A mi abuela le encantaba contarme la historia de ese día en que ella estaba planchando, como cualquier día de su vida, porque mi abuela era una de esas personas que al nacer les amarraron a una mano una plancha y a la otra un jabón candado. A mí me encantaba escuchar la historia de ese día en que ella estaba planchando y llegó un primo y una vecina contagiados por el alboroto de la calle, por la algarabía de los entusiastas.
-Elia, ¿pero qué tú haces planchando, muchacha? ¿Tú no sabes lo que está pasando?
Y con la misma el primo le desconectó la plancha de su único enchufe y le puso la radio.
-Elia, ¡vamos! ¡Hay que salir a la calle! ¿No escuchas lo que está pasando afuera? Llegaron los revolucionarios. Elia, se acabó la dictadura, ¡llegó Fidel!
El primo salió corriendo como mismo entró, llevándose a la vecina y su emoción con él.
Mi abuela, otra vez sola en la habitación, desconectó la radio de su único enchufe y volvió a poner su plancha. Y siguió planchando, con un escepticismo sabio. El más hermoso defecto de mi abuela consistía en no creer.
Mi abuela era esa persona que me preguntaba hasta cinco veces en un mismo día si la quería. Mi abuela era esa persona que afirmaba hasta cinco veces en un mismo día que yo no la quería. Mi abuela era esa persona que solo conocía, de la vida, el esfuerzo del trabajo. Mi abuela era esa persona que vivió dos dictaduras, sin descanso, sin la emoción de un receso, porque nunca creyó.
Cuántas veces tenía que tragar en seco, con mi estómago aburrido, medio vacío e infantil, viendo el dedo índice de mi abuela, con el que intentaba mostrarme el grosor de tal chocolate o tal golosina que ella pudo comprar con un centavo y que en mi vida yo había visto. Ella recordaba, no sé muy bien por qué, los precios, las medidas exactas, los colores del diseño de las envolturas, y el nombre de cada una de sus golosinas preferidas. Y tampoco sé por qué insistía en contármelo a mí, que poco de envolturas y colores y sabores conocía siendo una adolescente en los 90s.
Mi abuela vivía así su resistencia. Nadie ni nada podría ser mejor. Aunque lo de antes fuera luminoso para algunos y no para ella, al parecer lo prefería. Mi abuela meciéndose en su sillón era la principal “enemiga” de la revolución. No había forma de que pudiera ver la imagen de “tu amigo”, como ella decía hablando en código, en un televisor o una foto: su indignación era tal que prefería irse a la cama aun cuando la noche no refrescara y fuera insoportable la idea de dormir con semejante sopor. Mi abuela era una persona pobre, malgeniada y trabajadora, que nunca creyó en héroes ni en revoluciones.
A veces siento un poco de pena por mi abuela, que ni en principio pudo darse el lujo de la ilusión de un porvenir. Ella se dedicó a protestar desde su sillón, a resistir desde allí. A veces pienso que mi abuela era un poco como Cuba, que pasó de mano en mano, de sistema en sistema, ignorada, burlada, sin que nadie le preguntase qué pensaba o qué quería ella para sí misma. Y así envejeció.
Cuba es mi abuela en su sillón y después en su lado del sofá, y después en su butaca. Los muebles van cambiando porque el tiempo los deshace y ella, recia, sólo envejece. Sigue en pie, pero se olvidó por qué está de pie, o por qué está sentada. Solo se dedica a resistir los ciclones, las medidas, los calores, la subida de los precios, la escasez, las muertes, la separación, los bisnietos que sólo conocerá por fotos. Resiste eterna, con la tristeza de quien entiende todo y dice nada.
El significado de la palabra resistencia es variado. Entre las acepciones se encuentra:
Resistencia, acción de Resistir:
– Mantenerse [alguien o algo] en un estado determinado durante cierto tiempo. ¿Cuánto tiempo será cierto tiempo? A mi abuela no le alcanzaron sus 95 años.
– Oponerse [una persona], con fuerza y vehemencia, a hacer, permitir o consentir algo. Quitar la vista del televisor, molesta, e irte a dormir indignada, al parecer no era suficiente.
– Sufrir un padecimiento físico o moral, o a una persona que lo causa, sin dejarse vencer por él y, a menudo, sin quejarse o tratar de evitarlo.
Y finalmente encuentro este significado que me desborda, que me hiere en mi inercia. Mi abuela ya estaba cansada de trabajar desde sus seis años montañas de ropa de clase media, y a pesar de que nunca creyó, se mantuvo firme en su no creer. Pero nada más. Ella, siendo honesta conmigo misma, poco podría haber hecho.
Siento que este significado último es el resumen agrio de la historia de mi abuela, y de la Cuba de los últimos 60 años. Y encuentro entonces que la palabra resistencia, muchas veces usada para realzar la entereza de las luchas, puede entenderse también hacia el lado contrario. Que en la resistencia la fuerza se agota y termina debilitándose si no se convierte en otro tipo de esfuerzo. Si la resistencia se mantiene como tal, sería como aceptar ser la válvula de escape escandalosa que termina apagándose, esperando un estallido que nunca se dará, pues para eso son las válvulas, para dejar escapar en pequeñas dosis —ruidosas sí, pero inofensivas— pequeñas porciones de gritos de libertad abaratados. Si la resistencia perdura, estamos manteniendo el estatus que supuestamente queremos romper. La resistencia debería ser un estado de no permanencia, si no, deviene simplemente en Normalidad.
Resistencia no. Disidencia.
Hoy es 31 de diciembre de 2020, faltan unas horas para que empiece otra vez todo, para que otra vez llegue ese día en que mi abuela conecta su plancha y como primer acto de resistencia sigue planchando.
Texto ganador (compartido) del concurso Qué pasa Cuba