Soñar a Cuba

Las crudezas del invierno —que en el norte del país tienen momentos brutales— suelen tentar al exiliado con el clima de su país, si éste, desde luego, es más cálido. A los cubanos se les impone insidiosamente su geografía original cuando la adquirida se torna inhóspita. En la poesía del exilio cubano del siglo XIX, la añoranza por el paisaje patrio casi siempre aparece en contraste con el entorno actual de quien escribe.

A la tentación de la geografía —magnificada por la nostalgia— se contrapone el horror de la historia; y en esto son unánimes todos nuestros poetas exiliados del período colonial, Heredia el primero. La historia contemporánea de nuestro país contamina la geografía que alguna vez fuera entrañable y nos la hace irreconocible.

Ese es el trauma que, con mayor o menor grado de intensidad, vivimos los exiliados cubanos. El país que perdimos, del que fuimos escindidos por la violencia impuesta por una banda de facinerosos, se va volviendo un sitio ajeno en el que se pervierten los hábitos y el carácter de un pueblo, se degrada permanentemente su humanidad, en tanto se tergiversa la realidad del mundo y se reescribe el pasado. Con ese monstruoso ejercicio de desfiguración, algunas personas nos llaman a reconciliarnos.

En opinión de esos pragmáticos, la supervivencia del castrismo —independientemente de la catástrofe que ha significado para el pueblo cubano— constituye su carta de legitimidad. La devastación física y moral de una nación entera ha de verse, gracias a su prolongada duración y a la profundidad de sus efectos, como substancia de una nueva realidad con la que tenemos que contar y de la que tenemos que partir para emprender cualquier empresa de cambio o ejercer la menor influencia. No se trata, como hemos creído durante mucho tiempo, de una calamidad transitoria no importa cuán extensa, sino de una naturaleza esencialmente pervertida. Cuba no es el espacio y el tiempo rescatables que insiste en imponernos la nostalgia, sino esa sentina crapulosa donde se habla una jerga de ñáñigos.

¿Por qué tendríamos que aceptar como legítima esa desfigurada realidad y, además, reconciliarnos con ella cuando el hacerlo implicaría la renuncia a nuestra razón de exiliados?  Algunos podrían respondernos —y tendría mérito— que para ponerle fin a esta dolorosa ruptura con suelo y pobladores, especialmente nuestros seres queridos. Pero si la transformación de la realidad cubana es tan irreversible, así también entonces debe ser irreparable esa ruptura que, más que una separación física, responde a un auténtico quiebre espiritual y cultural.

¿Sería entonces la respuesta adecuada, más allá del perpetuo duelo por el país perdido, una renuncia a nuestra condición de exiliados y un deliberado empeño de adaptación en el país prestado, éste o cualquier otro, por mucho que alguna vez nos agredan su clima o sus costumbres?

No creo que esta opción estaría tampoco al alcance de muchos de nosotros. Cuba es un ingrediente demasiado importante en nuestras vidas como para intentar eliminarlo sin que nuestra propia humanidad resulte mutilada. Sólo nos queda, entonces, mantenernos fieles a la memoria, al “sueño”, del país que nos falta, pero no como mero ejercicio de saudade, sino como concepto a partir del cual proyectarnos hacia el porvenir.

En el siglo XIX, la nación cubana surgió lentamente —en medio de una plantación próspera pero envilecida por la esclavitud y la ignorancia—  como la concreción del sueño de una elite de patricios y de intelectuales asociados con ellos. Ese sueño fue adquiriendo corporeidad y convirtiéndose en causa y consecuencia de conspiraciones, manifiestos, exilios, ejecuciones, guerras, propaganda internacional e intervención extranjera, al mismo tiempo que se iba creando un cierto corpus ideológico que nos iba identificando y distinguiendo.

La precoz decadencia de la república y el descoyuntamiento impuesto por la gestión totalitaria han devuelto a Cuba al sistema de plantación, con el agravante añadido de que se trata de una plantación arruinada con una población mayoritariamente envilecida. Ante esa catástrofe, no creo que lo pertinente sea pactar con los criterios de ese envilecimiento y de esa ruina —material y moral— como la única política viable, por práctica que pueda parecer y por fatigados que podamos estar. Por el contrario, se impone volver al ideal de nuestros próceres fundadores y persistir en que ese “sueño” funcione como un modelo platónico frente a la pervertida realidad del presente.


Artículo perteneciente al libro A lo largo del año, de inminente aparición en Argentina.
©Echerri 2007

 

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