Parece que al fin Cuba ha dejado de ser faro para la rancia progresía internacional. Es otro de los beneficios que nos reportó la rebelión popular del 11 de julio de 2021. No el único ni el más importante, pero gran validez tiene como indicador del sacudión que ha impuesto a nuestra historia el levantamiento espontáneo y pacífico de aquellos valientes a los que muchos creímos no aptos ni dispuestos para semejante proeza. Si los izquierdosos de foro y gabinete se atragantaron con sus bobadas sobre las conquistas de la revolución. Si ya no pueden abrir la boca sin quedar expuestos como lo que son, unos cretinos con globitos. Y si a la hora de proponer modelos no encuentran en la Isla sino a un espantajo tan obtuso como Kim Jong-un y aun menos potable que Maduro, se debe en mucho a las revelaciones del 11J.
Es algo que no había ocurrido ni con la caída del castillo de naipes del socialismo en Europa, tampoco con la muerte de Fidel Castro. Los sucesos del 11J representan sin duda el más aleccionador y trascendente episodio de nuestra historia a lo largo de seis décadas de dictadura castrista. Tendremos que aprender a sospesarlo con perspectiva de futuro. Y habrá que seguir extrayendo de sus enseñanzas algunas claves básicas para encarar el presente.
Ocurre, sin embargo, que una vez atenuados la emoción y el asombro de los primeros momentos, no son pocos los que (dentro y fuera de la Isla) vuelven a sentirse abatidos por la fuerza bruta del régimen y retoman dos viejos discursos que en este caso sí contradicen a las claras la principal de las lecciones que nos dispensó el 11J. De acuerdo con ambos discursos, que en realidad son dos partes de uno solo, no hay otra forma de enfrentar al régimen que no sea con las armas en la mano, ojo por ojo y diente por diente. Si no es así, cualquier intento de rebelión, por masivo que sea, va a resultar siempre inútil, por lo que no valdría la pena, tal y como –según este discurso– nos ha demostrado la reciente experiencia.
No digo que el argumento carezca de lógica. Digo que carece de razón, si es que vamos a mirar las cosas con la responsabilidad y con la hondura que requieren las actuales circunstancias de nuestra historia. Que en un inicio la dictadura se crea blindada por el abusivo arrasamiento de sus hordas fascistas contra la población indefensa, o por sus miles de inocentes presos, torturados y condenados en juicios sumarios, o por el tranque de Internet y la creación de nuevas leyes censoras o de organismos de corte estalinista o hitleriano, como el flamante Instituto de Información y Comunicación Social con rango de ministerio, eso es algo que no debiera sorprender sino a los ingenuos. También a quienes suelen observar nuestra realidad desde la estratosfera, una altura que quizá no les permita ver hasta qué punto el castrismo salió derrotado por sus propias armas de los sucesos del 11J.
Por supuesto que, en el caso de Cuba, arremeter bélicamente contra las hordas represivas de la dictadura no implicaría un acto ilegal. Suponiendo que a la población le resultara humanamente factible (aunque ya sabemos que no) conseguir la mínima cantidad de armas que se necesitan para enfrentar tal poderío armamentístico, que incluso cuenta con posibilidades de seguir aumentando y modernizándose gracias a la complicidad de algunos poderosos socios del exterior. Dejemos, no obstante, por descontado que si los cubanos tuviesen la posibilidad de equiparar sus fuerzas con el poder bruto de la tiranía, a ninguna organización internacional le asistiría el derecho ni la moral para censurarles o impedir que lo hicieran.
Desde Sócrates hasta Martí, son muchos los grandes pensadores de la historia (personas por demás moralmente intachables) que aprobaron la sublevación contra los gobiernos opresores, no sólo como un derecho sino incluso como un deber de la ciudadanía. Ya en el siglo XVII, John Locke, sabio e incansable luchador contra el absolutismo monárquico, categorizaba la cuestión mediante postulados que hoy conservan total vigencia, al sostener que el resultado de un ejercicio fallido por parte del poder (atropellando los derechos elementales de la gente) debe ser observado no sólo en la desobediencia o rebelión del pueblo, sino en la pauta que a éste se le da para ejercer otro derecho: la disolución del gobierno. Para el ilustre filósofo Henry David Thoreau, enemigo del esclavismo, lo justo no era cultivar el respeto por la ley (que puede ser manipulada), sino el respeto por la justicia. Por su lado, Martí sentenció en 1882: “Bien es que merezca ser echado de la casa de Gobierno, quien para gobernar haya de menester, en vez de vara de justicia, de puñal de asesino”.
La cuestión entonces no es si resulta lícito o no que la población le aplique al régimen su propia medicina. Tampoco radica en el hecho de que esa proyección está condenada a ser paralizante, por inviable. El gran asunto es hasta qué punto podría ser peligrosa y dañina históricamente. Todavía más en una nación como la nuestra, que desde su mismo nacimiento ha padecido el dominio patriarcal impuesto a la fuerza y la maldición política del quítate tú para ponerme yo. Así que acudir a las armas sería como destapar la botella donde yace el gigante (al acecho), sin la menor posibilidad de controlar sus reacciones cuando ya se vea suelto, puesto que nadie puede prever los extremos a los que conduce la violencia.
El propio Martí, sabedor de que en todo hombre puede germinar la semilla de un déspota, tuvo a bien advertirlo, aunque durante más de un siglo nos pasáramos la advertencia por el forro: “Una revolución es necesaria todavía: ¡la que no haga Presidente a su caudillo, la revolución contra todas las revoluciones”. Con lo cual, al tiempo que legitimaba el enfrentamiento contra un gobierno violento y opresor, insistía en la utilidad de no combatirlo con sus propios métodos debido al enorme riesgo de que la historia termine repitiéndose.
Desde luego que en estos asuntos, como en cualquier otro, pero sobre todo en estos (en los cuales lo que está en juego es la integridad física de cada cual), nadie tiene el derecho de sentar pautas ni de convocar a la gente para que haga lo que no encaja en sus planes. Y al menos según lo veo yo, la gran mayoría de la gente en Cuba anhela dejar atrás de una vez la cruel y cavernícola inutilidad de la dictadura, quieren libertad, pero desean vivir para disfrutarla. No en balde el eslogan “Patria y Vida” fue enarbolado entre las primeras demandas del 11J.
Los años y las calamidades no pasaron por gusto. Tampoco han ocurrido en balde (ni siquiera para quienes sobrevivimos en el limbo de un país cerrado a los avances de la vida real) las conquistas que en materia de derechos humanos y democratización exhibe el mundo en estos umbrales del siglo XXI. Por más que la miseria material haya postergado su florecimiento y la represión acalle sus voces, en Cuba han venido formándose en los últimos años nuevas generaciones que piensan y proyectan sus propios planes ajenas al hueco sonsonete oficial. No todos los cubanos de adentro desconocen y desatienden los valores del espíritu civilizado, no todos planean ya irse al extranjero como disyuntiva para desarrollar una existencia de seres humanos normales, no para todos cuentan los frijoles como única prioridad. Definitivamente, nuestra isla no es el corral en que quisieron convertirla.
Estas clarificaciones fueron también develadas por la rebelión popular del 11J, quizás el acontecimiento más propicio de toda nuestra historia para inspirar y aportar las bases con que al fin pueda ser materializada la revolución contra todas las revoluciones que propuso Martí.
Texto perteneciente al Dossier ‘El 11J en contexto’, del número 17 de Puente de Letras