1
En la novela de mi autoría Con tu vestido blanco, publicada en 1987 —y que aborda la segunda mitad de la década de 1940, más o menos—, hay un personaje comunista de célula, o de base como les llamaban entonces: Sincero Valdés.
Para forjar a Sincero Valdés, tomé de modelo a varios comunistas de los que conocí allá en el barrio de mi infancia, El Condado, en Santa Clara.
Aquellos comunistas de raza eran, en verdad, solidarios, nobles, entregados a La Causa.
Solían compartir con el prójimo lo que tuvieran, ayudar a quien lo necesitara, visitar a quien enfermara. Quizás todo esto no era más que labor de proselitismo, como hoy y antaño la llevan a cabo miembros de ciertas religiones.
Aquellos comunistas, casi todos obreros o empleados de labores de poca categoría digamos —según escuchaban y veían los oídos y los ojos del niño que era yo entonces—, al regresar al barrio, luego de haber estado encarcelados, resultaban muy bien recibidos por sus amigos “sin ideología”, que no eran pocos.
Y así, ahora uno, luego otro, continuaba la interacción entre ellos y todos aquellos del barrio que quisieran escucharlos. Ellos, esto sí lo recuerdo bien, fui testigo, hablaban mucho. Mucho. Sin parar. Se sabían de memoria toda su cartilla, que les hacían llegar a sus oyentes, en ocasiones sin compasión.
En Con tu vestido blanco, Sincero Valdés, —quien no pasa de ser un personaje catalizador—, cuando alude al comunismo, al marxismo-leninismo, lo llama el “sueño científicamente demostrado”.
Sincero Valdés repite lo del “sueño científicamente demostrado” prácticamente en una y otra página de la novela en que aparece.
Sincero resulta buena gente con los muchachos que forman el piquete, que viene a ser —los cuatro— el protagonista de la novela. Sin embargo, los muchachos, púberes justamente, no confían mucho en lo que promete o afirma el comunista. Y ahí lo dejo, porque no se trata de contar la novela.
2
Allá por los inicios de la década de 1990, marqué en la cola de las papas, que habían llegado hacía unas horas, y que, tal vez, como en otras ocasiones, no alcanzarían para todos los registrados —con nuestra Libreta de Abastecimientos, se entiende—, en la placita que me correspondía, a par de cuadras de mi casa.
Esto era ya en el reparto Santa Catalina, donde yo vivía por entonces —donde viví hasta 1995, cuando me trasladé a México.
En la cola, yo había marcado mi turno detrás de una mujer que, según mi apreciación, andaba por las calles cercanas constantemente, jaba en mano. Y que yo recordara, siempre, siempre vestía una falda azul añil, ancha, y una blusa blanca ajustada, corta. Era rubia y delgada.
Cuando yo había marcado, ella se había vuelto hacia mí como todo el que se interesa por constatar que ya no es el último en la cola.
Cuando ya habíamos avanzado un poco, ladeando el rostro, sin mirarme, y como si escupiera las palabras por el extremo de su boca más cercano a mí, dijo:
—Le zumba la tranca llamarle a esto “el sueño científicamente demostrado”.