Tomado de la novela Inquisición roja (fragmento). Iliada Ediciones
Somos un producto.
Una cosa.
La mierda misma.
Olivia, no puedo describírtelo. Estoy perdido. Es curioso que el corazón brinque de alegría cada vez que te pienso. No me lo explico. Visualizo tu cara y vienen sobresaltos, impulsos, taquicardia. Si pudiera saltaría por encima del muro, me echaría a volar para ir a tu encuentro. Cierro los ojos y adentro estás tú con las olas de fondo golpeando el malecón, el sonido de tu risa inundándolo todo. Pero al mirar en presente, o en futuro, la luz se hace cenizas. ¿No te veré más, Olivia, cuánto tiempo ha transcurrido?, ¿seis años?, ¿siete? Quizás nueve entre esta multitud, en este mausoleo atestado de fantasmas. ¿Cuándo será que volvamos a caminar de la mano por esas puñeteras calles habaneras? Olivia, las olas golpean fuerte contra el malecón; gaviotas y pelícanos se zambullen decididos tras los peces y nos ignoran, el viento te revuelve el cabello, yo, mientras te beso, te los acomodo detrás de las orejas, tú me los sacas de los ojos, y al unísono me susurras zafándote de los labios, un, Hernán, te amo, amor mío. Sonríes y te los recoges en una cebolla. Los rayos del sol vienen desde el horizonte a retozar en tu cara y hacen refulgir tu sonrisa. Su brillo intenso hace que la sombra de tu cuerpo caiga y se desparrame con gracia a todo lo ancho de la acera (por donde merodean innumerables vendedores ambulantes, con su jerga cotidiana anunciando mercancías y precios, en bandejas, cajones y carretillas. Corren sofocados, muchachas y muchachos, para conservar la juventud), las sombras se prolongan hasta la avenida, por encima de las cabezas pasan neumáticos veloces. Cristo desde el otro lado de la bahía, en lo alto, nos cuida y aún no nos anuncia las ocho de la mañana. Una fina llovizna provocada por el ímpetu del oleaje nos sorprende. Los botes se bambolean en el agua. Más allá ocasionales pescadores sentados en el muro lanzan sus anzuelos, los veo hundirse con las carnadas cerca de los pájaros que les hacen la competencia. Cruza una señora llevando su mascota atada a una correa. Tú vuelves a besarme, yo observo el reflejo del sol en el agua, rebota y se clava en tus pupilas. Las otras gentes, hombres y mujeres, dan zancadas de locos, ya se les hizo tarde para entrar a tiempo al trabajo o a donde se dirijan; Olivia, nosotros hoy no tenemos otra cosa que hacer. En la reminiscencia se escucha una voz ronca y desagradable, voz de mando. Hace frío, pero a ellos eso no les preocupa.
─¡Firme! ─nos ordena el militar.
Permanecemos de pie frente al muro rectangular. El muro se alza imponente ante nuestro espanto, frontera que nos limita los ojos y los deseos, nos retiene en la desgracia, coto cerrado, grillete que impide dar los pasos necesarios para abandonar el recinto. Los soldados vigilan nuestros gestos estúpidos pero por encima de la tapia hay una nube, un suspiro, un minúsculo albor, en alguna parte hay gente trabajando bajo el sol, cantan, pastorean su rebaño, miran pastar su caballo, su vaquita, en casa esperan las mujeres, laboran todo el día, al final de la tarde la cena huele a kilómetros del hogar, cuando la noche aflora la familia ocupa su lugar en la mesa, comparten las vivencias del día, en algún momento los embarga el cansancio, o el deseo de amarse, y sin proponérselo, son felices. Pero eso, si es cierto, ha de ser lejos, muy lejos de esta isla.
La luz del otro lado no salta la fortaleza de piedra para darnos alcance y calentarnos cuerpo y huesos, rayos que no se ven, si acaso nos llegan unos destellos de dudosa claridad. Estamos en la formación para el conteo y el suministro de los últimos fármacos del día antes de encerrarnos en las celdas para dormir.
Llueve, a nadie le importa que se nos sigan infectando las ulceraciones. Militares y personal médico llevan capas y botas de goma. Ellos y el muro se ven borrosos a causa de la lluvia. Las palomas, prisioneras en los palomares, aletean. Ellas, como nosotros, tienen frío. Nadie del otro lado sabe de nuestra existencia.
─Hernán, ¿cuál es nuestra culpa? ─me pregunta Horacio.
─Una sola.
─¿Cuál?
─Permanecer con vida ─le respondo.
Miro en derredor y solo veo muñones, cicatrices, llagas supurando. El agua corre, escapa por los agujeros del desagüe, se fuga dejándonos atrás.