No me hubiera gustado ser amigo de Rimbaud, ni de Pound, ni de la Woolf o Pizarnik o Szymborska, cuyas obras van siempre conmigo dispensándome una compañía entrañable. La devoción por la literatura –que es mi único credo– me inhibe del acercamiento personal a los escritores, tanto como favorece mi apego a las creaciones de aquellos a los que admiro. Debe ser porque pienso que el ego desbordado, la vanagloria o la perenne e insana necesidad de reconocimiento no son buenos soportes para la amistad, ni siquiera para el disfrute del quehacer literario de quienes sufren esas taras.
Claro que puedo estar equivocado, pero el argumento sirve al menos para explicarme por qué tengo pocos amigos escritores. Y entre los que tengo, la profesión es detalle accesorio. No los busco, aun cuando a veces los encuentro. Tampoco creo que el asunto le interese a nadie más que a mí. De modo que si lo he traído a colación es sólo como introito para rendir cuentas a la memoria de Lilliam Moro, de la cual sí que me hubiese gustado ser amigo, no por su condición de gran poeta cubana, sino más bien a pesar de ello.
Nos encontramos físicamente sólo en dos ocasiones. Pero bastó con el primer encuentro para que yo malograse la oportunidad de ser su amigo. De nada serviría entonces que me sintiera cautivado por su poesía desde aquel rudo verano habanero (creo que en la década de los ochenta), cuando alguien la desveló ante mis ojos como quien señala un OVNI, luminosa, lejana y un tanto inverosímil, debido quizás a su carácter de tema prohibido.
Las circunstancias que marcan el inicio de mi acercamiento a sus versos, más los versos mismos, de genio orive, brillantes y firmes, ajenos a toda verbosidad y a cualquier tipo de ornato que no emane de un personalísimo instinto embellecedor, me condujeron a distinguir inmediatamente a Lilliam como una poeta de rara casta. Incluso estuve a punto de creer que era extranjera. No porque fuese imposible hallar buena poesía cubana en esa época, sino porque la suya no se emparentaba con ninguna que yo conociera.
Poemas ahormados con sutil maestría para dar entidad a lo simple, o para descolgar a ras del suelo las más caras sensaciones y experiencias: “Desde una ventana abierta a la noche/todas las ciudades son iguales/cuando se espera lo que no vendrá”. Versos que comprimen sus néctares buscando equilibrio entre la elevación y el descenso: “La posteridad ha pasado de moda… todo cielo es inútil”. Símiles tersos, con giros que imprimen una muy especial delicadeza hasta en las pulsiones más hoscas: “No rompas el espejo que te pongo delante/porque en cada trocito habrás multiplicado/lo que no quieres ver”.
Las claves del estilo poético de Lilliam, ingénito, connatural, me ayudaron en alguna medida a comprender por qué era una extraña en su país y muy probablemente en cualquier otro. Encontré razonable entonces que sus versos y aun su nombre permanecieran fuera del alcance público en una isla cuyos estamentos culturales sufren por ley la imposición de lo simétrico y lo insulso. Más tarde iba a saber que en el exilio, aunque le fuera mucho mejor con su obra y aun cuando nunca le faltaran amigos fieles, tampoco lograría hallar su Ítaca. La patria de los poetas poetas es el éter, por mucho que insistan en reconocerse afincando raíces en algún rincón de la tierra. Son criaturas alígeras.
Transcurridas más de tres décadas luego de aquella aproximación inicial a sus versos, la vi por vez primera, en Miami, justo en la tertulia La Otra Esquina de las Palabras, en Café Demetrio. Yo había leído ya casi toda su obra publicada, pero conocía muy poco sobre su persona. Este último detalle, junto a mi carácter sumamente distraído y a mis inexcusables poquedades en materia de relaciones sociales, propiciaron que al aproximarme a su mesa para comprar un libro que ella acababa de presentar, no le dirigiera no digamos un saludo de elemental cortesía, ni siquiera una leve mirada. Cuando tuve conciencia de la mala pasada en que incurrí, ya no estaba a tiempo de enmendarla. Y debo confesar que tampoco me hubiera interesado hacerlo si no llego a enterarme muy pronto de que la esencial transparencia de Lilliam como ser humano, su bondad, su sencillez y modestia, eran cabalmente proporcionales con su grandeza poética.
Al saberlo, decidí pasar por el apuro de disculparme con ella, enfrentando el riesgo de que me devolviese hielo por hielo. Pero no ocurrió así. Lilliam no recordaba el incidente, o eso me dijo. Tal vez ni siquiera había reparado en mi presencia aquel día del primer encuentro en la tertulia, aunque tuvo la delicadeza de no que confesarlo. Así que no me fue propicio el momento para dar cauce a los silencios que llevaba atravesados en la garganta. Tuve, en cambio, el privilegio de conversar a mis anchas con ella. La irradiación de sus pensamientos, agudos, reflexivos, serenos, muy en especial su manejo de la ironía, finísima y siempre a flor de labios, fueron un estímulo extra para que valorase cuánto me hubiera gustado ser su amigo. Mas la muerte se interpuso.
A no ser que tengan razón los físicos cuánticos respecto a la muerte, que no existe, según ellos, pues nuestra conciencia apenas abandona el cuerpo en forma de energía para pasar a un estado distinto, sólo Dios sabe dónde y bajo qué nuevas circunstancias. Si así fuera, no pierdo entonces la esperanza de llegar a ser amigo de Lilliam. Quedaría por confirmar si ella está dispuesta a concederme otro encuentro, en conformidad con aquello de que a la tercera va la vencida, y además de acuerdo con que mucho mejor que en el paraíso de los hipócritas, ambos preferimos volver a vernos en el infierno de los justos.