Hace algunas décadas, se hacía popular en Cuba un argumento que intentaba estar en sintonía con el proceso de rectificación de errores que imponía el régimen. Era más o menos así: El socialismo sí funciona, el marxismo merece una disculpa, el asunto es que no lo hemos aplicado correctamente.
Debía interpretarse que el problema no era el sistema sino unos pocos oficiales y ministros que habían perdido la ruta. Las Causas I y II de 1989, Terry el de salud pública, entre otras purgas. Tampoco un asunto teórico. Aun entonces y casi hasta el momento que repartieron barrio a barrio el paquete marca periodo “especial”, que incluía apagones, soya y folletines para bajar de peso, Marx y su tesis eran y tenían que seguir siendo perfectos.
Aunque lo peor no es cuán errado resultaba su fundamento teórico, cuánto fue idea propia y cuánto pidió prestado de Hegel, Smith, Ricardo y otros, sino que grandes multitudes, creyendo que él estaba en lo cierto, se lanzaron a la debacle que luego se experimentó en las sociedades colectivistas. Su base teórica catalizó la envidia, el rencor y posteriormente la acción entorpecida de los rezagados.
Y creo que es justo decir multitudes, pues no hubiese habido nunca aplicación práctica para el comunismo de no ser por el delirio facilista de grandes mayorías.
Por su parte, Marx nunca tuvo intensión de proletarizarse. Paso sus años escurriéndose entre la filosofía hegeliana y el cuadro económico europeo. Aún siendo joven, heredó unos 6,000 francos de su padre, una buena suma para la época. Y no es que esté mal, sino que se trataba del perenne defensor de una clase a la que nunca perteneció.
Poco después, cuando al parecer llegaba la hora de buscarse la vida, fue apuntalado por su gran amigo Engels, cuyos padres industriales y proletarios vivían de “exprimir plusvalía” a sus empleados. Excedente que acude también al amparo de Marx y su familia. Paradójicamente, este último devolvía el favor escribiendo cómo “revertir” dicho mecanismo.
Él, a no dudar, estaba seguro de su método, pero el razonamiento que nos vendió como suyo tenía amplia referencia en David Ricardo y Adam Smith. De quienes solo hereda opiniones, no conclusiones definitivas. Smith mencionaba que en una economía desarrollada los valores y los precios gravitan en torno a unos costos que, además del trabajo, están compuestos por el promedio de utilidad del capital. Ricardo, por su parte, en su celebrado On value, proponía que la cantidad de capital invertido y la duración de la inversión también ejercen una influencia determinante en el precio de las mercancías.
Marx, en su primer trabajo serio sobre economía –Una contribución a la crítica sobre la política económica–, publicado en 1859, lejos de proponer, procede a aceptar la tesis del valor-trabajo abogada por Ricardo décadas atrás (1817). No obstante, y luego de largos años “moviendo palancas” y dando “pico y pala” por las bibliotecas de Londres, formula –mérito reconocible– su propia teoría del dinero y la circulación del mismo. Análisis que sí fue acogido con entusiasmo y resultó punto de partida para su obra cumbre, El Capital (1867).
La piedra angular de su sistema económico reclama que solo el trabajo que realiza el obrero es capaz de crear un valor nuevo, del cual el capitalista se apodera injustamente. A partir de ahí, Marx convenció a los proletarios de los “países uníos” que todo el valor que se produce en una sociedad es generado únicamente por ellos. Por tanto a esa gran masa le asiste el derecho de ocupar, así sea por la fuerza, los medios con que se producen esas riquezas.
Luego de P.H Wicksteed, Das Kapital: A Criticism (1884), la crítica más seria de cara al razonamiento económico marxista la realiza Eugen Böhm Von Bawerk en 1896. Luego de desmenuzar los elementos de su base teórica concluye: El gran problema en Marx es que “nos trajo, pospuesta por largo tiempo, una mala cosecha, la cual creció por necesidad a partir de una mala semilla”
Veamos algunos breves ejemplos.
En primera instancia, no resulta complicado rebatir el postulado marxista de que el tiempo de trabajo es la base cuantitativa del valor. En la minería, sector primario de la economía, muy común en siglo XIX, la extracción de una tonelada de hierro puede llevar el mismo tiempo –necesario, como Marx lo denomina– que la extracción de una tonelada de oro, pero obviamente es imposible cotizar ambos metales en el mercado al mismo precio.
Experto en manipular al lector común de la época para apoyar su propio equívoco de que existe de todas maneras un factor común en las mercancías –el trabajo como abstracto–, enuncia que trabajo calificado no es más que trabajo sencillo pero concentrado o multiplicado en el tiempo. Y, según él, la experiencia demuestra esa reducción en todo momento.
O sea, que cualquier desentendido en materia informática puede producir un software igual al creado por un programador altamente capacitado, solo que utilizando más tiempo. O alguien picando piedras en una cantera conseguirá, a la larga, producir una escultura aún sin ser escultor.
Tenemos también el caso de la anulación de fuerzas. Marx asevera que cuando dos fuerzas actúan sobre un fenómeno u objeto, se equilibran y dejan de operar. Según su lógica, la oferta y la demanda, las cuales desvían accidentalmente el precio de la mercancía de su “centro de gravedad” –que no es otro que el descubierto por él– tienden a cancelarse. Y como ambas cesan de actuar, se inhabilitan mutuamente, luego no son más determinantes en el precio.
La realidad muestra que el equilibrio no anula las fuerzas que lo producen, sino que existe precisamente por la intervención, en sentidos opuestos, de las mismas, y toda explicación posible yace sobre ellas. Un globo asciende hasta un punto donde la densidad que contiene es igual a la densidad atmosférica que lo rodea. Llega a esa altura no por la anulación sino por el concurso de ambos factores. Un peso sobre una balanza entra en equilibrio por la acción, por una parte del peso del objeto y de la calibración de masas que existe en la báscula por otra. Y lo mismo ocurre en un mercado libre.
Además, no solo la demanda y la oferta efectiva participan. Cierto es que dentro de cada grupo hay solo una parte que es exitosa, los que finalmente compran el producto, o por el otro extremo, quienes logran la venta. Pero el precio también se forma considerando los excluidos. Por tanto no solo el competidor exitoso toma parte sino todos.
El precio suele navegar entre la cantidad máxima que está dispuesto a pagar el comprador y la suma mínima que está dispuesto a aceptar el vendedor. Von Bawerk agrega que este se forma a partir de un par marginal que incluye además lo que el primer posible comprador, ya excluido del mercado, está dispuesto a ofrecer, y la cantidad que el primer posible vendedor aceptaría recibir por la mercancía
Este es el punto más errado del marxismo, esa búsqueda ciega del factor común. Lo cual no es fruto de la razón sino de la necesidad de localizar un elemento que solo el empleado aporta.
Para Marx, únicamente se crea valor moviendo una palanca. Generar la idea y llevarla a la práctica, tomar el riesgo de la inversión, no son partes serias del análisis. Pues por el contrario, de ese gran conjunto se genera la posibilidad de salario para el empleado, el producto o servicio para el consumidor y el beneficio para el empresario. Este último adelanta en cada ciclo el pago de quien va a laborar en algo que aún no se ha vendido.
Por supuesto que Marx conocía el resultado que deseaba y tenía que obtener. Entonces forzó y manipuló las premisas lógicas con admirable habilidad y sutileza. Mérito irrebatible. Su asunto era evitar conclusiones opuestas.
Pero hay más. El marxismo afirma que a más gasto en salarios (capital variable) se crea más valor. Pero si localizamos ejemplos recientes, como Pemex en México, PDVSA en Venezuela, Petrobras en Brasil, donde la inversión en salarios es desproporcionada y predomina el afán por contratar la mayor cantidad de empleados para “cumplir” con la sociedad, vemos que el precio del barril de petróleo no varía, a no ser como resultado de la oferta y la demanda internacional.
O la pequeña empresa que contrata un segundo ayudante porque ha logrado más ventas, más clientes, lo necesita e invierte más en mano de obra, pero no significa que el producto o servicio va a adquirir automáticamente más valor por unidad.
Solo cuando Engels publica, tiempo después, el póstumo Volumen III del extenso Capital, Marx parecía reconocer la existencia de otros ingredientes. Destaca un pasaje donde declara: ”un análisis más profundo de esas fuerzas sociales, oferta y demanda, que podría llevarnos a esta conexión, no es apropiado aquí” (III, pag.223). Siendo aquí el lugar donde la influencia de estos elementos desviaban su línea central de razonamiento.
Marx representa el extremo objetivista. No busca los motivos ni y el conocimiento que determinan al individuo como agente económico. No está interesado en el pensamiento del sujeto, sino en los factores objetivos, los cuales ve como independientes de la voluntad.
Descarta lo que las personas como consumidores priorizan o valoran más, y la acción que ejerce la oferta y la demanda sobre los precios del mercado. Es el individuo quien, a voluntad y por necesidad, va ocupando un lugar u otro en la sociedad. Las relaciones objetivas no son causas sino consecuencias.
Como sabemos, proveniente de su tesis económica, que además es en sí misma una versión resucitada de culpables y víctimas, se deriva -en el orden social– la necesidad de un cambio radical. Se transforma entonces, atrincherado entre ensayos y manifiestos, en su principal agitador.
En los debates de la época llamaba aventureros a aquellos socialistas que no apoyaban la idea de que una revolución, como la que él incitaba, solo podía producirse tras una profunda crisis económica. Tal vez tenía razón en ese punto, pero es difícil creer que se alistaría a resistir dicha crisis, o a promover revueltas en las calles. Supongo se veía como un consultor-en-jefe vitalicio, ligado al grupo elite de dictadores proletarios y alérgico a crear “valor” desde puesto de trabajo alguno.
Además, nuestro afamado revolucionario no vacilaba en abogar por el oportunismo “histórico”. Tras algunos años de periodismo descriptivo, en 1848 comienza la tirada de un panfleto titulado Las demandas del partido comunista, donde exigía que primero la burguesía debía echar abajo la monarquía feudal y más tarde el proletariado derrocar la burguesía.
Así replicaba Bakunin, quien en medio de su anarquía desenmascaraba el trasfondo de lo que Marx defendía: “Ellos sostienen que solo una dictadura –la dictadura de ellos claro está– puede defender la voluntad del pueblo, a lo cual le respondemos: Ninguna dictadura puede tener otro objetivo que el de su auto perpetuación, y solo puede engendrar esclavitud sobre la tolerancia del pueblo…”.
Y hay un detalle final, la parte más abrazada por las mayorías, ávidas de justificar el disgusto que producía ser muchos, pero a su vez últimos, en el capitalismo de entonces: la teoría de la explotación.
Esta derivación tampoco es marxista. Thomas Hodgskin, un socialista de origen inglés, que utilizó la ley del valor-trabajo de Ricardo para denunciar la apropiación de la mayor parte de la riqueza producida por los trabajadores en la industria, había publicado muchísimo antes, en 1825, Labour Defended against the Claims of Capital. Ensayo que Marx tomó como bandera por el resto de su vida y cuya referencia le fue imposible ocultar.
En resumen, el empresario invierte por una parte en locales, maquinarias, materias primas, herramientas y por otra en salario. Y según Marx solo esto último cuenta. ¿No se supone que el excedente, esa utilidad, sea el resultado de toda la inversión, además la recompensa de haber sido eficiente con lo que se ha puesto en práctica?
El riesgo de invertir puede generar valor. El sacar provecho de las oscilaciones del mercado también; el poseer la información correcta, necesaria, sin dudas. Y todos estos factores son omitidos por Marx. No por falta de conocimiento sino por ausencia de honestidad en su tesis.
En la sociedad que Marx critica a plenitud, el obrero acepta ser parte del proceso productivo a voluntad, y salvo en épocas de aguda crisis, puede vender su fuerza laboral al mejor postor. Sin embargo, en la sociedad que Marx envía a todos a crear, el obrero termina trabajando por un salario nominalmente fijo –lo cual provoca que su poder de compra se reduzca a través de los años ante el embate perenne de la inflación como ha ocurrido en Cuba–, y además designado por una elite inamovible, presta a garantizar que la cuantía sea igual en todas partes
La historia demostró el fracaso de tal conjunto de absurdos. La Unión Soviética y su vasto territorio lleno de recursos, incluyendo aquellos que extraían a plenitud de las repúblicas apropiadas y naciones intervenidas, fracasó. Ellos no tenían «bloqueo» ni «ley de ajuste» –bueno, rectifico, al igual que la Cuba castrista, siempre hubo, como sugirió Marx– un bloqueo al pueblo por el nuevo Estado proletario y por supuesto, la ley de desajuste del individuo.
Dondequiera que el marxismo fue acogido se impuso una visón única, se suprimió la voluntad individual por el entusiasmo servil de los colectivos, y –aunque haya cambiado de nombre– en Cuba, Corea del Norte, y otros países, reprime y destruye familias. No pudo ser peor el resultado. Era una mala semilla, puesto que la plusvalía no es un efecto socialmente erróneo, como formuló Marx para ganar adeptos, sino el incentivo socialmente necesario para el desarrollo.