“Si vas a opinar algo, habla de economía y no te metas en política”, te dicen desde allá cuando intentas hacerles ver que Cuba es como una monarquía medieval. ¿Cómo excluyo la política donde las transacciones reales de todo un país conciernen únicamente al Estado?
“Es que allá afuera es otro sistema”, comentan quienes comienzan a ceder a medida que se les hace evidente que toda sonrisa devenida de lo material pasa por una gestión de mercado. Venden lo que aparezca, se estrechan para rentar donde viven, o producen soluciones para una demanda tenue pero que lleva tiempo escapándosele al ineficiente aparato estatal.
“No tengo tiempo para leer análisis o escuchar opiniones de otra parte”, colocan de muro de contención otros sin percatarse de que allí se trabaja dos jornadas, a veces consecutivas y en muchas ocasiones simultáneas: la oficial y todo el resto del tiempo que dedicas a “resolver” tu sustento.
A pesar del encofre dentro del cual sobrevive el gran colectivo, el individuo en Cuba aún toma pequeñas decisiones: ¿A quién le compro la carne de res? ¿A cuánto vendo esto que terminé anoche? ¿Cuánto pido por este cuartico? Es aquí donde urge entender que tenemos el derecho a decidir no solo donde el Estado -por suerte- no llega, sino por todo aquello que atañe a nuestras vidas.
El Estado no puede ser el único empleador y además quedarse con el 95% o 99% de lo que ganaríamos en un mercado libre con el pretexto de garantizar gratitudes que existen también en otras partes del mundo. Menos aún disponer de todo y luego culpar siempre al otro, ya sea el embargo-pretexto o a los ministros que ellos mismos designan. El Estado no puede dedicarse a ahogar cada intento de empresa privada por temor a que esta alcance voz y pluralice el escenario político. Ni tiene derecho a decidir quién nos emplea ni preferir foráneos ante nacionales. Tampoco convertir a todos en eternos agradecidos, dependientes y erguirse como absoluto proveedor de soluciones.
El origen de tal erróneo andamiaje yace sobre aquellos conceptos que la izquierda un día extrajo de la moral común para ser reconstruidos a su imagen y conveniencia. Igualdad, Justicia Social, Dignidad, entre otros. Aprovechando no el verdadero significado sino la asociación emocional que estos términos implican, crearon una sociedad que debe procurar un nivel similar para todos, ser digna en su conjunto y por supuesto ser justa. Como si se tratase de un ente unificado, superior al individuo y que debe -por el bien general- imponer su voluntad. Pasando a ser la patria ese lugar geográfico donde el ser devenido en súbdito ya no persigue su felicidad sino la del colectivo.
La igualdad, por ejemplo, la izquierda maneja este término como paridad de riquezas, o como sucede en la práctica, paridad de pobreza. Entonces no importa cuánto lo intentes, el objetivo es que cada uno tenga más o menos lo mismo. ¿Pero es ello posible siendo todos desiguales por naturaleza, siendo nuestras decisiones distintas unas de otras? ¿Cómo imponer igualdad en un mundo donde cada uno tiende a competir, llámese éxito o vanguardia del mes? Pretender que todos lleguemos a iguales resultados no solo es arbitrario sino injusto e irracional.
Por tanto, en una sociedad libre la desigualdad de resultados resulta justa. Cualquier ejemplo sirve: Pidámosle a un estudiante que pase puntos de su nota al amiguito que salió mal en el examen porque no estudió lo suficiente, y veremos.
Sin embargo, no es un juego de suma cero donde solo puede ganar uno. Ahí está la clase media, comprando en cuanto mercado existe, disfrutando de cuanta tecnología aparece y abarrotando de autos las autopistas. Ahí están los Denzel Washington o Lebron James y tantos otros millonarios hoy, nietos de lo más pobre de América. Resalta el dato que solo 8 de las 500 personas más ricas heredaron su fortuna. El resto la construyó.
Esa sociedad libre tampoco puede ser la consecuencia de un grupo que reparte según entiende sino el producto de una evolución amparada en un orden institucional, con todos iguales ante la ley y cuyo principio es el respeto por los proyectos de vida de todas las personas.
Es válido agregar que la desigualdad de oportunidades también es justa. Pues la vida no es una competencia de cien metros donde todos parten de un mismo punto, sino más bien una carrera de relevo y el esfuerzo de algunos puede ser heredado por sus descendientes.
La justicia social. Todos aprueban que haya justicia social, pero, ¿qué es lo justo? ¿Que cada cual tenga según su esfuerzo, según como interprete el mundo donde vive y su habilidad para insertarse en él? ¿O que tengamos todos lo mismo a merced de una redistribución dada cierta escala de méritos?
Cualquier distribución resulta injusta, pues de alguien tiene que salir aquello que va a ser distribuido. Además, como se ha comprobado siempre, si se reparte lo mismo al que se esfuerza que al que no con el tiempo se esforzarán menos todos. Y peor aún, en esos regímenes, ese que reparte nunca carece (al parecer sufre de apropiación espontánea).
Para distribuir y alcanzar esa aclamada justicia social tenemos que apelar a los méritos. ¿Cómo organizamos los méritos? ¿Cuáles pesan más y cuáles menos? ¿A quién le doy el LADA, al médico de Angola o al de Etiopía? Y además, ¿porque algunas personas tienen la potestad de establecer y decidir los méritos de otros?
Queramos o no, el mundo no premia el mérito, sino la capacidad que poseen unos de satisfacer lo que demandan otros y por lo cual pagarían. O sea, siglos de interacción sobre un escenario -el mercado- que respeta, por medio de leyes, lo que aporta cada cual al momento de todo intercambio. Siendo esto muy diferente a donde prima ganarse el favor de una elite.
Tal vez es injusto, desde el punto de vista moral, que un deportista estrella o un cantante famoso gane mucho más que el médico que salva vidas humanas y realiza una labor más meritoria según cierta escala de valores, pero si las personas ponen su dinero para ir al juego o al concierto, así lo han decidido y no hay derecho a forzarlos a que hagan lo contrario.
Y lo mismo sucede si compramos una libra de salmón en el mercado, donde por lo general no importa si fue capturado en masa por un barco pesquero o por un pescador -arpón en mano- en medio del Atlántico. O cuando vamos el domingo a reír en el teatro en vez de darle a la primera enfermera que encontremos el dinero que íbamos a pagar por la obra. No nos sintamos mal, acudimos con más frecuencia a por aquello que nos satisface de inmediato que a por lo que nos parece moralmente correcto.
Con la dignidad ocurre algo muy similar. La dignidad verdadera es solo aquella del individuo, del respeto a sus derechos, y a la búsqueda de su felicidad. No existe dignidad de colectivos. Es un invento para endosar discursos. La dignidad plena del hombre de que hablaba Martí era precisamente eso, la de cada persona. ¿Cómo puede acuñarse que un pueblo es digno si sus individuos apenas tomas mínimas decisiones y van a las urnas solo a ratificar lo que ya está decidido?
La Cuba futura necesita reencontrarse con el verdadero significado de estos términos y muchos otros, pues una vez que se aceptan las premisas con las que un equívoco se presenta es muy difícil escapar a su lógica. Además, es imposible ser libres sin poseer libertad económica. Pero no se puede alcanzar libertad económica si el Estado además asaltó la mayor parte de la economía y, lejos de servir, se transformó en un gigantesco obstáculo. Menos si ese mismo Estado determina cuáles líderes lo componen, por cuánto tiempo y qué medida aprobar en cada momento.
La sociedad de consumo no es un ogro, como insiste en asegurar una izquierda cuyos líderes siempre han consumido bastante, sino el producto de un gran mercado libre donde cabemos todos, y el éxito no puede ser motivo de envidia o férreo cuestionamiento, como se describe en los manuales socialistas, sino de admiración. Gracias a esos ricos tal vez algún día exista trabajo para muchos cubanos. Que siempre haya quien triunfe para que nunca falte lo que queremos.