Réquiem por una educación cubana verdaderamente cívica

Nunca hice nada por casualidad, ni ninguno de mis inventos llegaron por accidente; llegaron por el trabajo.

                                                                 Thomas A. Edison

El debate sobre la educación en la Cuba posterior a 1959 es, sin lugar a dudas, el menos transitado. Tema puntual, pero que muy poco se ahonda desde los escenarios donde se discuten las premisas hacia una transición democrática en la isla. 

No obstante, para no pocos cubanos ha resultado erróneo haber cedido toda la responsabilidad de la formación del llamado “hombre nuevo” ‒que no fue otra cosa que la instauración del pensamiento unidireccional en la educación y la percepción maniquea del mundo‒ a la revolución castrista que, a porrazos, blanqueó toda la historia cubana anterior a su arribo al poder.

Es por ello que la publicación de un volumen como Instituto Edison: Escuela de vida. Visión, obra y legado de la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez, de Armando Añel, puede considerarse como imprescindible y sumamente necesario si queremos abordar, a cabalidad, cualquier discusión en torno al devenir de Cuba libre de las ataduras y mordazas del castrismo.

La educación y la formación de valores morales y cívicos que instauró el Instituto Edison ‒fundado en 1931‒ es considerado un paradigma en la historiografía cubana, pero silenciado veintiocho años más tarde por un sistema educacional que basaría sus fundamentaciones educacionales en el marxismo-leninismo y los principios pedagógicos de Antón Makarenko.    

En Escuela de vida se nos devuelve, a través de irrefutables testimonios, la impronta que nos legó esta institución sobre el sentido práctico de los planes de estudio en la escuela. Pero desde un concepto de escuela que, para la propia Dra. Ana María Rodríguez, debía romper con cánones anquilosados:    

“[…] La escuela moderna tiene que crear para el niño un ambiente de estímulo, de solidaridad, de vida activa, de afectuosa protección, de amor al trabajo, creando hábitos de verdadera honradez, cultivando su mente, haciendo sano y ágil su cuerpo, sana y limpia su alma. Que amen el arte en todas sus manifestaciones a la vez que ejerciten sus músculos y se hagan fuertes y disciplinados. Todo ello en provecho del niño, de la familia y de la patria. La verdadera escuela educa e instruye no con el falso concepto que de la instrucción y educación tiene la escuela antigua, sino que instruye y educa en la más amplia y moderna acepción que estos vocablos tienen […]”.

En este sentido Escuela de vida señala, a través de las interrogaciones de Natalia Goenaga ‒exalumna de esta institución‒, los resortes que develan por qué el sistema de educación de este colegio fue singularmente avanzado:

“[…] ¿Por qué, tras 1959, el cubano exiliado se adaptó tan rápido al sistema de vida en los Estados Unidos? ¿Por qué se sintió como en casa? Pues porque de cierta manera dábamos continuidad a un patrón de conducta al que habíamos accedido por medio de la educación recibida en Cuba; educación influida, entre otros factores, por una metodología de la enseñanza norteamericana […]”.

E inmediatamente el autor contextualiza en cuáles circunstancias históricas se adecuaron las prerrogativas que ubicaron al Instituto Edison como academia rectora en la educación y formación de una sociedad civil francamente renovadora:

“[…] Son los tiempos en que en Norteamérica gana adeptos el método de educación experimental impulsado por el filósofo y pedagogo John Dewey, cuya influencia sobre el Instituto Edison, así como sobre la enseñanza cubana en general, resultará apreciable. Dicho método partía de un concepto pedagógico que estimulaba la iniciativa, el espíritu de empresa y las habilidades innatas del estudiante en detrimento del aprendizaje rígido y la adquisición reglamentada del conocimiento, porque Dewey estaba convencido de que el sistema educativo vigente a finales del siglo XIX en los Estados Unidos no preparaba adecuadamente al futuro ciudadano para vivir en democracia […]”.

Escuela de vida, donde confluyen además el ensayo histórico, la investigación y la crónica, es un documento categóricamente vigente que emplaza los actuales dogmas educativos en Cuba anclados, como ya hemos señalado, a un sistema educativo y de formación de valores y principios cívicos que no se permite a sí mismo la revisitación, y que contiene más adoctrinamiento que metodologías diversas para la formación del pensamiento. 

Desde los conservatorios ‒que tenían validez académica y que sumaba un Conjunto de Mandolinas, uno de Guitarras, un Cuerpo de Ballet, un Conjunto Coral y otro de Declamación‒ y un museo de Historia Natural; hasta canchas deportivas, estaciones de radio y clases nocturnas de Comercio, conformaban el universo del Instituto Edison, constituyéndose en una institución previsora donde sus estudiantes encauzaban sus verdaderas vocaciones. Con una narrativa evocadora, exquisitamente literaria y de rigurosidad histórica, Escuela de vida nos traslada a una que es difícil no extrañar:

“[…] En enero de 1934 la Escuela de Comercio abre sus puertas, y en su momento cimero contó con una Oficina de Control con práctica de archivos, máquinas de calcular, mimeógrafos, dibujos, trabajos de librería, manejo de aparatos de calcular […]. La asignatura Journalism tenía como método práctico, por ejemplo, la redacción y publicación de la revista Commercial Herald en español e inglés, a cargo del Dr. Charles Yribarren. El Banco Escolar de Ahorros ofrecía a estudiantes, profesores y empleados los servicios de una organización bancaria moderna, que funcionaba con equipos de alumnos de tercer y cuarto año que se desempeñaban como tenedores de libros, cajeros, auditores, etcétera, efectuando transacciones reales con dinero real entre las manos. En la clase de Shorthand el estudiantado aprendía a tomar dictados en inglés, en Bookkeeping a llevar libros de contabilidad en ese idioma y en el English Laboratory perfeccionaba su pronunciación acostumbrando el oído a través de un arsenal auxiliar que incluía discos, aparatos individuales, grabaciones de la pronunciación propia y otros recursos […]”.

El repaso que hace Escuela de vida sobre la formación de los alumnos en la libertad de prensa que propició el Instituto Edison es sumamente puntual. Revela la integralidad de una institución educativa que supo avizorar cuáles son los presupuestos para formar individuos, pero desde la plenitud de los derechos y libertades individuales: componentes irremplazables para consumar una sociedad civil realmente empoderada en todos los estamentos de la vida cívica.

“[…] Transmitido por C.O.C.X. onda corta y C.M.X. onda larga, ambas de la Casa Lavín, en cadena con la C.M.C.Q. de García Serra en la Víbora y la C.M.G.H. desde la provincia de Matanzas, el programa Hora de Radio del Instituto Edison era transmitido los domingos, en horario extraescolar […]. La Hora de Radio del Instituto Edison consiguió colocar en el mapa nacional e internacional al colegio de los hermanos Rodríguez, inaugurando una modalidad educativa que, por su importancia en la formación del carácter y en el desarrollo de las habilidades creativas del estudiante –en música, locución, declamación, etcétera–, estableció precedentes en el ámbito de la enseñanza cubana. En 1935 el Instituto Edison da un paso decisivo en la consolidación del programa radial, al construir dentro de la escuela sus propios estudios. Desde ellos, por control remoto a RHC Cadena Azul y C.M.C.Q., la Hora de Radio del Instituto Edison se mantuvo en el aire hasta finales de 1960 […]”.

Como bien señala el autor de Escuela de vida, la implementación y difusión de la actividad deportiva fue también una premisa, más allá de una asignatura complementaria, para los fundadores del Instituto Edison. La trascendencia de estimular la práctica deportiva para este colegio se explica en las propias palabras de Luciano Rodríguez Gutiérrez, responsable de Educación Física y Deportes en el Instituto Edison:

“[…] Conviene aclarar que, desde su fundación, el Instituto Edison se trazó una línea de conducta en materia deportiva que ha seguido en todas sus partes. El deporte lo practicamos como principio, no como finalidad. Hacemos deporte por los beneficios que reporta al organismo escolar, aprovechando, naturalmente, el estímulo que la competencia despierta en los niños. Con esta divisa nos lanzamos a la palestra deportiva. Es necesario advertir que el Instituto Edison cultiva los deportes mirando siempre a los beneficios que el alumno recibe con su práctica, sin importarle, las más de las veces, la calidad de los teams que logra reunir o preparar […]”.

Más allá de una mera tesis, los logros que el Instituto Edison logró en materia deportiva estuvieron a la misma altura de aquellos otros que habría de alcanzar en disciplinas como las ciencias, el comercio, las lenguas extranjeras y el periodismo:

“[…] El Instituto Edison se inicia en el deporte oficial en diciembre de 1934, participando exitosamente en el Campeonato Femenino de Baloncesto de menores de quince años. En esa oportunidad la institución logra su primera victoria contra el equipo del Colegio la Estrella, entonces invicto en la categoría. Desde ese momento, y hasta 1960, el plantel participa en prácticamente todas las competencias organizadas por los distintos organismos intercolegiales que existían en la mayor de las Antillas, como la Asociación Atlética Femenina, la Federación Atlética Intercolegial, la Liga Intercolegial de Cuba, la Asociación Cubana de Voleibol, la Federación de Kickingball y la Liga Intercolegial Cubano-Americana […]”.

Absolutamente nada escapa a la rigurosidad con la cual Armando Añel rescata este capítulo de la historia de Cuba ‒el Instituto Edison‒, y que tiene que ser redimido si acaso se entiende que solo volcados en la memoria y la responsabilidad histórica se llega a ser enteramente libres.

Y es que Escuela de vida no es simplemente una indagación al pasado, ni una reseña o guiño sobre un período educacional de la república. Es la devolución de un empeño que se convirtió por sí mismo en un referente mundial que marcaría un antes y un después en la consolidación de un sistema académico que nunca debió ser truncado tras la llegada de la llamada Revolución.

Exhaustivamente visionario, el Instituto Edison adentró también a sus estudiantes en los conocimientos básicos del funcionamiento bancario:

“[…] La apertura del Banco Escolar del Instituto Edison, en 1952, constituiría un hito en la trayectoria de la Escuela de Comercio del colegio, y aun de la institución en su conjunto. La idea de abrir el departamento correspondió al profesor de Contabilidad Pedro Fernández Roig, quien contó con la entusiasta colaboración del Dr. Charles Yribarren, a la postre encargado de impartir, en el propio local, las clases de práctica bancaria. En el Banco Escolar los empleados, alumnos y profesores del centro podían depositar sus ahorros recibiendo los mismos beneficios que en cualquiera otra institución financiera. El Banco Escolar no operaba con dinero simulado, así que los alumnos de tercer y cuarto año de la Escuela de Comercio que realizaban sus prácticas en él podían desarrollar sus operaciones y transacciones al calor de una mecánica bancaria rigurosa, en el marco de un departamento que funcionaba en tiempo real con dinero real. Se trabajaba con hojas de depósitos, cheques y libretas oficiales con anotaciones verdaderas, en las que aparecían las iniciales de los empleados a cargo de cada operación. En la primera libreta de ahorros expedida por el Banco Escolar, para uso de los alumnos y el plantel en general, podía leerse que al abrir una cuenta en dicho establecimiento debía manifestarse el nombre, dirección y ocupación del depositante. Que los depósitos debían ser entregados al cajero, único oficial autorizado para recibirlos. Que, por añadidura, todos los depósitos debían ser entrados en la libreta por el tenedor de libros. Se leía, además, que los intereses serían calculados al tipo y condiciones que el banco estableciera de tiempo en tiempo. Que el depositante podía inquirir en cualquier momento el tipo corriente de interés. Y que no se abonarían intereses sobre depósitos que hubieran permanecido en el establecimiento por menos de un mes. El Banco Escolar del Instituto Edison, que llegó a contar con más de treinta mil pesos en fondos disponibles, concedía préstamos de hasta cincuenta pesos mensuales a maestros y trabajadores. Las operaciones bancarias de los alumnos-empleados se efectuaban en inglés, lo cual constituía un beneficio extra para la matrícula de Comercio […]”.

Si partimos del postulado que conlleva a la pregunta de la antropóloga cubana Hilda Landrove Torres ‒“qué tipo de imagen podría ayudarnos a abandonar la idea de una nación hecha y, con ella, también la idea de una nación rota, porque rota significaría que antes estuvo entera y ello solo nos llevaría a construir un puente hacia la nostalgia del pasado”‒ tendríamos que, por antonomasia, revisitar las cardinalidades del Instituto Edison como punto de partida para la reconstrucción de esa nación.    

Para imaginar, o crear la imagen, de una nación por construir, habría entonces que leer y releer este volumen que, gracias a Armando Añel, nos recuerda cómo el Instituto Edison replanteó, durante toda su existencia, el camino hacia una educación cultivadora y cosechadora de libertades, de empoderamientos, de civismo, de democracia.

Confrontar Instituto Edison: escuela de vida. Visión, obra y legado de la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez deja esa sensación maravillosa que implica el redescubrimiento de uno mismo en medio de la nada. De cualquier manera, una reseña ‒esta‒ no alcanza para todas las preguntas ni para las respuestas:

“[…] Desde su concepción práctica de la enseñanza, la Dra. Ana María Rodríguez de Gutiérrez asegura que sus aulas no son otra cosa que talleres donde se trabaja: “El empeño, tanto colectivo como individual, de nuestros profesores va más allá del cumplimiento de un programa. En el Instituto Edison los alumnos saben dirigir su propio aprendizaje, consultar, investigar, realizar tareas de tipo creativo, hacer y producir por sí mismos”. La directora de la escuela hace suyo el postulado de Enrique José Varona, planteado en Las reformas de la enseñanza superior: “He pensado que nuestros profesores debían serlo en el sentido moderno: hombres dedicados a enseñar cómo se aprende, cómo se consulta, cómo se investiga, hombres que provoquen y ayuden el trabajo del estudiante, no hombres que den recetas y fórmulas al que quiere aprender en el menor tiempo posible la menor cantidad de ciencia, con tal que sea la más aparatosa. Hoy un colegio, un instituto, una universidad, deben ser talleres donde se trabaje, no teatros donde se declame […]”.