La vocación de Fernando Rojas no parece estar vinculada a la dirección de un importante organismo del Estado cubano, en este caso, como segundo al mando del Ministerio de Cultura.
Pienso que se sentiría más a gusto sobre la blanca superficie de un tatami, disputando una pelea al estilo de Bruce Lee o en un cuadrilátero de boxeo, liándose a trompadas con la idea de ganar mediante un knock-out fulminante en el primer round.
Su insistente actitud belicosa apenas deja margen para tomarlo como un cuadro mínimamente creíble. La tendencia a querer resolver las discrepancias con invitaciones a duelos y respuestas cargadas de odio, en vez de usar el amplio arsenal de herramientas cívicas existentes, muestran su falta de dominio propio, de humildad y, en general, la ausencia de un fundamento cultural que lo distinga como una persona capacitada para enfrentar este tipo de situaciones desde una perspectiva profesional donde la violencia verbal, como preámbulo de una enardecida bronca, ceda el paso a la mesura y al sentido común.
Las redes sociales han destapado las conductas irracionales de un hombre capaz de partirle las costillas o rajarle la cabeza a cualquiera que le cuestione sus ideas. Se trata de un bárbaro que poco o nada tiene que ver con la estética de las diversas manifestaciones del arte y la literatura. Estamos ante un paladín de la intolerancia. De acuerdo a sus arranques de furia y deseos de hacer papilla a sus oponentes ideológicos, lo mismo dentro de la Isla que allende los mares, no dudo que posea conocimientos sobre las formas de anular a sus contrincantes con técnicas de artes marciales.
Su fervorosa disposición a fajarse tiene que estar respaldada por ciertas habilidades del combate cuerpo a cuerpo. También cabe la suposición que lo haga a sabiendas que el contrincante no se atreverá a presentarse en el escenario escogido para el intercambio de ofensas, bofetones, cocotazos y todo lo que sea útil para alcanzar el triunfo o un empate.
Pues el oponente tiene casi la derrota asegurada, bien con un puñetazo o un puntapié del ministro o a causa de la soberana tunda de parte de una escuadra de tropas especiales que permanecerá en los alrededores, para entrar en acción tan pronto aparezca el susodicho.
La escala técnica en algún hospital rumbo a la prisión, por atentar contra la vida de un alto funcionario, sería el fin de la historia.
No estoy a favor de las alusiones groseras, entre otras posturas denigrantes que suelen usarse por parte de algunos internautas para anular la reputación de sus antagonistas, pero es solo una opinión personal.
Al tomar parte en el ciberespacio se corre el riesgo de ser objeto de tales ataques. Las opciones disponibles son responder en la misma tesitura, con aplomo y sin perder los estribos o simplemente retirarse de una vez y para siempre de las plataformas digitales.
No es para que un viceministro acepte entrar de lleno, y en reiteradas ocasiones, en ese chancleteo. En cada zaragata que se arma en Facebook o Twitter, sale perdiendo sin tirar un golpe.
No se percata de que es imposible vencer en un terreno donde siempre recibirá sendas palizas virtuales.
Son nulas las probabilidades de que logre satisfacer sus deseos de sacar a relucir sus dotes de peleador. Al menos en los predios de un parque o entre las ruinas de un solar yermo.
Para eso tendría que abandonar su puesto en el Ministerio de Cultura, y ni pensar que accederá a perder tantos privilegios por sus anhelos de zanjar las disputas a golpes con todo aquel que le cuestione su defensa a ultranza del modelo de corte marxista-leninista que representa y que le permite acceder a un nivel de vida de raigambre burguesa. ¡Vaya contradicción!