Una loca sublime

 

¿Puede una novela ser tenebrosa y enternecedora al mismo tiempo? Por supuesto que sí. La literatura cubana de nuestra época goza el privilegio de contar con un ejemplo realmente exclusivo. Y no sólo por eso. Boarding Home o La casa de los náufragos, de Guillermo Rosales, es singular por diversas virtudes. Sin embargo, todavía hoy (como hace casi veinte años fue advertido en magníficas reseñas) son escasos los lectores cubanos –de afuera y adentro– que han leído este libro o conocen por lo menos su existencia.

Ni siquiera la conmovedora biografía de su autor, encarnado esencialmente por el protagonista, parece haber sido suficiente para despertar el interés general en torno a la novela. Con todo y que Rosales representa por sí mismo una figura novelesca donde las haya. Trágico como su amigo Reinaldo Arenas y con un poder de imantación como ningún otro dentro de nuestro panorama literario, mayor incluso que el de Carlos Montenegro.

Si El extranjero, de Albert Camus, ha sido proclamada con razón una obra maestra y un clásico moderno, tal vez sería justo que los cubanos incluyéramos a Boarding Home y a su autor en la lista de nuestros clásicos de todos los tiempos. Y conste que el parangón no es caprichoso ni gratuito. A mí particularmente, desde la primera lectura y en todas la relecturas subsiguientes, la novela de Rosales me ha remitido siempre a la de Camus. Existen diferencias entre las dos, desde luego, por más que ni aun al sopesar tales diferencias aprecio yo que la balanza se eleve de manera conclusiva a favor del escritor francés.

Igualmente las dos novelas exhiben coincidencias bien sustanciales. Por ejemplo, en la técnica. Descripciones en primera persona, con ese tono analítico, crudo, desgarrador, de frases cortas con apariencia sencilla pero sobrecargado núcleo. También concurren en la exposición del sustrato existencial o filosófico. Creo que las similitudes son mayores que sus diferencias. Es el mismo estilo, equivalente estructura y muy parecidos enfoques para hilvanar argumentos distintos, aunque no tan distintos cuando los examinamos detenidamente. Lo curioso, en todo caso, es que (por lo menos hasta donde conozco) nadie le haya dispensado a estas semejanzas la atención que merecen. Probablemente porque aun cuando no han sido escasos ni ligeros los análisis sobre la obra de Rosales, fueron realizados mayormente por cubanos, sobre todo por cubanos del exilio.

No me parece que por el solo hecho de que fuera vetada la circulación de esta obra en su mercado natural (llamémosle así al de la Isla), a la vez que poco leída entre los exiliados y emigrantes, se pueda justificar la falta de atención del público y de los escritores y críticos extranjeros. Pero lo cierto es que mientras a Camus le bastó con la publicación de su primera novela para conquistar fama internacional, la de Rosales ha resultado injustamente menospreciada. Y eso que en cuanto al muy peculiar mérito de ser tenebrosa y enternecedora a partes iguales, Boarding Home le saca raya y salida a El Extranjero.  

Aunque no es el parecido entre esas dos extraordinarias novelas la razón que anima estos apuntes. Tampoco la de llover sobre mojado pormenorizando elogios sobre la obra de Rosales, puesto que por más que me tiente hacerlo, otros ya lo hicieron antes y muy bien. De manera que me conformo (y me regocijo) con enaltecer solo a uno de sus personajes. Para mí gusto, el más encantador entre todos los personajes femeninos de la literatura cubana. Y si constriño el asunto a nuestra literatura es porque temo parecer exagerado.

Se llama Francis. Es una loca sublime. Y es el único ser capaz de tocar fibras (sin proponérselo siquiera) en el árido, tortuoso y sombrío corazón de William Figueras, el protagonista, escritor y hombre aniquilado por la vida y por una especie de locura demasiado lúcida. El primer encuentro entre los dos se produce casi a mitad de la novela y no son muchos los encuentros posteriores. De hecho, Francis alinea entre los personajes que menos se hacen notar dentro del refugio para indigentes que sirve de escenario a la obra. Aparece apenas en unas diez escenas, todas muy breves. Pero son suficientes para que su aura fascinante quede incrustada entre ceja y ceja de cualquier lector mínimamente sensible. A mí en particular se me quedó a perpetuidad, por delante de Emma Bovary o Ana Karennina o Lolita o Alicia o Scherezada o Miss Amelia, de La balada del café triste, o La Maga de Rayuela… y a la par de Clarisse Dalloway, la más redonda creación de Virginia Woolf, que es otra de mis grandes preferidas; o de Emily Dickinson, persona real que siempre me ha gustado asumir como divino personaje de ficción.

En el primer encuentro entre Francis y William Figueras, éste comienza a toquetearla sin que medien palabras. Ante cada avance de sus manos, ella responde sumisa con la misma frase: “Sí, mi cielo”. Cuando finalmente la mano llega al pubis, Francis agrega: “Lo que tú quieras, mi cielo”. Entonces él se da cuenta de que está aterrada, tiembla como una hoja. Así que detiene la transgresión. Le toma una mano y se la besa. Ella le dice: “Gracias, mi cielo”, con una vocecita apagada. Pronto Figueras va a intentar estrangularla. No será la única vez. Y siempre que lo intente, Francis sólo dirá: “Sí, mi cielo”.

“Mis sentimientos hacia ella son una mezcla confusa de piedad, odio, ternura y crueldad”, va a confesar el protagonista apenas recién ha conocido a Francis. Y en el entrecruce de tales sentimientos, con el nauseabundo y dantesco boarding home como telón de fondo, germinará entre ellos el amor, como esas bellas flores que crecen silvestres en el campo sobre la mierda del ganado. Aunque nadie debiera estar seguro que se trata de amor. Lo más posible es que no pase de ser alguna fantasía que intentan inventarse a modo de remedio para la desesperación, o un espejismo redentor cuando más.  

Nunca llegamos a saber cómo es Francis físicamente. El protagonista y narrador sólo comenta de pasada que aún conserva algo de juventud y es relativamente deseable, sobre todo porque es limpia, la única persona que huele bien en aquel muladar. Tampoco sabremos cómo piensa, ni cuál es su historia. Oye voces. Es una loca tierna y abúlica. Es dibujante naif: su única señal de vida. Se entretiene dibujando las caras de todos los personajes del boarding home, y a través de esas caras, según Figueras, es posible ver en lo hondo de sus almas. Alguna vez le dice al protagonista que fue revolucionaria y alfabetizadora en Cuba, igual que él, pero que ahora está vacía. Por lo demás, ella no se corporiza más que en una frase: “Sí, mi cielo”. Es un fantasma. Una luminiscente aparición. La breve lucecita que Figueras quiere creer que le indica la puerta del laberinto. Quizás sea esta la causa por la que intenta matarla en varias oportunidades, aunque él lo explica alegando que es debido a la inmensa ternura que le despierta.

Francis desaparece del refugio antes de que concluya la novela, tan repentinamente como apareció. Su desaparición es el coronamiento de un pasaje absolutamente desgarrador.

Figueras le ha propuesto que se vayan del refugio para vivir juntos. Ella lo mira asombrada. Tiembla. Figueras narra: “Me aprieta las manos con fuerza. Me mira con una sonrisa temblorosa. Su emoción es tanta que durante unos segundos no sabe qué decir. Entonces pierde el color del rostro. Pone los ojos en blanco y se desvanece entre mis brazos. Francis –digo, levantándola del suelo-, ¿qué te pasa? Es la ilusión, mi cielo, responde”.

En definitiva no va a ser nada más que eso, una ilusión, además de un fragmento que puede ponerle la carne de gallina al lector más impasible. Figueras proyecta la escapada. “Un pequeño rayo de esperanza irrumpe en el enorme hueco de mi pecho vacío”, confiesa. Pero se está engañando a conciencia. Mientras organiza sus planes, recuerda insistentemente la canción Nowhere man, de Los Beatles. Es obvio que vislumbra el desenlace. Y que pretende (aunque sea inconscientemente) que también lo vislumbren todos aquellos que le escuchan tararear: Él es un verdadero hombre de ninguna parte/Sentado en su tierra de ninguna parte/Haciendo todos sus planes de ninguna parte, para nadie.

No creo haber leído en toda mi vida otra historia de amor más estremecedora. Es el amor dulcemente convertido en trampa para la desesperanza. El amor que destila sus savias hacia el fondo sin fondo del barranco. No digo que sea irrepetible. De estremecedoras historias de amor está colmada la literatura. Incluso esta ocupa un espacio tangencial dentro de la propia novela. No es el plato fuerte de Boarding Home. Lo que le otorga una muy especial singularidad es Francis, el leve pero imperecedero hálito de esta loca sublime que, para mi gusto, sí es un personaje único en nuestras letras.

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.