Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.
―Franz Kafka
Carta a Oskar Pollak, 1927
La poesía —al menos la que yo necesito— se adentra en algo que la ciencia aún está lejos de conocer en toda su colosal magnitud: el producto del funcionamiento del cerebro humano. Eso que muchos han llamado “alma” o “espíritu” y que, en cambio, yo defino con esa terminología más pedestre, pero más gráfica: producto-del-funcionamiento-del-cerebro-humano. Porque, en realidad, cuando hablamos de ese “producto”, hablamos de lo que somos; es decir, de lo que queda en el cerebro después de que éste haya procesado todo el material a que ha tenido acceso; ese material que, para simplificar, llamamos vida, sociedad, época, historia, cultura… y que, al hacerlo, traduce como “experiencia” o, en sincopado, “la realidad”. Hablamos, pues, del uso que el cerebro, cada cerebro, hace (según su calibre) de eso.
Cuando encuentro un libro que bucea en ese misterio, o a partir de él, sé que he tenido suerte. ¡Por fin alguien que ha entendido!, me digo. Que ha entendido, quiero decir, el mejor uso que, según esa necesidad mía, debe hacerse de la fabulosa herramienta que es el poema. Porque veo en él, no tanto un solaz para alienar, como un instrumento para comprender.
Es lo que me acaba de ocurrir con la poeta Odalys Interián y su libro Esta es la oscuridad, Editorial Dos Islas, 2020.
Un poemario que, para empezar, es un artefacto casi perfecto. Tanto el conjunto como cada uno de los poemas son simétricos, sólidos, “suaves al tacto”. Constituyen una arquitectura imponente y sin la más mínima grieta. Parecen objetos en el sentido que lo son un cuadro o una escultura.
Quizá por eso (por esa belleza y esa armonía formales) sorprende tanto el universo devastador que contiene. Uno se desliza verso a verso por esa suave y armoniosa superficie como si navegara en una confortable embarcación por un río sin rápidos, sin rocas afiladas, sin monstruos que acechen… un río aparentemente apacible.
Aparentemente, porque si se abren bien los ojos y se mira de verdad a través del agua cristalina, o a la ribera, o al frente, o incluso atrás… entonces… entonces… se descubre que esa belleza y que esa paz son solo obra de la magia de Odalys: Un embrujo. Con su voz, con su dulce voz, nos ha envuelto y, sin que nos hayamos percatado, desde el primer verso nos ha hecho caer en la trampa. Una trampa que, en el caso de esta oscuridad, comienza con el vacío (con ese tenebroso vacío) que sigue a las palabras. “Hay un vacío siempre después de las palabras”, dice en ese primer verso. Nada menos que en el primer verso.
A partir de ahí, el auténtico rostro de esa realidad que es todo este viaje no deja de mirarnos fijamente. No para amenazarnos, sino para advertirnos. Es como si nos dijera: No te fíes de mi belleza, no te fíes de mi calma; lo peor, como lo esencial (glosando un poco a Saint-Exupéry) no tiene por qué ser visible a los ojos.
“He sido odiada, señor”, confiesa casi enseguida. Una premisa que también da muchas claves sobre lo dicho. Aunque para compensar advierte que “lo que importa es el amor”. Una sabiduría sencilla, un bello tópico incluso que, sin embargo (porque todo en este gran poemario está lleno de estos embrujos) nos hace tropezar enseguida con “un animal enfermo” o con “la esperanza que se arrastra inarticulada” (inarticulada, no desarticulada, hay un matiz), bajo —si hilamos— “un cielo hundiéndose/ sobre el desparpajo masivo/ que es la oscuridad”. En lo cual solo descuella la conciencia de su lucidez: “Mi cabeza como un mástil”. Algo que no necesariamente es un alivio.
Y no lo es, entre otras cosas, porque “Dios (está) en el sitio del odio/ a cara descubierta”. Y si Dios está ahí es porque no puede, o porque debido a alguna abstrusa razón, no quiere hacer nada. O porque si lo hace, si llega a hacerlo, si está en su plan, será en diferido, al otro lado de la vida o, lo que para el caso es lo mismo, de la muerte.
Entretanto, tendremos que enfrentarnos al vértigo; a la náusea; a los “brotes incendiarios”; a los rostros amados que ya no se reflejarán; al “ojo peligroso que nos mira”; al “amor que siempre dispara”; a la huella borrada de la felicidad… tendremos que enfrentarnos, en suma, al cierre del “lazo corredizo de la sombra”, contando solo con esa “insípida certeza” que, al abrir la segunda sección, es el deseo de que, insípida o no, sea “profundísima”.
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Una certeza que, a la vista de la totalidad, lo es. Una “profundísima certeza”. Una certeza de lo que es el ser o, en su caso, este producto-del-funcionamiento-del-cerebro-humano que Odalys resume magistralmente con estas palabras: una pobreza sin nada; una “oscuridad”; un misterio en y con esa indigencia que, sin embargo, resulta inabarcable.
Se trata, por tanto, de la mirada de esos ojos que tantean los abismos y bordean los límites en el genérico de su tragedia; y, en fin, del poso que se asienta en ese ‘producto’ después de la Historia. Aún en plena soledad. O, como dice la poeta, “bajo el escombro de las soledades”.
Para ella —para el personaje poético de este gran libro, quiero decir— la luz empieza en el coágulo.
Y es ahí, en ese coágulo (en el espejo de ese coágulo), donde imagino que se miran las “muchachas que arbolan la oscuridad” bajo el “larguísimo cadáver” del sol. Las muchachas: Sylvia, Alejandra, Virginia, Storni… se miran a la vez que buscan la huella borrada de la felicidad sin perder, eso sí, lo mejor de vivir: el asombro.
Una sección ésta donde Odalys descorre un velo en la oscuridad y se asoma (nos asoma) a otra habitación, también a oscuras, donde se hallan los silencios de ese “enjambre de hembras moldeadas por la triste deformación de los silencios” que veremos en la siguiente y última sección pero que están presentes, así, como hembras, en cada poema del resto. Hembras acurrucadas allí. Hembras (Odalys siempre acertando, siempre dando el toque mágico que clarifica o define) a las que invita a jugar un juego muy ad hoc: “a que avance la esperanza”.
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Y es aquí [“Otra vez (en) la oscuridad brillante, suicida”] donde Odalys decide sorprendernos con siete textos que son poemas en prosa o prosas poéticas o, simplemente, versos “picados” de otra manera o no “picados” en absoluto. Y todos con algo más de “historia” o de “relato”. Porque en cada una de estas últimas piezas ocurre algo, y no solo en el campo sensorial y emocional, más abstracto, que es el de lo lírico, sino también en el sentido que, de común, suelen entenderse tales términos. Y todo sin alterar —es importante insistir en ello— la euritmia, la simetría… la belleza de ese todo; y sin dejar de bucear en el misterio que es este ‘producto-del-funcionamiento-del-cerebro-humano’ que, como digo, se trata del ser, de su “experiencia” o de “la realidad”, según se ve desde “el mástil” de la “narradora” y lo que cada lector, a su vez, pueda hacer con ello.
Hasta que llega la lluvia del final. La lluvia final. No, “nadie vendrá con esta lluvia”, nos dice Odalys. Así que no esperamos a nadie. Y es ahí, en y durante esa soledad, cuando medita sobre lo que vendrá, ese misterio que ella parece desvelarnos desde la altura de su mástil, con la engañosa suavidad de su voz de “bruja buena”: “Después —dice—, Después la nada, mi cuerpo cayendo a otro hundimiento, a esa humedad armónica y despiadada que es la eternidad”. Una imagen cuyo eco sin duda quedará rebotando para siempre en el vacío que —como nos advirtió ya en el primer verso— sigue a las palabras.
Armónica y despiadada. Dos adjetivos, por cierto, que podrían describir a la perfección esta obra. “Esta es la oscuridad”: una obra armónica y despiadada. ¡Sí!
Adenda:
He explicado como he podido mi lectura de estos estupendos poemas. Pero, como diría Foucault: que la única ley sean todas las lecturas posibles.