Abel y Andrés Díaz Castro constituyen una feliz extrañeza dentro del actual panorama de la literatura cubana. Hermanos, semejantes en lo esencial, distintos en lo aparencial, descuellan juntos en la escala de nuestros primeros poetas. Los estilos de ambos, tan privativos para sí como asimétricos entre sí, insertan por igual dentro de la corriente cosmopolita con que la poesía (a la vanguardia de otros géneros) abre hoy horizontes para nuestras letras. El uso de las herramientas del oficio se perfila en los dos desde el reacomodamiento de formas tradicionales. Andrés abreva en una sorprendente mezcla de neoclasicismo europeo con sabias vaporosidades de Li Po. Abel prodiga intimismo en sus versos, pero con un acento exteriorista cuyos orígenes tendríamos que buscar, por una parte, en la poesía bíblica, sin que él sea religioso; y, por otra parte, en el exteriorismo hispanoamericano, sin que necesariamente apele con asiduidad a lo épico o al poema social.
Los dos personalizan variantes bien genuinas dentro del proceso de renovación de la poesía cubana. O es como yo los veo, habida cuenta que hoy en día lo renovado -o lo novedoso, si se quiere- no está en deshacer lo hecho para hacerlo peor. Como tampoco puede estar en la pedestre imitación de ciertas figuras icónicas, por más que así lo crean nuestras almitas de aldea. Está más bien en el repaso crítico, inteligente, recreador, de los procedimientos clásicos para extraerle jugos frescos.
Se entiende entonces por qué el libro Galopes compartidos, con poemas de Abel y Andrés, fue escogido por Abra Canarias Cultural para estrenar su Colección Pangea, destinada a divulgar en haz las obras de poetas europeos, africanos y americanos. Es un acierto editorial que merece elogio, y una excelente mediación para constatar el rango de estos dos poetas. Además, en mi caso particular, ha resultado un vehículo muy útil para la exploración de nuevos enfoques en torno a su poesía.
El hablante poético de Andrés (Escribo/para vengarme/de mi incapacidad/para hacerlo), y el lirismo confesional de Abel (Los héroes me dan escalofríos/Aparecen siempre que/algo va mal…), aspectos en los que alguna vez creí que radicaban sus diferencias de estilo, discurren en este poemario ya no sólo muy próximos entre sí, sino incluso intercambiándose. Andrés acude al yo poético para expresar sentimientos, ideas, percepciones, casi siempre en primera persona, generando atmósferas de interlocución de tú a tú con el lector. Mientras, Abel no se retrata o se contempla a sí mismo, más bien busca explicarse mediante su yo lírico, el cual se hace patente en su correspondencia con el entorno, digamos desde las afueras del yo, por más ligado a éste que permanezca.
Sin embargo, en Galopes compartidos son frecuentes los ejemplos en que esos dos recursos se funden y hasta se confunden. El yo poético de Andrés cede el paso al yo lírico: ¿A dónde van/ los muertos en bandadas/ graznando?/ A/ una cena sin luz para/ auto devorarse/ mientras/ olvidan… En tanto el yo lírico de Abel deriva en yo poético: Salí al mundo con el cuerpo alfeñique del alba/ o el ocaso/ Mis manos han sido y son/ incapaces de sostener un arma/ Y soy más desconocido/ y estoy más solo que al llegar/ cuando al menos un par de personas/ me esperaban… Es evidente, y además lo afirma Abel en su prólogo para el poemario, que entre ambos fluye un constante diálogo poético que actúa como antídoto contra la soledad, puesto que viven distanciados geográficamente. Pero ese diálogo, luego de exponer su mutua grandeza y sus muy personales valías, parece ser por momentos una suerte de singular monólogo para dos voces, dando lugar a un fenómeno realmente inusitado: El yo poético de cada uno de ellos deviene prolongación del yo del otro.
Estos señores poetas están reventando los principios de la aritmética, pues aquí uno más uno no sería igual a dos, sino a uno, que no es el mismo, ya que siguen siendo dos. Es algo que no acabo de entender por completo, pero confío en que lo entienda todo aquel que pueda, como dicen que dijo Cristo.