El objetivo de restaurar una Rusia imperial, antes de la invasión a Ucrania, parecía viable debido al poderío que, en el papel, poseían unas fuerzas armadas rusas que habían hecho un gran esfuerzo por modernizarse desde principios de siglo, cuando Vladimir Putin llegó al poder. Compraron nuevos tanques, aviones, rifles, cohetes nucleares, submarinos, pero no en suficientes cantidades. Gran parte del equipo militar de Rusia, debido a su debilidad económica, sigue siendo el mismo de la URSS. En realidad, la débil economía rusa nunca pudo producirlo en grandes cantidades.
Hace solo dos semanas, los analistas de inteligencia occidentales advertían que en menos de 48 horas la aplanadora militar rusa llegaría a Kiev.
Sin embargo, lo que no se veía en la superficie es que Rusia continúa atrapada en las contradicciones, vicios, limitaciones y corrupción endémica heredadas de la URSS. El lastre soviético sale ahora a la palestra con el fiasco del mini blitzkriegcito putinesco y potemkiano. En realidad, hacía falta una prueba un poquito más dura que Chechenia, Crimea o Siria para probar si los militares rusos estaban listos o no para restaurar el imperio.
Nyet. En la campaña de Ucrania, la prueba a resultado negativa. Equipos que implosionan por falta de mantenimiento y abandonados, deserciones masivas, varios generales y altos oficiales muertos, soldados mal entrenados, falta de comida y gasolina, carencia de radios, casos de desmoralización, carencia de mapas, soldados perdidos en los bosques, incapacidad de la fuerza aérea de predominar y un autócrata aislado que lleva más tiempo en el poder que Joseph Stalin y que además no acepta que lo contradigan, etc.
Son síntomas de aquellos problemas endémicos que la sociedad soviética nunca pudo superar y ahora vemos que tampoco se han podido eliminar bajo el autoritarismo de Putin. Lo que vemos en Ucrania respecto al desempeño de las fuerzas armadas rusas, debería ser incompatible para un país con aspiraciones imperiales, aspiraciones que fuesen sostenidas por un basamento material más sólido. En ausencia de ello, se nos presenta un escenario Potemkin, una Rusia que sigue siendo solo un gigante nuclear, una mediocridad convencional con pies económicos de barro. Básicamente, un país tercermundista con armas nucleares y un ejército más parecido al de Saddam Hussein que al de los Estados Unidos.
No haberse liberado de ese lastre heredado de la URSS, unido a la gran tradición autoritaria rusa, transmitida desde la época del zarismo, amarraron al gigante asiático-europeo a un modelo económico y político incapaz de dar sostén material al sueño del nuevo Zar, exactamente lo opuesto de lo que ocurrió en China, donde el Estado logró modernizar su economía y donde se construyen unas fuerzas armadas tan avanzadas tecnológicamente como las de Estados Unidos.
Vladimir Putin necesitaba una Rusia moderna, ágil, eficiente, libre, pujante económicamente para poder rehacer su sueño imperial. Irónicamente, fue el mismo Putin quien frenó que pudieran solventarse las contradicciones estructurales heredadas de la URSS, al imponerle al país, después de Yeltsin, una cleptocracia corrupta en la cúpula, mientras rearmaba la histórica opresión a la gran masa de siervos sin derechos en la base. Debido a lo anterior, Putin garantizó que Rusia nunca se recompondría como potencia mundial.
Como ocurrió en la URSS, los siervos siguen inventando y robándole al Estado para sobrevivir y los corruptos jefes de empresa hurtando los recursos al país para depositarlos en el exterior. Pobre Rusia, país donde la autocracia parece una maldición sin fin.
Putin carga con gran parte de la responsabilidad por el fiasco de la operación militar en Ucrania y lo que podría devenir en un doloroso fracaso estratégico para Rusia y para él mismo, el fin de su régimen.