Históricamente, al interior de los sistemas totalitarios, la muerte del máximo líder no ha supuesto el pistoletazo de arrancada de la transición hacia la democracia. No necesariamente, o al menos no en todos los casos. En este sentido, los ejemplos chino y soviético resultan paradigmáticos. Lenin y Stalin pasaron a mejor vida sin que los regímenes que construyeron, o contribuyeron a edificar, se vinieran abajo. La muerte de Mao Tse Tung no precipitó la desaparición del totalitarismo en China, sino, paradójicamente, su perfeccionamiento a través de la apertura económica. Por otro lado, la ascensión al poder del hijo de Kim Il Sung, en Corea Norte, no hace sino echar leña al fuego de la teoría del continuismo.
En cuanto a la autodisolución del régimen franquista, que tanto se ha invocado en relación al poscastrismo y que parece contradecir la tesis arriba expuesta, debe tenerse en cuenta que el modelo no tuvo un carácter marcadamente totalitario sino más bien autoritario, que no es lo mismo ni se escribe igual. A partir de los años cincuenta, y sobre todo en la década del sesenta, el franquismo se abrió paulatinamente a los mercados y la influencia europea y estadounidense, propiciando la gestación de una amplia clase media cuyo empuje sociocultural resultaría concluyente en la transición española. Se objetará que también China se ha abierto a los mercados occidentales y que, por tanto, el suyo tampoco sería un sistema totalitario en propiedad, pero en el caso asiático comparecen factores ausentes en el ibérico.
Primero, el franquismo, de raigambre católica, no había generado una nueva religión oficial (el ateísmo de la omnipresencia de la policía del pensamiento, característica clave de los totalitarismos chino, norcoreano y cubano), y continuó fomentando comportamientos sujetos a la dinámica de valores cristianos como el respeto a la privacidad y a la institución familiar. Segundo, los rasgos socioculturales presentes en el caso chino han posibilitado la fermentación de una masa poblacional mucho más homogénea, y moldeable, que la peninsular, tentativamente pro-totalitaria. Y tercero, la transición española coincide con la primera etapa de maduración de la Comunidad Económica Europea, con lo cual la retroalimentación continental jugaría un papel significativo en un país que, como España, siempre ha mirado a Europa en su estampida africana.
En cambio, China solo puede mirarse a sí misma.
Pero la realidad cubana se ubica en las antípodas de los casos chino y soviético. Cuba es un país pequeño, sin grandes recursos naturales que le permitan sobreponerse temporalmente, sin subsidios exteriores, a la sistemática ineficiencia de su sistema, como sí pudo hacerlo la antigua Unión Soviética. Tampoco cuenta con una mano de obra lucrativa (por lo copiosa) o especializada, con lo cual, como ha señalado el profesor Juan J. López, de la Universidad Internacional de la Florida, no podría competir de tú a tú con China y Centroamérica en el área manufacturera. La economía insular no es sustentable a mediano plazo si no es en base a subsidios, o si no se somete a un proceso de descentralización acusado que dé paso a la legalización definitiva y responsable de la empresa privada. Un modelo económico que, a diferencia de los chinos, La Habana no podría sostener a mediano o largo plazo sin recurrir a algún tipo de apertura política.
En Cuba, el retroceso de las tímidas reformas económicas verificadas a partir de la segunda mitad de los años noventa cobró fuerza a partir del subsidio venezolano. Pero estos subsidios, de los que ya no se beneficia el castrismo, constituían un arma de doble filo. Eran posibles gracias a los altos precios del petróleo en el mercado internacional y dependían de la estabilidad de un régimen chavista que, aunque aparentemente había entrado en una fase de consolidación, reflota a la deriva.
Aquí cabe la pregunta: ¿Tendrá el “raulismo-canelismo” —a falta de mejor denominación— una estrategia a largo plazo?
En cualquier caso, y más allá de sobreponerse a las crisis sucesivas que genera el sistema, minuciosamente ineficiente, el raulismo-canelismo necesita ofrecer a la población cubana soluciones concretas. No basta con sobrevivir indefinidamente (que es a lo más que puede aspirar una economía parasitaria), hay que producir sustancialmente de una buena vez. En el principio era el verbo, pero al final son los hechos.
Parece evidente que, tras la desaparición de Raúl Castro, la cúpula de poder no ventilará sus trapos sucios en público. Tampoco es probable que el sector tímidamente reformista que pulula en la nomenklatura o los mandos intermedios pueda imponerse. Probablemente prevalecerá el instinto de conservación más primitivo. La clase alta cubana (esto es, la dirigente o funcionaria) va a priorizar sus miedos, ambiciones y posesiones. Es decir, el cambio no sobrevendría como resultado de un reajuste en la cima del poder totalitario, como ocurrió en la antigua Unión Soviética. La elite gobernante no generaría la transición.
No obstante, las señales de un cambio en la psicología de la sociedad cubana ya comienzan a hacerse visibles. Señales vaporosas, apenas perceptibles a la primera lectura, pero señales al fin y al cabo. Para el ojo avizor, empieza a ser evidente que el inmovilismo no será la mejor de las opciones para los herederos. De cualquier manera, el detonante de la expectativa frustrada pudiera ser uno de los factores a tener en cuenta por el Poder a la hora de estructurar sus políticas del día después.
Lo anterior no significa, por supuesto, que si el canelismo se rehúsa a abordar soluciones concretas, esto es, a tomar medidas que alivien la tensión social y el deterioro económico tras la muerte de Raúl, la población vuelva a echarse a las calles. El ejemplo de los presos del 11J y similares, que se pudren en las cárceles sin que el pueblo cubano o la comunidad internacional muevan un dedo, constituye un poderoso disuasivo. En Cuba, tal vez si se exceptúa el aceitado aparato policial y paramilitar, la inutilidad colectivamente asumida de la iniciativa individual, de la responsabilidad ciudadana, continúa siendo la principal fuente de sosiego del régimen. Sin embargo, y sin que pueda descartarse completamente una explosión directa por el estilo de la protagonizada cuatro años atrás durante el ya mencionado 11J, la ausencia de verdaderas medidas aperturistas seguramente traería consigo un crecimiento de la sociedad civil en sus diversos grados de expresión contestataria, o una combinación de corrupción desbordada, crisis energética y desorientación represiva que volviera insostenible el inmovilismo. O una suma de todo ello.
El modelo chino, o al menos lo que corrientemente se entiende como tal, resulta inviable a mediano o largo plazo si no viene acompañado de un levantamiento del embargo norteamericano. Con Rusia sumida en una crisis de posguerra —todo cubano anticastrista debería anhelar la victoria ucraniana como propia—, en esta dirección podría remar eventualmente el régimen, propiciando el relajamiento de las sanciones a través de la asunción desesperada de decretos de baja intensidad que trasladen a Washington una imagen de apertura. La liberación de los presos políticos podría ser uno de ellos. O la celebración de un referendo con el objetivo de someter a escrutinio algún tipo de medida de menor cuantía, de naturaleza reformista. Siempre contando con que el sistema continúe en posesión de los mecanismos de control adecuados para que ninguna de estas movidas resulte contraproducente en términos de conservación del poder, o se escurra entre los dedos de la nomenklatura.
Así, la remoción de la cúpula gobernante es una opción a tener en cuenta si esta permanece mirándose el ombligo. Una variable posible entre muchas probables: la remoción desde la inestabilidad social, que desembocaría en una pre-democracia. Otra: la implementación y/o adaptación del modelo chino, que tal vez podría alargarle un poco la vida al poscanelismo. En este último caso, la posición de Estados Unidos resultaría determinante.