Tal vez el documental Severo secreto, exhibido en 2017 en La Habana, durante la Muestra de Cine Joven, resucitara a Severo Sarduy para las nuevas generaciones de cubanos. Nunca es tarde. Tal vez los que sean jóvenes dentro de 20 años ya no tendrán que preguntarse por qué no le han visto jamás el pelo (ni en fotografía), y, peor todavía, por qué no han leído los libros de un escritor cubano de gran talla internacional, que -aun cuando vivía en el exilio- nunca se declaró enemigo abierto del régimen castrista.
Como tantos otros, Sarduy simpatizó en un inicio con la revolución fidelista. Pero a diferencia de otros, no rompió con ella estentóreamente. Apenas la dejó pasar, mientras se mantenía fuera de su alcance, en París, sin dejar de ser un artista de ideas revolucionarias (que no es lo mismo que ser fidelista), aunque, eso sí, sin tomarse muy en serio el compromiso ideológico, de igual modo que no se tomaba demasiado en serio a sí mismo, lo cual no iba a impedirle ser un humanista cabal o vivir consagrado auténticamente al servicio del arte y la cultura.
Dos debieron ser los motivos esenciales por los que Sarduy fue borrado del panorama de la literatura cubana: su homosexualidad sin tapujos (así que renuente a encajar en las hipócritas reglas del machismo fidelista), y esa actitud tan suya de tirar a mondongo al régimen, sin concederle siquiera su repulsa pública.
Claro que igual lo hubiesen borrado si llega a declararse enemigo acérrimo del fidelismo. Pero el hecho pondrá sin duda en un doble aprieto a los alcahuetes y comisarios de la cultura oficial cada vez que intenten explicar por qué lo enterraron vivo.
Al referirse a las sonadas revueltas revolucionarias que tuvieron lugar en Europa, en mayo de 1968, Cabrera Infante ha comentado, en su libro Vidas para leerlas: “Para algunos eran divertidos, pero no para los exiliados cubanos en París, que habían huido de una Revolución para sentirse atrapados en una revuelta. Estaban, entre otros, Néstor Almendros y Severo Sarduy sentados en el café Flore, el favorito del escritor y el cineasta, cuando Néstor le preguntó a Severo qué iba a hacer “si ganaban”. Severo respondió: “Quedarme y adaptarme”. Néstor no lo podía creer: nunca soportó el oportunismo, así lo dijo, y Severo, con la misma voz, pero con una inflexión cubana, respondió: “¡Qué va, chica! Estaba bromeando. Si yo soy una gusana del carajo”.
Por supuesto que Severo Sarduy no era un “gusano” corriente, sino un artista extraordinario y con prioridades definidas, por más que siempre rechazara las tomas de posiciones públicas, colocándose (como dijera otro amigo suyo, el pintor Ramón Alejandro) “del lado de la estética más que del de la política”. Quizá por eso los alcahuetes y comisarios de la cultura oficial no renunciaban a la esperanza de traerlo de vuelta al redil. El mismo Ramón Alejandro cuenta cómo “… fue objeto, a partir de los 80, de ciertas solicitudes por parte de las autoridades culturales cubanas, que le habían propuesto publicar algunos de sus libros en la Isla. También podría ir a visitar a su familia en Cuba. Sarduy dudó mucho aunque, finalmente, se negó a responder a esas solicitudes insistentes”.
No gratuitamente, entonces, declararía el propio Severo Sarduy, mediante entrevista de 1986 al crítico argentino Jorge Schwartz: “Ahora por paradójico que pueda ser, y por pura mezquindad, soy excluido de todas las antologías cubanas”.
Había salido de la Isla a fines de 1959, con una beca para estudiar historia del arte en París. Cabrera Infante asegura que los ensayos sobre pintura escritos por Sarduy y publicados por él en Lunes de Revolución le sirvieron para ganar esa beca. “Paseando por los jardines del Louvre, en octubre de 1962 –cuenta el autor de Tres tristes tigres– me dijo (Sarduy) que sus estudios históricos terminaban y planeaba regresar a Cuba. Le dije que sería un error, un horror. Acababa de saber que la persecución de homosexuales se sistematizaba en toda la isla: sería una víctima propicia”. Este comentario, por lo que sugiere el autor, terminó de persuadirlo para que quemase las naves de una vez y por todas. Al hacerlo, asumía la determinación de desarrollar como el apátrida que nunca fue una labor como narrador, poeta y crítico de arte que está inscrita entre las más notables de la segunda mitad del siglo XX, en Cuba y en Latinoamérica.
Sobre su muerte, ocurrida en 1993, también escribió Cabrera Infante: “Con él muere en el exilio (como murió en Cuba con Lezama) la tradición tan cubana del poeta culto que comenzó con José María Heredia a principios del pasado siglo, se continuó con José Martí y culminó con Julián del Casal a fines de siglo”.
Sin embargo, ni su estatus como condenado al exilio por más de treinta años ni su excelsa categoría como poeta culto, consiguieron difuminar en su obra y en su hablar cotidiano las expresiones del cubano genuino, rellollo, que siempre fue. Tampoco la censura, el prejuicio homofóbico y las parcialidades ideológicas de corte tremendista que le acorralaron durante toda la vida, conseguirían amargarlo. Y menos atenuar su innata tendencia a la jodedera y a una cierta frivolidad que en su caso no parece haber servido sino de camuflaje defensivo.
Una anécdota del gran novelista barcelonés Enrique Vila-Matas resume en síntesis la personalidad de Sarduy. En sus días de loca juventud en París, bajo la influencia de Lautréamont, Vila-Matas se esforzaba graciosamente por ser un escritor desesperado y aspirante a suicida. “Hasta que un día –cuenta– me encontré con Severo Sarduy en la Closerie des Lilas y me preguntó qué pensaba hacer el sábado por la noche. ‘Matarme’, le respondí muy circunspecto, con dejo sumamente trágico. ‘Entonces quedemos el viernes’, dijo Sarduy”.