Fragmento del libro 1959: Cuba, el ser diverso y la isla imaginada, disponible en Amazon
Ningún pueblo se adapta nunca a lo que le prohíben, y el humor y la creación imaginativa, en todos sus sentidos, han sido (y aspiro a que aún lo sean) dos de los rasgos psico-sociológicos del cubano. Por ello, el isleñis cubichi nunca acopló con la rotunda y agresiva seriedad con que Fidel Castro y su régimen se tomaban la vida para crear una supuesta nueva sociedad.
De una manera asombrosa, a partir de los años sesenta se quiso imponer en Cuba buena parte de la cultura soviética, empezando por unas cintas y cartones, o «muñequitos» rusos, que resultaban netamente indigeribles, al menos para el temperamento de los cubanos, puesto que manejaban temas muy ajenos a nuestros gustos, de pacatas heroicidades, de planas interpretaciones y de insoportable realismo guerrerista.
El realismo socialista que se intentó implantar nunca llegó a cuajar en el ánimo de los cubanos. Los rusos en la Isla solo sirvieron como material para bromas y chanzas. De hecho, se les puso el sobrenombre de “bolos”, una manera de identificarlos como personas toscas y sin gracia; pienso que, hasta cierto punto, como gente sin mucha chispa, es decir, sin mucha agilidad mental. Claro que se trataba de una apreciación estereotipada, no vamos a creer que fuera así literalmente.
Lo que en realidad ocurría venía a ser una manera de reacción social en contra de unos extranjeros que habían introducido en el país una cultura extraña, totalmente diferente, con los que no nos podíamos compenetrar y que no solo veíamos como bárbaros invasores, sino que en verdad lo eran.