Leer versos inéditos de un poeta mayor constituye un privilegio al que no se accede todos los días. Reloj de hospital, un poemario cuyas piezas habían permanecido engavetadas (así que inexistentes para el público) durante medio siglo, me ha concedido esa gracia, que en mi caso vino duplicada: primero, al propiciarme un nuevo encuentro con el ingenio de Francisco Riverón, grande entre los grandes de la poesía cubana; y segundo, al prodigarme el mismo deslumbramiento de la primera vez.
En este libro, condenado a la marginación desde su nacimiento, en 1972, el autor recrea en clave poética la crónica de unos tristes días en que estuvo ingresado en el hospital habanero Covadonga (Con un miedo llamado papiloma). Sin embargo, no es miedo a la muerte, ni amargura, ni animadversiones lo que el lector encontrará entre sus páginas. Riverón, poeta de luminosidades y además hombre preclaro, asume aquí las calamidades del entorno y aun las suyas propias con igual compostura y con la misma agudeza reflexiva con las que asumió todo lo humano y lo divino: Como un incendio:/ Como un alivio:/ Como una fuga:/ La poesía/ También es una cosa/ que ocurre.
Esa maestría suya para la sencillez poética, que sólo es sencilla en la superficie, y que aún así se trata de una sencillez labrada a golpe de cincel, salta a la vista también en este poemario, junto al proceder desenfadado y audaz que siempre tipificaron al poeta. Sin luz, sino más bien con una oscuridad visible, describió Milton el infierno, y sin lugar para la esperanza lo entrevió Dante. Distinta sería la actitud de Riverón ante el pequeño infierno que iba a representar aquella estancia en un centro hospitalario plagado de privaciones y con la muerte en marcha al compás de cada minuto: Somos tres los pacientes/ que habitamos/la sola angustia de este cubículo:/Ramón,/que ríe sin sus dientes,/se llama 15;/Mario,/que ríe sin sus labios,/se llama 16;/y yo,/que río sin saberlo,/ me llamo 17…
Unos meses antes de ingresar en la Covadonga, su casa había sido allanada por la Seguridad del Estado, la cual le requisó todos los papeles inéditos. Y apenas tres años después, moriría el poeta en riguroso aislamiento social y excluido por decreto del panorama literario. Pero al leer Reloj de hospital no hay manera de atisbar más que pálidamente, y entre líneas, las aflicciones y el dolor bajo los que sin duda fueron escritos todos estos poemas… y Ramona se ríe,/cuando de las piernas de Mario/saca un pato/con el estanque adentro. Tampoco será posible pasar por alto que ni aun en medio de tan dramáticas expectativas, Riverón dejó a un lado el amor, máximo surtidor de toda su obra, y que además continuaría abordándolo con la impar dulzura que le era afín: No me sientes,/pero a mí me basta estar en ti viviendo/como el ala en el aire. Poeta enamorado del amor (para decirlo en tiempo de bolero), no podrían faltar en este libro el encanto de la aventura amorosa ni el halo de tesoro escondido que él gustaba imprimirle: No hables;/nada de lo que al fin dirías/será tan bello/como hacer este diálogo/dentro de mi cerebro/y escuchar a solas lo que no dices.
Poemas breves como cápsulas mitigadoras. Abstracciones capaces de hacer saltar por los aires la realidad que les dio origen. Palabras que trascienden las precariedades de lo real, como vehículos de una fórmula mágica consistente en estar dentro y a la vez afuera de aquello que los ojos miran y el lenguaje refrenda: Sentirse enfermo ahora/es insultar a la belleza,/aunque estar triste/es también una parte del paisaje/agregada a la luz y los pájaros. Desde su paciente recogimiento, sin poder disfrutar la contemplación material del paisaje, el poeta seguía contemplándolo, igual que Lao Tse divisaba los caminos del cielo sin asomarse a la ventana. Incluso, para no insultar a la belleza, llegó a preconcebir su propia muerte, con la ironía de por medio, y anticipando la resignación como refugio de los enamorados: He aquí como mi muerte sucedía:/Mi cuerpo se vaciaba/de todo aquello que la vida/en él había depositado./No era un regreso al polvo;/era una fuga del polvo./O sea: no me iba;/me abandonaban./De mí salían recuerdos,/alegrías, dolores,/movimiento, aire… vida./Todo lo que tenía que vaciarme./Pero tú no salías;/y las cosas entonces tuvieron/que volver al cadáver.
Tendremos que agradecer muy especialmente al poeta Efraín Riverón por salvar del olvido y mantener a buen resguardo, contra ciclón y polvareda, este y otros libros inéditos de su padre. No sólo se trata de un emotivo ejercicio de amor filial. También es un acto de justicia frente el escarnio y la brutalidad de un sistema empeñado en convertir en tierra estéril lo mejor de nuestra herencia cultural. Igual merece especial gratitud el esmero que la Editorial Dos Islas depositara en la publicación del poemario para poner fin a ese insulto a la belleza que significó su retraso de medio siglo.