Con la poesía de Rodrigo de la Luz (Las Villas, 1969) no suele haber términos medios. Es dueño de un registro impredecible en el que el humor, la nostalgia y ciertos tics surrealistas confluyen en una suerte de estética naif, a ratos lúdica. Sobre él ha dicho el también poeta Alexis Rosendo Fernández:
“Un poeta no es siempre cosa fácil de encontrar (…) El mismo ‘ángel de la jiribilla’, constantemente nos traiciona. Sonríe, se compadece y nos besa la frente dejándonos con nuestros propios retos, en nuestras ‘noches más oscuras del alma’… como debe ser. Rodrigo de la Luz fue el primero que salió a las calles de Miami a vender sus libros en las esquinas. El que presta atención a los perros callejeros o invita a desayunar a un homeless mientras comparte sus migajas con las palomas y fotografía a los caracoles de la playa».
El poema Nada tengo, de Rodrigo de la Luz:
Nada tengo, nada soy.
Fotos de tantas tumbas me persiguen
que sólo alcanzan mi piel
al peor grito de la desnudez.
¿Qué penumbra me arropa?
¿Qué dedo me sentencia?
Todo el zafir y la plata de aquella mujer
no alcanzaron a comprar esta premura.
Me escurro, me evaporo.
Tarareo una alegre canción en la memoria.
Soy como un rosicler de panacota,
como un mendigo con corona de oro.
Discurro ruidoso entre la gente,
y no me ven.
Otras veces, umbrío y desgañitado
todos advierten mi presencia.
¡Como una aparición!
Lo que hace un tiempo era asombro
se ha convertido en rutina.
Sujeto fuerte en mi mano esta tiza
como única pertenencia.
Nada tengo, nada soy.
Escribo sobre la acera esta última palabra:
Libertad.