la recomendación, ya que tan pocas cosas se tomaba en serio. Pero es indudable que Arenas bebió también de esa fuente. En todo caso, a nadie más que a un poeta estratosférico se le hubiese ocurrido aconsejar la lectura de la Biblia en La Habana de los años setenta, donde era extraordinariamente difícil conseguir un ejemplar, ni a precio de oro, y donde educarse leyendo las Sagradas Escrituras equivalía a no ser considerado un buen patriota, cuando menos.
A lo largo de 45 años (1969-2014), la Biblia fue manzana prohibida en el desalmado paraíso fidelista. Ni siquiera la mayoría de los creyentes dispuso de un ejemplar a mano. Quienes estaban habituados a buscar la presencia de Dios entre sus páginas, tuvieron que adaptarse a identificarlo mediante la oralidad, de boca a oreja. Paradojas de la historia: los propagadores del libro más leído acudiendo a las prácticas proselitistas que desde siempre se vieron obligados a utilizar los representantes de los ritos de la santería cubana, considerada por muchos de ellos como una religión inculta y retrógrada, salvaje incluso.
No obstante, ni siquiera el carácter de ejercicio cuasi clandestino que llegó a tener la lectura de la Biblia en Cuba, impediría la existencia de poetas y escritores apegados espiritualmente a sus doctrinas. Menos frecuentes tal vez sean los no religiosos cuyas obras podrían estar marcadas por la influencia bíblica. Y aun menor es la cifra de aquellos que siendo religiosos y habiendo hallado en la Biblia una orientación de compromiso espiritual, tuvieron el tino de enriquecer su obra con la sabiduría y las influencias literarias de este libro, sin perder de vista que es su conducto para comunicarse con Dios, pero sin convertir el resultado de sus enseñanzas en artefacto doctrinario.
Es algo que admiro particularmente en los libros de Odalys Interián. Y es también lo que se desprende de algunas de sus declaraciones públicas: “Los que conocen mi obra saben que no hago proselitismo… Dios es en mí una forma de pensamiento, una disposición y un estilo de vida. Siento que no puede ser encasillado lo que lleva el sello de eternidad: la belleza, el amor, la verdad y la vida son temas que nunca serán agotados. Amo la poesía porque es un reino de libertad, que está en renovación constante, es búsqueda, descubrimiento, riesgos, impulso, avance, se alimenta de tiempo, de futuro…”. Santa palabra, sentenciarían nuestros abuelos, apelando a vox pópuli.
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Razón tuvo el inmenso poeta inglés Philip Larkin cuando anotó que no se estudia a los poetas, basta con leerlos y pensar: qué maravilla, ¿cómo lo ha hecho?, ¿podría hacerlo yo? Así que ni loco me dedicaría a desmenuzar los resortes creativos de Odalys. Me siento más que encantando con el placer que prodigan. Tampoco me pregunto cómo lo consigue, ni de qué mágico modo ha logrado establecer en su interior esa franja de paz y eufonía entre su índole de cristiana devota y los demonios de la poesía. “No hago separación: para mí, Dios y poesía se corresponden”, ha confesado. Y con ello zanja el asunto.
Si al leer sus versos yo la encuentro mucho más cercana como poeta que como devota cristiana, la limitación seguramente es mía. Aunque no me disgusta esa limitación, porque alimenta una certeza: la del privilegio enorme que tuvo Odalys Interián al verse abocada a iniciar su formación como poeta de la mejor manera posible, leyendo la Biblia.
Eso la distingue entre el resto de los poetas cubanos que son además devotos cristianos, o al menos entre los que yo conozco. Su voz de torbellino y de agua fresca encarna el signo de los nuevos tiempos, junto, o más que junto, consustanciado con el fundamento clásico y la proyección cosmopolita que le dieron talla a nuestros poetas de épocas pasadas.
Naturalmente que también gravita a su favor la condición de exiliada, por mucho que contraríe a los patrioteros. Aunque todo escritor o todo artista -donde quiera que resida- comienza a exiliarse al dejar atrás la infancia. Pero es un hecho que aquella sólida formación que Odalys recibió en la Biblia debía disponer de nuevos y dilatados espacios para explayarse. Ella lo ha explicado en forma inapelable: “Mi poesía era extremadamente intimista, apenas tenía lecturas de poesía y me eran desconocidos muchos autores. Escribía entonces para un público muy reducido, una poesía intelectiva, hermética, oscura y altamente simbólica. Luego hubo un estallido creativo desde mi llegada a Miami. Mi obra no ha dejado de ser intimista, aunque he ido incorporando otras voces”.
A mí se me hace que esas otras voces que ha ido incorporando también pudo extraerlas de la Biblia.
Pero, en fin, creo que tanto a ellas como a los primeros balbuceos intimistas se refería la excelente poeta y ensayista Lilliam Moro, a propósito de la presentación de dos libros premiados de Odalys: Nos va a nombrar ahora la nostalgia, Premio de Poesía en Lengua Castellana “Francisco de Aldana”, convocado por el Círculo Literario Napolitano; y Poesía para el único día nuestro, Premio “Dulce María Loynaz” 2018, convocado por el proyecto Puente a la Vista, en colaboración con el Club de Escritores y Artistas de Cuba y Neo Club Ediciones, de Miami. En esa ocasión exponía la poeta Lilliam Moro: “La esencia de la poesía de Interián expresa, asimismo, la búsqueda angustiosa de una respuesta a una pregunta que no formula explícitamente en sus versos, pero que está latente en toda su obra: el sentido primero y último de la existencia a partir del vacío que ha dejado ese paraíso perdido que todos los seres humanos compartimos en nuestro inconsciente colectivo y que no se limita a un país, a la infancia o la familia, sino a una pérdida primigenia que es la esencia del sentimiento trágico de la vida”.