[…] Que no nos engañen olores y ruidos, atendamos a lo que pueda testimoniar el ojo: la ciudad de hoy apenas existe […].
Antonio José Ponte ‒Un seguidor de Montaigne mira La Habana‒
Una chica espiada con diminutos artefactos y sin motivos aparentes, por la Seguridad del distrito, es el resorte que da inicio al conjunto de relatos que Luis Felipe Rojas ha publicado, recientemente, a través de la editorial Casa Vacía bajo el título Artefactos.
Tanto el espionaje como el voyeurismo, son dos condiciones innatas en una isla donde la vida privada es una carrera de fondo que ningún individuo gana, a menos que decida desafiar al mar, atravesar una selva o quebrantar media docena de tratados internacionales sobre protección de fronteras. El espía y el “mirahuecos” buscan el desnudo, el replanteamiento de la escatología en su concepción más vulgarizada. En ambos, la morbosidad de intimar ‒y de intimidar‒ se vuelve un escarceo trágico.
No tiene importancia ninguna la razón por la cual es espiada ‒rascabuchada‒, y ella lo sabe. Sabe bien que cualquier negación/oposición a ser un objeto u objetivo de deseo no serviría de nada. O podría empeorar las cosas. En ella se resume ese dilema de la isla en el que todos, a excepción de los audaces que eligen diáspora o exilio, terminan convirtiéndose en artefactos.
[…] Dos días después seguía buscando y ya tenía cuenta de que observaban su vida palmo a palmo sin que se escapara absolutamente nada. Desde entonces recibía las visitas en el zaguán, donde no había descubierto un solo aparato, pero desconfiada, dadas las circunstancias, tomaba dos talones de papel amarillo, uno para ella y otro para el interlocutor de turno y así transcurrían las conversaciones hasta el final. Cuando la visita se marchaba se deshacía de los papelillos echándolos por el tragante.
Dos semanas después de aquel método de contravigilancia, la oficina de Seguridad de su distrito le pasó una citación por debajo de la puerta, a la que no hizo caso, pero a la tercera advertencia de ir a parar a los tribunales por negarse a testificar, acudió. Ese día, cuando salió de la oficina sólo recordaba la reprimenda del funcionario vestido de civil que la interrogó por última vez. No quiso entrar a la casa hasta tarde en la noche cuando se deslizó en la cama sin hacer ruido ni encender luces. A la altura de la madrugada despertó resacada por tanta preocupación. Vio dos lucecillas rojas que penetraron por el alto ventanal para posarse debajo de una foto de campo que colgaba de la pared. Por unos segundos cerró los ojos, pero las lucecillas seguían más allá de sus pupilas o la fuerza con que apretaba sus párpados para no ver la nueva realidad […].
En estos relatos de Luis Felipe Rojas prevalece la exquisita construcción de los personajes, de sus psiquis, y el modo en que develan la angustia nacional: sin histerias, sin esa cosmética que muchos autores ‒dentro o allende los mares‒ suelen imprimir, aturdiendo a lectores y a reseñistas, a la focalización de una isla sitiada desde dentro.
Sobre la fugacidad de un suceso ‒todo crimen o catástrofe es perecedero en obediencia a la desmemoria‒ Luis Felipe Rojas hilvana con certeza la única trascendencia, el único imperativo que funciona como denominador común entre los márgenes de un país que apenas existe para sí mismo: el horror de la sobrevida transcurriendo como un bucle, como una resurrección estafada por la promesa de una inmortalidad a sorbos.
Sin olvidar esa tragicidad ‒el propio Luis Felipe Rojas fue horrorizado, obligado a contemplarse en esa partida que nunca sana del todo‒, recurre a la única bala que jamás falla: la memoria. Pero no a esa memoria colectiva que décadas después supimos no fue otra cosa que el preámbulo de nuestras mordazas; sino la memoria individual, la única privacidad posible dentro de un imperio caribeño.
Virtual quizás sea el revelador de ese misterio:
[…] Estoy viendo estas escenas y no lo quiero creer. Yo misma en la Televisión Nacional, en un programa de altísima demanda. El hombrecito de espejuelos está explicándoles a los telespectadores las iniciales del suceso. Se da vuelta y la cámara ensaya una panorámica digna de Jean Luc Godard en el documental de los Rollins. Ahora han hecho un corte preciso y certero, no sé cómo se las ingeniaron, pero estoy tendida como un animal muerto.
El camarógrafo me acerca el foco y descubre los surcos de sangre reseca sobre el rostro. Tengo un ojo sanguinolento. Ahora describe todo el cuerpo, atrapándome entre la luz y el obturador de la cámara. El hecho de estar sentada en esta cómoda butaca no significa que no sufra alguna vez el horror de las imágenes. Mi rostro se queda en primer plano y me atrevo a identificar cada herida que va saliendo a través de la pantalla. Recuerdo ese cordón sobre la frente, me lo hicieron al tercer día de estar encerrada, le escupí la cara al más joven de los guardias. La cámara detiene el movimiento y una mano enfundada en un guante de goma color beige le da vuelta a mi cabeza. Es asombroso. Soy yo misma. Me reconozco por la forma de la trenza, al peinarme me la había dibujado sobre el cráneo. La mano enguantada separa los mechones de pelo y deja al descubierto las contusiones más visibles. La cámara sube despacio y el hombrecito tiene cara de consternación, se ajusta la corbata y da muestras de estar indignado ante hechos tan repugnantes como estos, dice.
La pantalla da un flashazo y se queda en negro (por lo menos deben admitirlo), son unos sensacionalistas de mierda. El televisor empieza a iluminarse gradualmente para dar paso a un cartel. Sube desde el borde inferior, junto a él aparece la vocecita aflautada del reportero. Les está rogando a la ciudadanía que no desesperen, la justicia hará su parte en un país civilizado como este, un hecho así no lo dejaríamos impune, argumenta […].
En las próximas horas informaremos con nuevos detalles sobre este horrendo crimen, es lo que dicen los créditos. El cartel se ha ido de cuadro para dar paso a la figura infame del que parece más un animador de programas sabatinos que un reportero de noticias, aunque en estos tiempos ambos poseen una desvergonzada semejanza. En un plano general los periodistas están cerca de los autos de patrulla.
No se escuchan las voces, han puesto una música a rodar para indicar movimiento. El sector derecho de la carretera está poblado de figuras de uniforme. Un enjambre de gentes viene y va de un lado a otro llevando camillas sobre las que han puesto sábanas blancas o verdes, indistintamente. Otra vez aparece la cámara. Se mueve con astucia, se regodea en los hilillos de sangre que aparecen y se esfuman como si hubieran sido hechos con un atomizador […].
Las historias que se suceden en Artefactos no son viejas ni nuevas. Tampoco son analogías desde la nostalgia o la separación, ni apuntes para un reportaje, ni delirantes anotaciones poéticas ‒Luis Felipe Rojas es también periodista y poeta‒.
Son eventos que están sucediéndose ahora mismo, con las mismas evidencias, las mismas emboscadas, las mismas víctimas, los mismos victimarios. El mismo dolor, de sesenta años de edad, inamovible, ojeroso. Atestiguan estos relatos, desde sus disímiles artefactos, que ni siquiera el drama y el conflicto lograron eludir el cerco cuando podaron las esperanzas, decretaron vedas sobre toda pizca de disenso y borraron los horizontes. Artefactos es una fotografía, pero no una fotografía angustiosa ‒y mucho menos evasiva o de souvenir‒, sino que insiste en fugarse de la opresión del obturador.
Luis Felipe Rojas no construye su narrativa desde ningún referente literario; va tras su presa con la memoria en ristre. Es su obsesión, y su obcecación por la pertenencia, a un retorno que se promete a sí mismo antes que prometerse por lo otro y los otros; y he ahí, quizás, donde descansa su autenticidad narrativa.
Píntate los labios, María, es un excelente ejemplo:
[…] A mí se me pierde en la memoria y sólo acierto a recordarla así: una mujer en un filme, una modelo en una revista de modas, una mujer común y corriente. Ya no pasaba por Paredes. Además de ser una calle incómoda, se le hace intransitable con el cochecito de los niños, dos litros de leche y una jaba con viandas y mandados.
La última vez parecía un adefesio, una mujer común y descuidada, con las greñas al aire y un tirante de la blusa descolgado sobre el brazo. Arrastraba el polvo de la calle con el corcho de las chancletas playeras, yendo a toda prisa, entre los que regresan a sus casas. Al dejar Paredes se sintió perseguida. Fue más allá de su intuición. Olió el sudor perfumado del hombre de la gorra de pelotero. Rubio. Bajito. Hombros anchos. Estuvieron rozándose las manos en medio del gentío. Al detenerse, para cruzar la calle, solitaria en esa esquina, sintió una de las tenazas del rubio en su frágil muñeca izquierda. La tenaza le cortaba el pulso, le partió el alambre dorado del reloj. Le sintió respirar. Las manotas le aprisionaron para siempre acaso. Un resuello sucio, profundo, apestoso a nicotina. Sintió su miembro duro debajo de la mezclilla tocando sus nalgas. Se sintió empujada. En la oscuridad se perdieron. En la oscuridad está.
Mirando los amarillentos despojos de una revista Bohemia, tomo los recortes con delicadeza de coleccionista. Antes había emplanado, en una raída cartulina, unas fotografías de Alicia Rico y Blanquita Becerra junto a dos fotos de María Rojo. El hombre mira hacia fuera como si buscara la perdida efervescencia del Teatro Martí. Está nostálgico y deprimido. Se lamenta. Ya no es un teatro. Por obra y gracia de alguien se ha convertido en un simple cine de barrio. Un cine donde unas mujeres marchitas ven pasar la vida entre filmes sin exhibirse, pudriéndose en las maletas plásticas o de metal. Él la visita de vez en vez. La ayuda a limpiar el portal y los baños. Así pudo saber por qué se le parece tanto a María Rojo, la de la foto en la vieja cartulina. A mí también se me parece.
Por eso va regularmente, cuando puede, como en estos días. Ha pasado a la sala de proyecciones y está revisando los fotogramas, pero hasta ahora la poca luz no lo deja ver y está tumbado en la alfombra como si fuera en el agua. Va por el fotograma dos cientos treinta y cuatro. Tiene que marcharse. Pero quiere descubrirlo todo. Es un interrogatorio a la vieja usanza. En el otro fotograma, María dice al de las preguntas algo ininteligible. Le dice compañero, porque así lo exigen las reglas de comportamiento de los interrogados o detenidos.
El compañero escupe. María disimula, aparta la vista. El compañero es alto, tiene bigote tupido. La chaqueta azul le acentúa la marcialidad y la autoridad, que no puede disimular ni con los jeans azules y las sandalias de cuero. Usted no sabe lo que es eso, dice María al que evidentemente es un compañero, un interrogador, un maldito policía que investiga la muerte de un abusador. Es un interrogador y no una persona cualquiera. Por asuntos de ética no puede decirle, señor, ni amigomío, de corrido, como ella hace con sus conocidos.
Oficial, dígame oficial. Usted no sabe lo que es eso, dice ella. Toda la mañana con los muchachos, lavando sábanas meadas, y por la tarde, aquí, limpiando el cine, el orine de los espectadores. El hombre se amasa los testículos despacio por debajo de la mesa, mientras escucha la historia. Vuelve el rostro. Escupe. Vuelve el rostro. María se queja. Descarados, dice. Depravados, compañeros, unos depravados, los que vienen a los cines son unos pajizos. Mientras el compañero asiente, sin haber continuado el fastidio de las preguntas de rigor, María se estruja las lágrimas como si quisiera lavarse el rostro y la conciencia, pero sabe que no puede. De tan solo haber entrado en el juego del coleccionista, sabe que no puede. Se sabe sucia. Llora con más desconsuelo, apoyando la cabeza en el borde de la mesa. El compañero aprovecha y escupe. Ella lo siente botar el escupitajo en el piso y se siente más abandonada. Quizá por ello, en el fotograma cuatrocientos veintidós, la mujer está en el suelo, tumbada sobre el montón de sangre […].