Al interior del mercado libre, en un marco en el que la demanda –salvo excepciones– desdeña lo literario cualitativo, el intelectual típico suele sentirse descolocado, cuando no ninguneado. Su producto no se vende: la gran masa no lo compra. El capitalismo es «injusto», concluye entonces, porque no valora en su justa medida su talento, su obra, su currículo, su capacidad.
Así, el intelectual descolocado reacciona atacando el sistema y, en consecuencia, defendiendo regímenes dictatoriales por el estilo del cubano, que suelen subvencionar lo “insubvencionable” (¿sería justo, por ejemplo, que en una Cuba libre subvencionáramos a Abel Prieto o a Alpidio Alonso?). Así, la crítica antisistema de mucha intelectualidad prototalitaria tiene su génesis en el puro interés personal.
Afortunadamente, no siempre la sangre llega al río. Muchos escritores cubanos, luego de haber pasado por el muy pedagógico Gulag tropical, están vacunados contra el antiamericanismo feroz con que tanta intelectualidad latinoamericana y europea se lava las manos. No obstante, persiste en ciertos estamentos ese victimismo cuasi suicida consistente en echarle la culpa al mercado, o simplemente a la incapacidad del consumidor promedio, de la flaca repercusión alcanzada por sus libros. Ello suele generar en el escritor una actitud autocomplaciente, o abúlica, que en nada contribuye a la difusión de su obra.
Hace poco fui incapaz de explicarme adecuadamente a propósito del tema, cuando unos amigos me echaban justamente en cara cómo podía pedirle yo a los escritores que “bajaran el nivel” o adecuaran el nivel –para llegar al gran público– luego de haber escrito cosa tan «intrincada» como la novela Erótica. Pero no se trata de bajar el nivel –nunca quise decir eso–, sino de ser más listos a la hora de vender, o presentar, el producto, el libro en sí mismo. No se trata de adulterar el contenido sino de ajustar la forma, tan determinante en este tercer milenio de redes sociales y teléfonos inteligentes.
No tiene que renunciar el escritor a un estilo o a unas convicciones para promocionar inteligentemente su obra, para “empaquetarla” con propiedad, para situarse en la época y la realidad circundantes. La clave puede estar en la confección de una portada atrayente, o en un título seductor, o en un oportuno punto y aparte final (en evitar la metatranca y resumir todo lo que se pueda), etc.: en la perspicaz mezcla de todo ello y mucho más. Y por supuesto, en la forma e intensidad con que se publicita el producto. En este sentido, se abre un mundo de posibilidades en los tiempos que corren y hay que estar dispuestos a servirse de él.
Lamentablemente, los escritores no suelen ser buenos vendedores, o publicistas. Esto es comprensible. ¡Pero no le echemos la culpa a los lectores!