El pueblo cubano quiere un cambio. O mejor dicho: el pueblo cubano necesita un cambio. Ese que debió suceder en 1994 y que —a diferencia de checos y rumanos— no supimos conquistar nosotros mismos. En consecuencia, nuestro pueblo se ha visto relegado a mendigar su libertad a los pies de los dirigentes. Una y otra vez, el pueblo ha acudido a las vías legales establecidas por esos mismos dirigentes: ha escrito cartas, enviado quejas, visitado ministerios… incluso ha recogido y presentado miles de firmas a la Asamblea Nacional. Sin embargo, el pueblo ha sido “peloteado” sin misericordia cada vez que ha intentado ir por las rutas convencionales, y ha sido silenciado cuando ha propuesto en público sus alternativas.
Por mucho tiempo ese mismo pueblo creyó en la honestidad de su gobierno, pero su gobierno no hizo más que cerrar todas las puertas. En 1961 Fidel Castro se reunió con un grupo de artistas en la Biblioteca Nacional para decirles —en resumen— que si su arte no era “revolucionario” no tenía derecho a existir. Aun así, otro grupo de artistas, casi 60 años más tarde, dio su voto de confianza al poder y se reunió para dialogar con el gobierno; pero el gobierno una vez más les dejó claro (no con palabras, sino con tánganas y operativos policiales) que no le interesaba dialogar. El poder nuevamente se burló de los artistas. “Con la Revolución, todo” —incluyendo los gritos y los golpes. “Contra la Revolución, nada.” —ni la poesía, ni el futuro.
El pueblo cubano quiere que le escuchen. O mejor dicho: el pueblo cubano necesita que le escuchen. Pero hay una pared que nos divide a los unos de los otros; que nos separa más allá de lo geográfico e impide que nos hagamos escuchar: nuestra incapacidad de respetar las diferencias. En Cuba —y donde quiera que haya un grupo considerable de cubanos— es difícil que alguien diga que no está de acuerdo con la mayoría, y que esa mayoría respete su elección. Nuestra falta de tolerancia se nota lo mismo en campos y ciudades que en estadios y universidades. Y desde luego, también en la manera en que defendemos nuestra posición política. La miseria, la falta de información y el adoctrinamiento han contribuido a que desarrollemos un odio irracional a todo aquel que no piense como nosotros.
Pero esto no viene de ahora, ni surgió de la nada en 1959, ni reposa debajo de una piedra. Todo ese odio viene de mucho más atrás; es muy común en nuestra historia y Fidel Castro constituyó su clímax.
Si nos ponemos a analizar, nos damos cuenta de que ese mismo comportamiento agresivo e intolerante de los partícipes en los actos de repudio, golpeando y gritando “que se vayan” a los que piensan diferente, es el mismo, sádico, de aquellos voluntarios cubanos pidiendo a gritos la muerte de los estudiantes de medicina en 1871. La misma histeria, ciento cincuenta años después. En 1871 los “traidores” eran los estudiantes de medicina. En 2020 son los del Movimiento San Isidro.
Si nos parece exagerada esta comparación, invito a remitirnos a la frase “Machete, machete, que son poquitos”, recién publicada (y eliminada a posteriori) por el medio oficialista Cubadebate, aludiendo muy retorcidamente a sus enemigos ideológicos. Si no ha habido machete, es porque ahora —gracias al internet— no pueden darse el lujo. Ahora sus métodos no son tan radicales; ya no te fusilan, pero sí fusilan tu reputación. Y hacen creer al pueblo que tu existencia constituye una amenaza a su propia identidad.
Resulta que desde el período colonial cada gobierno despótico ha llamado “traidores” a los que le llevan la contraria. Fue así cuando los bayameses desafiaron las restricciones económicas de la metrópoli a través del comercio de contrabando (o enriquecimiento ilícito) entre los siglos XVII y XVIII, y cuando los vegueros (cuentapropistas) se sublevaron en Occidente contra las leyes que les impedían vender sus productos por la libre,en 1717 y 1723. Luego se fueron sucediendo una serie de conspiraciones antigubernamentales —probablemente “pagadas por la CIA”— que fraguaron en el comienzo de las luchas por la independencia, de mano de dos grandes “traidores” a su “Madre Patria” (España), a la que tanto le debían: Francisco Vicente Aguilera y Carlos Manuel de Céspedes.
De más está decir que para el gobierno de aquella época los mambises no eran más que una partida de bandidos alzados para crear desorden; y que en los periódicos no faltaban caricaturas pintándolos como los peores elementos de la sociedad. ¿Y para qué hablar de lo que pensaba ese gobierno de Martí? Martí era considerado un revoltoso, un vendepatria y un traidor. Por eso estuvo en el presidio: por llamarle apóstata a Carlos de Castro y Castro, compañero suyo que se unía a los voluntarios españoles. O sea, que para José Julián servir al poder opresivo era la verdadera traición a la patria. Más tarde ese poder haría correr rumores sobre un supuesto alcoholismo con tal de desacreditarle, y luego le llamaría mercenario por recaudar dinero en Estados Unidos para la Guerra del 95. (De más está decir, también, que nuestra independencia fue en gran medida financiada desde el exterior… pero mejor ni entrar hoy en ese tema.) El hecho es que todos los que alguna vez han disentido de un poder autoritario han sido degradados a agitadores, mentirosos, terroristas, mercenarios, vendepatrias, y traidores. Fue el caso de Céspedes, Agramonte, Martí, Huber Matos y Oswaldo Payá; pero también el de Galileo Galilei, Darwin, Gandhi, Mandela, y Martin Luther King Jr. Todos fueron apestados sociales: a todos se les trató de silenciar con el estigma del “traidor”. Y sí, fueron traidores. Sobre todo al abuso de poder de sus gobiernos, y a las ideas que les restringían su libertad de pensamiento y expresión.
Aunque nos parezca mucho, sesenta años no son nada en la historia de un país. De aquí a un tiempo se verá con claridad lo que gran parte del pueblo cubano de hoy no estaba capacitado para ver; y se juzgarán las acciones del régimen actual como mismo hemos juzgado las de los regímenes anteriores. Pero para eso Cuba necesita un cambio. Y ese cambio comienza por nosotros. Debemos ser distintos de lo que criticamos, para enseñarle al pueblo “enardecido” y a las masas “espontáneas” —o al verdadero pueblo, que se esconde temeroso detrás de la pantalla de un dispositivo móvil— que somos más educados, más creativos y más valientes que el poder.
Decía Unamuno que para vencer hay que convencer. Pues que siga el poder “venciendo” con sus conquistas y victorias, que nosotros seguiremos convenciendo con verdades. Y que nos llamen traidores si desean. ¿Quién no es traidor en Cuba?
Primer lugar compartido del concurso Qué pasa Cuba