Hace unos meses el filme “Santa y Andrés”, que anteriormente había sido censurado en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano habanero, fue excluido de la competencia en la 18ª edición del Havana Film Festival de Nueva York. La razón por la que se adoptó esa medida, según la directora del evento, Carole Rosenberg, estaba en la necesidad de tender puentes, no romperlos: o sea, de no provocar las iras del régimen castrista, con lo que no se ganaría más que provocar la ruptura de los lazos culturales que con mil trabajos la institución referida ha tendido en los últimos años.
Lo cierto es que de esa manera, lo cual ha quedado demostrado en más de 30 años de acercamientos amparados por semejante lógica, no se logra más que hacerle el juego a la dictadura y su inteligente política de control sobre la intelectualidad cubana, nunca tender verdaderos lazos culturales con el pueblo. Al segregar a los intelectuales contestatarios o abiertamente opositores para no perder el contacto con los que permanecen bien acomodados en el redil estatal, no se consigue más que estimular en la intelectualidad cubana esa actitud acomodaticia a la vez que se desincentiva la asunción de una independiente (una actitud independiente no implica necesariamente que quien la sostiene se oponga al régimen: es éste, con su total intolerancia a todo lo que escapa a su control, quien iguala ambas actitudes).
En principio, esta política de excluir a los intelectuales incómodos para no molestar al régimen castrista se sostiene sobre dos creencias. Una, la neocolonial de cierta izquierda occidental, según la cual la Nación Cubana es incapaz de producir por sí misma nada más que formas culturales primitivas –sea música popular, artes plásticas muy dadas a lo sensual, cine de las ruinas o “literatura” folklórica– y nunca un diverso, profundo pensamiento filosófico o político. Para estos izquierdosos señores, cualquier pensamiento que en Cuba vaya más allá de esa clara racionalización del autoritarismo paternalista, que es en definitiva el llamado “Enfoque Sur” de la señora Talía Fung, será siempre un interesado trasplante a nuestro país dictado por los intereses de los centros de poder mundial, nunca un producto autóctono y por tanto legítimo.
No parecen tener en cuenta los mencionados neocolonizadores de izquierda que cuando alguno de esos centros de poder mundial no era todavía más que un pantano inmundo en medio de bosques interminables, poblado por rústicos y muy prosaicos políticos (tras cuya asunción a la suprema magistratura la casa de gobierno solía quedar hecha una pocilga), ya en esta Isla el padre Varela había anticipado con su filosofía electiva en esencia todo el pensamiento de Paul Feyerabend, o que una generación antes, capitaneados por Don Francisco de Arango y Parreño, los ilustrados propietarios habaneros habían creado el sueño de la primera nación que en puridad nació por completo bajo el imperativo de las ideas liberales: La de nosotros, los cubanos, porque la norteamericana en no poca medida surge de los intereses coloniales por restringir el acceso al mercado americano.
La otra creencia sobre la que se justifica esa política de exclusión de la minoría contestataria y disidente, ciertamente menos ofensiva a nuestro orgullo nacional que la de más arriba, es la consabida de que al mantener los puentes abiertos a cualquier precio poco a poco se conseguirá hacer mover a los muchos más que, por ahora, permanecen apretujados en el redil gubernamental. En esta vertiente, la política señalada se basa en un supuesto erróneo. El de pensar a la intelectualidad cubana en los mismos términos, imbuida en similares circunstancias que las de cualquier otra contemporánea: En esencia en la idea de que la circunstancia en que vive el intelectual cubano le permite anteponer sus principios éticos a la más burda necesidad de mantenerse vivo: a sí mismo y a los suyos.
La Nación Cubana, de por sí muy poco poblada como para convertirse ella misma en un mercado cultural rentable, no tiene al presente la capacidad de alimentar a un sector intelectual de ciertas dimensiones, aun modestas, por la pobreza extrema a que ha sido conducido el país. Una intelectualidad solo puede vivir en la Cuba del Raulato de dos fuentes principales de recursos: En primer lugar de lo que el Estado post-totalitario castrista, que controla a la Nación Cubana como su finca particular, quiera asignarle como grupo de lo que esquilma para sus necesidades de sobrevivencia. Sobre todo lo que quiera asignarle por el prestigio que obtiene a los ojos de los observadores foráneos gracias a esa supuesta activa vida cultural, pero muy condicionada por él, que fomenta su “desinteresado” mecenazgo.
En segundo lugar, el intelectual cubano puede vivir de su personal participación en la vida cultural de más allá de las fronteras nacionales.
En este escenario, si esa segunda posibilidad es puesta de una u otra manera bajo el control indirecto de los comisarios político-culturales habaneros, es evidente que solo quien esté dispuesto a marcharse a vivir al desierto, alimentándose de bayas, insectos y agua de los charcos, asumirá una actitud en realidad independiente ante el régimen castrista.
Pero además, esta política de mantener los puentes abiertos cueste lo que cueste choca con la muy bien armada a lo largo de los años que, como réplica a aquella, sigue hacia los intelectuales el régimen castrista.
Aunque no caben los absolutismos en este tema, es necesario destacar que una parte considerable de la intelectualidad cubana oficial, o sea, no enfrentada por el régimen (para éste o se está con él o contra él, no hay posiciones intermedias posibles), es una creación suya. Personas que han alcanzado a enseñar en una universidad, o a publicar en alguna de las innúmeras editoriales que pululan en un país en que contraproducentemente solo existen dos diarios nacionales de ocho páginas, y que saben muy bien que tales logros “personales” se los deben al régimen. Pero no, aclaramos, porque la pobreza económica de sus orígenes les hubiera impedido alcanzar esos logros en otras circunstancias político-sociales de la Nación, sino porque su medianía natural les habría imposibilitado llegar a semejantes estatus en unas condiciones en que hubieran tenido que competir por alcanzarlos con los naturalmente dotados para ello. Ya que la realidad es que, sin el apoyo de un Estado con interés en copar el ambiente intelectual de elementos conscientes de su deuda de gratitud con ese mismo Estado, muchos de nuestros intelectuales nunca habrían podido agenciarse ese título (en las condiciones de la Cuba actual ser intelectual funciona de la misma manera que un título de la baja nobleza cercana al poder, o sea, cortesana).
Ejemplos se sobran. Aparte de que es esta la explicación última de que en Cuba tan pocos marxistas hayan pasado más allá del Manifiesto Comunista, o literatos del primer capítulo de El Quijote, solo recordaré aquí uno de los más antiguos: El de aquellos muchachitos universitarios a quienes Fidel Castro, en medio de una movilización militar, decidió convertir en el nuevo Claustro de Filosofía de la Universidad de La Habana. Es quizás el recuerdo agradecido hacia quien, en medio de una conversación en que como siempre Fidel Castro no dejó hablar a nadie más, los sacó a dedo de un gris destino de ingenieros, funcionarios o profesores de poca monta para convertirlos en los ideólogos de una Revolución iconoclasta, lo que le impide a personajes como Fernando Martínez Heredia o Aurelio Alonso adoptar una posición honesta ante el sistema político cubano actual. Que de manera evidente ni es heredero del pensamiento de Marx ni tampoco puede llamarse nacionalista por el daño profundo que le causa a la Nación.
Si algo ha comprendido muy bien el régimen castrista, tan interesado en mantener bastante colmada una vitrina de floreciente vida cultural hacia las avenidas foráneas, es la facilidad con que se alcanza a convertir en intelectual a cualquier papanatas. En general, dentro de los marcos de un discurso oficial muy estrecho, avocados “a la defensa de la Nación frente al Imperio”, empeñados “en la lucha por la autodeterminación de los pueblos y la liberación de los oprimidos”, y claro está, enzarzados “en la lucha contra la banalización cultural” –todo ello memorizado de carretilla y bien sazonado con los gestos, aspavientos y carantoñas que desde infantes aprendemos en los actos revolucionarios de la escuela (Abel Prieto al parecer nunca faltó a uno)–, no se necesita mucho para pasar por intelectual ante cualquier ojo u oído foráneo. Basta con cierta cultura promedio y algunas habilidades sociales que nunca nos faltan a los cubanos. Pueblo que, por estar situado en una de las encrucijadas de los caminos mundiales, nos habituamos desde chiquitos al trato social cosmopolita, y por herencia andaluza a la picaresca, con lo que también somos capaces de engatusar al más pinto. Y es que incluso lo mucho que tal “intelectual” ignore de su Zeitgeist será justificado por su interlocutor foráneo como el resultado de la cultura diferente, enfocada en más cardinales asuntos, de un pueblo más próximo a los valores más esenciales: Que para reubicar al Buen Salvaje en esta Isla utópica, en esta Ciudad del Sol poblada de mulatas complacientes y parientes solícitos, los intelectuales occidentales se pintan solos.
El régimen, por tanto, siempre tendrá la capacidad de ocupar las plazas de quienes sean expulsados de la UNEAC, o sean segregados de los espacios oficiales, porque además dispone de un amplio ejército de reserva del cual sacar reemplazos entre los no pocos aspirantes al mencionado título de nobleza inferior: el estatus de intelectual. Con lo que siempre habrá, ante gentes como la señora Carole Rosenberg, un numeroso conjunto de intelectuales a los que no se deberá renunciar en la labor de tender puentes, solo por mantener en cambio los contactos con los siempre minoritarios contestatarios o disidentes, y así la de nunca acabar.
Y es que el castrismo no nació ayer. De hecho, por estos días se cumplen 56 años de su primer encontronazo de envergadura con los intelectuales; y de tantos palos en algún momento tenía que comenzar a aprender (¡el otro día encontré a un seguroso exultante de orgullo por haberse leído la entrada de Erich Fromm en la Wikipedia!, sin embargo, lastimeramente el pensamiento humanista del filósofo y psicólogo alemán no había logrado hacerse un lugar en aquella limitada y obtusa mente).
Es necesario aclarar que si la política de mantener los puentes abiertos se justifica en el caso del comercio o de las relaciones institucionales, ya que a quienes participan de parte del régimen en esos intercambios esa apertura siempre termina por abrirles los ojos –al hacerlos entender que una evolución positiva de esas relaciones resulta ineludible para el propio mejoramiento de sus personales condiciones de vida en un futuro inmediato–, no ocurre lo mismo con las relaciones culturales: La intelectualidad cubana oficialista sabe muy bien que nunca vivirá mejor que bajo las condiciones actuales.
Bajo el régimen castrista, la intelectualidad oficial tiene de entrada asegurado el monopolio del mercado cultural cubano gracias al aislamiento que a la nación impone el estado post-totalitario. Semejante monopolio le asegura sobre todo los considerables subsidios del Estado castrista, que en realidad sirven para pagar una obra sin mercado entre los consumidores cubanos presentes. Porque, para hablar con propiedad, los subsidios no solo tienen como objetivo convalidar la pobreza del mercado cultural en cuestión, sino sobre todo la necesaria no coincidencia entre la jerarquía de los temas que más preocupan al cubano presente y la de los tratados por nuestros intelectuales. No coincidencia imprescindible para la estabilidad de un Estado totalitario que pierde poco a poco su poder de control social, pero que por otro lado tampoco desea deshacerse del prestigio y la legitimidad que ante los observadores foráneos le reporta el mantener a su sombra a una amplia capa intelectual.
Si se releen con cuidado muchas de las intervenciones en el pasado Congreso de la UNEAC, y por sobre todo las discusiones en la base que antecedieron al mismo, se comprobará que es en esta dirección de conservar el monopolio sobre el mercado cultural cubano, y el consecuente aseguramiento del subsidio oficial, que se mueve el interés de la inmensa mayoría de los intelectuales oficialistas. En este sentido, no hay nada de altruismo detrás del interés por el Estado del gusto de las grandes mayorías cubanas, sino simple cálculo egoísta.
Pero además, si no el monopolio bajo el régimen castrista y su contra política de chantaje, sobre la base del minado o no de los puentes, la intelectualidad oficial alcanza a disfrutar de las preferentes posibilidades que brinda la ya mencionada política foránea de acercamiento, que por el contrario pretende a toda costa no permitir que se dinamiten aquellos. De este modo, un sector de la intelectualidad oficial llega a tener un acceso preferencial a otros mercados culturales que le permiten a muchos, que en condiciones normales nunca conseguirían ni tan siquiera señalarse en los mismos, obtener de cuando en cuando cuotas mínimas de participación en ellos; e incluso y sobre todo beneficiarse del subsidio foráneo, gubernamental o no, que aunque despreciable visto desde afuera, permite en una Cuba empobrecida vivir muy por encima de la media.
De hecho, para aprovecharse de esas preferencias, ayudas y subsidios, ya el intelectual cubano ha desarrollado toda una serie de habilidades camaleónicas que le permiten mantenerse dentro de la oficialidad y sus no despreciables recursos sin tener que renunciar a lo que pueda pescar en el afuera cultural de la Nación Cubana (incluso en Miami).
Hay así, al presente, todo un partido intelectual de la “defensa de la cultura nacional”, asaz ambivalente, por no decir ambiguo, en que lo único que en verdad se defienden son las fuentes de subsistencia, entre ellas los frecuentes viajes al exterior o los “regalitos” y “ayuditas” de intelectuales amigos exiliados.
Un pensamiento al parecer copiado del de mantener abiertos los puentes a cualquier costo, en que el intelectual, supuestamente crítico, acepta callar en los espacios públicos con tal de que no se le separe de ellos, para así evitar que otros peores que él, de mentalidad más retrógrada, lleguen a ocuparlos en su forzada ausencia. Un camino que, no obstante, convierte en indistinguible al intelectual verdadero de la criatura gubernamental, y por el que no solo se termina por callar ante las peores aberraciones del régimen sino que, cuando éste constriñe, también se acaba por entregarle la firma en apoyo a exclusiones, recogidas de libros e incluso fusilamientos.