Una polémica como un huracán estacionario

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El siguiente artículo del escritor Luis Pérez de Castro responde al debate generado a partir de la publicación en la página digital Cubaencuentro, con fecha 04/05/2017, del texto La Editorial Capiro y el ‘control obrero’, de José Gabriel Barrenechea. En dicho debate participaron varios intelectuales de Santa Clara, ciudad del centro de Cuba donde el entramado literario, y creativo, no es precisamente menor. Este texto de Pérez de Castro será publicado en el número 8 de la revista Puente de Letras, en cuyo número 7 aparece la polémica, completa, que le dio origen. Para leer dicho debate gratuitamente, el lector puede bajar el PDF que insertamos al final de esta entrada, o entrar a Calameo dando clic aquí: https://en.calameo.com/books/0046296458b769e503b7f

Una polémica como un huracán estacionario

Transcurrían los primeros días del mes de mayo de 2017. La ciudad de Santa Clara permanecía agitada, con el deambular perenne de sus habitantes en busca de la cotidianidad. No la que nos mata, sino la que nos hace existir, atarnos a este pedacito de tierra/isla que amamos: al trabajo –quien ha logrado atesorarlo–, al mercado o, en buen argot popular, a la lucha por una subsistencia según la prescriben las Sagradas Escrituras.

Todo transcurría dentro de los parámetros de una tranquilidad que podríamos llamar normal hasta que al amanecer del jueves 4, sentado frente a mi ordenador, pude ver una carpeta que decía: Polémicas. Como buen depredador de cuanta lectura me pueda aportar conocimientos, abrí la carpeta y leí. Realmente me resultó interesante el debate que se iba gestando entre un grupo de intelectuales encabezados por José Gabriel Barrenechea con su trabajo La Editorial Capiro y el ‘control obrero’. Después, como es de esperar en estos casos, se desató el temporal y lo que comenzó como una pequeña tempestad terminó siendo un huracán de gran intensidad cuyo epicentro, como también era de esperar teniendo en cuenta la experiencia acumulada dentro del gremio literario, se estacionó sobre los defectos y/o deficiencias de personas naturales, no sobre el proceso que afecta a todos por igual, desvirtuando así el objetivo esencial a debatir.

Estas querellas, tan antiguas como el hombre y que me remiten a aquellas guerras intestinales escenificadas por Severo Bernal Ruiz, Emilio Ballagas, Virgilio Piñera y hasta el propio Nicolás Guillén entre las décadas del 30 y 40, por sólo citar algunos de nuestros antecesores que gustaban de ellas, pocas veces aportan al espíritu humano por su poca objetividad y, aunque sí llevan las ojivas recargadas de la pólvora necesaria para poner en vilo el proceso que se enjuicia, no pasan de ser disputas entre niños a quienes se les ha negado el derecho a su juguete favorito.

No es mi intención desacreditar a unos ni a otros, pues a cada uno, desde su punto de vista, le asisten sus razones y las respeto. Tampoco niego que, en un principio, la polémica me llamó la atención por el enfoque sociológico y la manera audaz con que se comenzó a tratar el tema de los grupos alrededor de la Editorial Capiro desde su fecha fundacional y la censura, que no por llevado y traído desde los oscuros años setenta deja de ser actual, y lo sé porque cada día sufro en carne propia la mordida de ese dardo venenoso. Pero más que interesante, se podría decir aportador si los debates hubiesen mantenido la seriedad que se requiere en estos momentos, donde lo esencial consiste en unir a través del diálogo constructivo y que tal unión nos sirva para el ejercicio de una crítica seria y objetiva en beneficio de todos (fundamentalmente –en mi opinión muy particular– para esa gigantesca institución a la que nos debemos: la cultura). Pasados los días, el tono de los debates aumentó y aumentó y… los mismos perdieron no solo el interés que pudieron tener en sus inicios: también laceraron cuanto de mortal aprisiona este aferrado capricho de creer en el mejoramiento humano. Y me asaltó la duda:

¿Qué es el hombre? ¿Qué es la cultura?

Descifrando las interrogantes, respondo la primera en la medida de mis propios criterios y posibilidades. La existencia no se reduce al habitante de un lugar dado, sino a los países, localidades y extensiones donde el hombre sea capaz de crear su hábitat en comunión con la naturaleza, pues la existencia habita en el tiempo. El hombre es protagonista de una pieza que se llama historia, o existencia histórica, y se vuelve realidad cuando es artífice de su causa, no importa el grado que alcance, si científico, obrero, campesino o creador: sólo es realidad cuando se convierte en un verdadero descubridor de la verdad y la comparte sin un ápice de egoísmo. El hombre alcanza el grado más alto en el instante que su propia vida y actividad se convierten en símbolos. He aquí la culminación de un razonamiento teniendo en cuenta la particularidad histórica y el ideal histórico, expresado en el Antiguo Testamento y profundizado en el Nuevo Testamento.

La segunda interrogante me trae a la memoria un pasaje de Voltaire, cuando decía: “Todas las costumbres han cambiado. ¿Por qué no hemos de cambiar todas las desfachateces heredadas de los godos y los vándalos?” Dentro de la cultura esas costumbres se manifiestan a través del modo de expresarse, encarar los acontecimientos y solucionarlos en la medida de la capacidad de quienes participan en los conflictos. Teniendo en cuenta el conflicto al que me refiero, la polémica, así como a los participantes, intelectuales, el arma utilizada por estos fue la palabra, esta vez escrita. Entonces, ¿cómo definir el concepto de cultura cuando no fueron capaces de mantener un diálogo constructivo y unificador? En mi criterio, la literatura debe destilar una filosofía de esperanza y afirmar, como una norma ética, el valor personal en aras del bien y el mejoramiento de los demás. Quiero decir que la sabiduría y la moral de la literatura estriban en una sola cosa: escribir la verdad; no la verdad abstracta e individual, sino la que pueda abarcar a todos, como nos han enseñado las obras clásicas, lección que hoy es necesario recordar. Debemos tener en cuenta que mucha verdad no ha sido contada, mientras generaciones dejan de existir llevándose con ellas aquello que ya nadie podrá relatar. La literatura sólo puede respaldarse con esa verdad que no tema a nada. Siempre es bueno decirla, incluso desde el punto de vista puramente pragmático: la mentira, el oportunismo, el doble discurso, nunca han podido educar a nadie.

Pienso que ha llegado la hora de que dejemos de evadir la comprensión del carácter antihumano y anticultural de esas polémicas que nada aportan y que, incluso, cuestan muchos tormentos a uno o a varios hombres en el aspecto psicológico. Hoy, una de las obligaciones principales del escritor radica en entonar el toque a la unidad y no a degüello, con un discurso transparente, despojado de toda mediocridad o ambición personal. La literatura debe supeditarse a la tónica de la historia, a la que construimos día tras día a pesar de los pesares económicos, de la manía del número contable y otras miserias que se abren paso y se van imponiendo de manera desmesurada, pues lo moral no es aquello que por una u otra razón hoy nos parece útil, sino que es útil únicamente lo moral. El canto al heroísmo caballeresco y a lo épico impasible es ya lo pretérito y poco concuerda con la realidad del cubano y los preceptos que defendemos ante la proliferación de tanto desarraigo en todos los aspectos de la vida. Lo demás es pura minucia o, como decía Dostoievski, “inutilidad inútil”.

Quiero, no obstante, y para estar a tono en todo lo dicho, definir mi concepto, muy personal, de cultura: Es la forma de existencia en constante cambio. Permite al hombre ir transformándose fructíferamente a lo largo de los siglos, acumular costumbres, hábitos y, con ellos, la cosecha de distintos resultados y logros vitales. Es la coexistencia bajo una misma doctrina fundamentada por un sentimiento de unidad y pertenencia –sin importar si vives dentro de la isla o allende los mares–, alejada de todo desenfreno y con una alta intuición de lo artístico, de lo verdaderamente novedoso: con una amplia proyección hacia el futuro.

Defendamos lo auténtico en el hombre, su existencia y capacidad para engendrar de modo natural la cultura, elevándola por encima de mezquinas opresiones o postulados honoríficos.

Gabriel, Yamil, Otilio, Vilches, Mario Félix, amigos muy queridos todos:

¿Qué será de nosotros si, conscientes o no, nos despojan de la libertad de decir?

¿Si mañana, o cualquier otro día, dentro de este gran sarcófago que llamamos patria, nos prohíben abrazarnos bajo el primer rayo de sol?

Les digo: Las políticas son como las fronteras, sólo sirven para dividir a los hombres, y no hay nada que se le parezca más que esas polémicas sin un rasgo de objetividad.

Por eso, y retomando el estudio de Paul Valery sobre Los principios de anarquía pura aplicada, donde dice “Toda política se reduce a esto: quien tiene la fuerza, o se supone que la tiene, puede hacer lo que quiera”, les pido: unámonos todos –los de allá y los de aquí– bajo un mismo signo, bajo una única manera de decir, de hacer.

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Luis Pérez de Castro
Luis Pérez de Castro
(Pinar del Río, 1966). Es historiador, abogado, narrador, poeta, crítico literario. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos 'Nostalgia del cíclope' (Ed. Libre Idea 2004), 'Mientras arde en silencio mi voz' (Ed. Capiro, 2006) y 'Epístolas de un loco' (Ed. Mecenas, 2007), y los poemarios 'Confesiones del Abad' (Ed. Matanzas, 2005) y 'Testimonio del pagano' (Ed. Unicornio, 2007). Ha obtenido, entre otros, los premios Mercedes Matamoros, 2003; Félix Pita Rodríguez, 2006; Farraluque, 2007, y el Primer Accésit certamen de relato breve LGTBI, Premios Lorca (España, 2013). Reside en Cuba.

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