Fiel exponente de los hechos espeluznantes de las UMAP resulta la novela Un ciervo herido (clic aquí para adquirirla en Amazon), cuyo título proviene de un verso de José Martí y en la cual su autor, Félix Luis Viera, narra con toda crudeza la vida en un campamento Umap, así como los manejos del régimen para crear los expedientes de quienes serían víctimas de su poder implacable.
Puente a la Vista publica esta serie de cuatro fragmentos que relatan uno de los hechos más bochornosos de la Cuba contemporánea.
III
Estamos en el «baño turco». Hace rato. ¿Cómo es posible que si el agua es escasa la gasten por toneladas con este castigo? Quien no haya sentido un chorro de agua cayéndole sin parar en el centro de la cabeza durante, digamos, media hora, no entendería este algo tan terrible por más que yo intentara explicárselo. Por momentos da la sensación de que la cabeza se ha ahuecado y el agua cae donde estuvo la cabeza, ahora un hoyo. Por otros, parece que el hoyo se ha perforado y que el chorro de agua está cayendo directamente en la garganta. Dijo el teniente al par de soldados de guarnición: hasta que yo me acuerde. ¿Quién chivateó? La loca número 21 padeciente de flatulencias respondió al sargento en la formación: «Permiso para contestar: no sé», cuando el sargento jefe de nuestro «pelotón» le preguntó, luego de acercársele y mirarle detenidamente a la cara: «¿Y a usted quién le dio esa mano de golpes, 21?» ¿Quién chivateó? Cuando a ambos, este domingo en la mañana, nos llamaron sargentos y segundo teniente y teniente presentes, «usted fue quien le dio a éste, 22» afirmándome el teniente apuntando al 21, me dije: ya habló este maricón. A las once castigo, laven temprano, nos ordenó el teniente y con un pase de su dedo índice de la derecha en el aire miró a todos sus súbditos diciendo: «ya saben». En el lavabo-lavadero pedí al flatulento 21: júrame por lo que más tú quieras que tú no chivateaste. Te lo juro por mi mamá y mi marido, contestó el 21, y por la tristeza que vi en sus ojos me pareció cierto. Yo estaba con Guillermo la Rumba al lado, por si el tatuado 21 se ponía farruco. Le pregunté tres veces, me contestó lo dicho a la tercera. ¿Por qué se había demorado tanto en contestar?, le preguntó Guillermo. Tengo miedo, respondió el flatulento. ¿Miedo?, preguntó Guillermo. Sí, al castigo del agua sí le tengo miedo, es terrible. El teniente había dicho: a las once castigo, el «baño turco», así que laven temprano. (¿Quién bautizó este castigo con ese nombre? ¿Por qué? Nada tiene que ver el baño turco con este chorrazo horrible taladrándote el alma. Ignorantes.) De pinga, exclamó Guillermo cuando entré en la barraca, él con Luis Arturo y El Artista y Jorge el campesino y otros más esperando a la puerta y dije: «baño turco», cojones. Por culpa de este maricón, dijo Guillermo señalando con un golpe de cabeza al 21, que entraba junto a mí. ¿Tú no decías que eras guapo, que eras abakuá y todo eso?, le dijo Guillermo la Rumba en el lavabo–lavadero. El 21 dio la espalda y siguió lavando, debiera hacerlo rápido porque ya ahorita serían las once, pero lo hacía con desgano. A él su soldado de guarnición lo ha pinchado más que a mí. Lo ha pinchado en las nalgas, «agarra otro pinchazo en ese culón, loca», ha dicho un montón de veces su soldado. Es menester tener este día de la fatalidad buena leche: castigos mediante los soldados de guarnición pueden ser más o menos trágicos en dependencia de a cuáles designen. El que le tocó ahora al 21 es quizá el más pocamadre de todos. (Para que la historia lo recoja como el gran hijoeputa que es, digo su nombre: Luis Díaz Campanería. Para lo mismo, digo más: es bajo de estatura, delgado, pardo de piel, grande cabeza, pelo castaño y opaco, ojos chicos y claros, voz gruesa y grave como la de un hombre de 7 pies y 300 libras.) El que me tocó a mí, de los más suaves. Cuando el teniente nos llamó a la puerta de la jefatura, dijo antes que lo otro: a ver sus manos. Cuando vio mi mano derecha todavía inflamada, dijo «correcto», y agregó tuteándome: le diste durísimo, ¿eh? ¿Quién chivateó?, me estoy diciendo cada tres segundos debajo del chorro. El 21 se sale más que yo: da pie para que el desmadrado de su soldado lo pinche más. No hace tanto uno inventó lo que parecía la solución contra este castigo: se desmayó o hizo creer que se había desmayado. Así se salvaron sólo dos o tres: a los próximos les dejaron pendientes la tanda faltante para después que se les pasara el desmayo. No sé si esto es peor que el castigo del enterramiento: los huesos de mi cabeza se vuelan contra las paredes a cada rato y me salgo del chorro: chico, no me hagas pincharte, me dice mi soldado y me da un pinchacito en la espalda. Me fijé en las puntas de las bayonetas cuando veníamos para los excusados: la de mi soldado la tiene bastante roma. Creo que es hasta mejor que lo fusilen a uno: un segundo de gran pánico y ya: los balazos lo hacen brincar a uno hacia el otro mundo, y se acabó. Pero este chorro de agua, que a cada instante se siente más fría, en la cabeza…