De la novela homónima en proceso de edición
Fue dura mi batalla para conseguir que se sintiera completamente tomada por las masturbaciones que le destinara. Sería en la sexta o séptima jornada cuando comenzó a asimilarlas en realidad, me anunció. Había insistido en que no llegaba siquiera al umbral del placer. Las causas: se había dado cuenta de que no resultaban iguales la mano del hombre —la mía— y de la mujer. Se desplazaban, palmeaban, sobaban de distinto modo; los dedos hurgaban de manera diferente; las yemas frotaban como con intensidades diversas. “Ni siquiera, novio, te lo puedo asegurar, la mano más ruda, machuna, hombruna de una mujer, trabaja como la tuya, ni siquiera…”. Yo andaba ya bastante avinagrado: “Se trata de tu subjetivo, Érika, la diferencia se halla en tu mente, no en las manos de hombres y mujeres, la diferencia está en tu mente, Érika, en tu mente…”. Levantó la voz: “¡Ah, chingaos, te digo lo que siento! ¡Te digo lo que exactamente siento, chingaos!”, rabiosa; las descargas azules de sus ojos iluminaron en alguna medida el atardecer. Tres o cuatro minutos de silencio de ambas partes y ya en calma agregó, con un dejo de ternura, de susurro: “Dame fuerzas, dame fuerzas, por favor”.
Ya la noche cerraba casi por completo y por la callejuela hacia la Casa del Lago un grupo de escritores sonaba una conversación cruzada de todos para todos. A cuarenta metros se podría detectar que eran escritores: amén del léxico, las referencias que lo indicaban: en alta voz deslustraban a sus víctimas ausentes. “El poeta…, es un tarado”. “El novelista…, viene a ser una vergüenza nacional”. “El ensayista…, no es más que un baboso que piensa y escribe horrible”. Nos agarramos las manos. Puse las ventanas de mi nariz en su boca semiabierta; así, recorrí su anchura, despacio, repasando sobre todo el labio inferior. Ella abrió más la boca. Y emitió su aliento repetidamente, centrando mi nariz. Inhalé lo que me llegaba desde su boca, y aun desde su esófago.