No son pocos los libros que se han escrito sobre la participación de tropas de Cuba en las guerras de países africanos durante la segunda mitad del siglo XX. Tampoco los argumentos de esos libros suelen ser muy diferentes entre sí. La puesta en escena del heroísmo (generador de mitos y lastre idiosincrático entre nosotros), junto al cuestionamiento político sobre los motivos de aquella mañosa intromisión, suelen marcar límites en el alcance de casi todas estas obras, sean o no de ficción.
No es precisamente lo que hallamos en las páginas de Tierra dura, nuevo libro de relatos del poeta, escritor y periodista Jorge Olivera. No en balde me ha resultado tan interesante y grata su lectura.
Las doce piezas que integran este libro, publicado por Neo Club Ediciones, de Miami, son fruto de la experiencia personal del autor, quien participó como recluta en la guerra de Angola. Así que en sus contenidos -como él mismo aclara en el prefacio- la realidad sirve de soporte a la ficción. Igual ocurre en el resto de las obras escritas por cubanos sobre el tema. Sin embargo, noto una diferencia sustancial entre esas obras (al menos las que yo he leído) y la de Olivera, toda vez que él ficciona la realidad no desde su coyuntura histórica o política, sino adentrándose en la dimensión etológica.
El miedo a la muerte como estímulo o causa suprema. La deshumanización como reflejo salvador. El comportamiento resignado, robótico, ante la disyuntiva de matar o morir. El apremio vehemente y a la vez doloroso por mantenerse vivos hasta la hora del reencuentro con sus seres queridos… Los personajes de Tierra dura actúan como peones en el tablero de un juego que ellos no comprenden a derechas, ni sienten como propio, por más dramáticamente que determine sus destinos.
Son los efectos de la desintegración tanto física, psíquica o moral a la que está condenado el ser humano dentro de un microuniverso en el que predomina el desdén por su don más caro, que es la existencia.
No resulta extraño entonces que una de las pocas acciones heroicas que son recreadas en el libro no discurra sino como aceptación irremediable de un desenlace aciago. Es en el relato “Cuenta regresiva”, donde un zapador no encuentra a mano otra solución que no sea acostarse sobre una mina para desactivarla haciéndola explotar bajo su propio cuerpo. Se trata, claro, de un acto heroico donde los haya. Pero en la forma magistral en que se narra, no vemos al héroe procurando serlo, o ni siquiera consciente de que lo es. Sólo lleva a cabo con pasmoso acatamiento lo que asume como su trabajo.
De cualquier manera, este ejemplo de heroísmo se ubica entre los muy escasos que aparecen en el libro. Pues, la mayoría de sus tramas discurren al margen y por lo general en sentido contrario a esa vertiente.
El relato “Un gran banquete” cuenta el drama de tres reclutas perdidos en la selva; logran cazar a un mono y se lo comen, pero en el postprandial quedan dormidos, y entonces las hienas se los comen a ellos. La pieza “El informe” trata sobre la falsedad de un documento redactado por un oficial para certificar la muerte “por conductas heroicas en combate”, de varios soldados que habían fallecido debido a causas totalmente ajenas a las que asegura el informe. En “El cerco”, una pequeña tropa está rodeada por el enemigo, bajo asedio de la metralla, el hambre y la sed, mientras espera refuerzos; y he aquí que, de pronto, uno de los soldados no puede controlar los nervios y comienza a dispararle a sus propios compañeros… En fin, son los horrores de una guerra que, como cualquier otra -idealizaciones a un lado-, sacó a flote los más absurdos y aun los más repudiables comportamientos. Pero justo en la forma en que son recreados esos horrores es donde radica la singularidad de Tierra dura, una obra que, según creo yo, trasciende las fronteras de la literatura cubana para alinear entre las grandes narraciones internacionales que abordan el tema antibelicista.
Si no obstante la amarga aridez de lo que narra, el libro resulta de muy fácil lectura, es porque está excelentemente escrito. Con prosa aguda, sobria, elegante, de un afilado magnetismo, el autor consigue que las atrocidades que recrea sean leídas sin la menor arcada. Exacto al escoger los términos, ya sea para la descripción de un lugar, una circunstancia, un estado de ánimo…; atento a las breves pinceladas que se revelan mediante lo que significan por debajo de las palabras; detallista para la concreción sin detrimento de la explicitud… La honda sensación de tristeza que Olivera nos deja con estos relatos viene atenuada, y aun dulcificada, por el disfrute que sólo puede brindar el buen arte literario. Y eso es lo que encuentro en Tierra dura: un imperdible dentro del panorama del relato breve cubano en estos días. Incluso, para mi gusto, desborda las fronteras de lo cubano.