En estos días, otra vez por efecto de la barbarie política, vuelve a ser noticia la singular cronista bielorrusa Svetlana Alexiévich, acosada por los órganos represivos del dictador Lukashenko. Su Premio Nobel de Literatura 2015, y los muchos y merecidos elogios que le han dedicado en todo el mundo por su obra, no significan nada para los perros policías de su propia tierra. Justo a su trascendental libro Voces de Chernobyl pertenece el siguiente fragmento, tan desolador como magistralmente escrito:
Voces de Chernobyl
En la tierra de Chernóbil uno siente lástima del hombre. Pero más pena dan los animales. Y no he dicho una cosa por otra. Ahora lo aclaro… ¿Qué es lo que quedaba en la zona muerta cuando marchaban los hombres? Las viejas tumbas y las fosas biológicas, los así llamados “cementerios para animales”. El hombre solo se salva a sí mismo traicionando al resto de los seres vivos.
Después de que la población abandonara el lugar, en las aldeas entraban unidades de soldados o de cazadores que mataban a tiros a todos los animales. Y los perros acudían al reclamo de las voces humanas…, y también los gatos. Y los caballos no podían entender nada. Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso.
Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el antiguo Egipto, el animal tenía derecho a quejarse del hombre. En uno de los papiros conservados en una pirámide se puede leer: “No se ha encontrado queja alguna del Toro contra N”. Antes de partir hacia el reino de los muertos, los egipcios leían una oración que decía: “No he ofendido a animal alguno. Y no lo he privado ni de grano ni de hierba”.
¿Qué nos ha dado la experiencia de Chernobyl? ¿Ha dirigido nuestra mirada hacia el misterioso y callado mundo de los otros?