De José Martí, como de Cristo, puede afirmarse que son seres sublimes, pero indefensos. Cada cual hace con ellos lo que quiere. En nombre de Cristo se cometieron tantos horrores y felonías que se ha conseguido, al fin, empañar la imagen sagrada y alejar de ella a muchos que identifican cristianismo con hipocresía y fariseísmo. Del mismo modo, en nombre de Martí según ellos, mantienen los castristas un régimen que es, en su esencia y en sus actos, la cosa menos martiana que quepa imaginar.
Al parecer, Castro se convenció de estar haciendo exactamente lo que Martí soñaba como República. No obstante que son innumerables los textos de Martí que condenan a Castro y a su método de gobierno, textos clarísimos, salvados de interpretaciones y de matices o «maneras de entenderlos», han insistido el tirano y sus secuaces en meterse bajo la sombrilla de Martí y trasladarle a éste la autoría intelectual de las actuaciones más inhumanas y abusivas.
La pretensión de estar cumpliendo con la doctrina y con el código vivo de ética que fue la existencia de Martí es tan ridícula y falsa que puede hablarse sin exageración de insulto y aun de agravio. Pretender que el mundo vea en Castro la reencarnación de Martí es algo que produce náuseas. Ahí están los hechos, no sólo las palabras. Los hechos de uno y otro personaje. Martí no decía amar la libertad: amaba la libertad, y lo demostraba con sus actos cotidianos. No derramó jamás una gota de sangre de ningún ser humano, amigo o enemigo. Estuvo presente en un combate, pero él fue quien murió, no mató a nadie, ni aun acogiéndose a lo normal en una guerra.
Pues bien. Los castristas, dóciles a las órdenes y opiniones del amo, siguen manteniendo en el extranjero la falacia de que cuanto hacen sigue puntualmente el pensamiento de Martí. Un señor Oramas, viceministro de Relaciones Exteriores, declaró para un periódico madrileño, en respuesta a la pregunta de por qué siguen empeñados los dirigentes cubanos en no aceptar el multipartidismo, lo siguiente:
«Nosotros no aceptamos el multipartidismo, en primer lugar, por razones históricas. Cuando tiene lugar la guerra de 1868, el caudillismo, cada jefe militar seguía la estrategia que le parecía conveniente para conseguir la independencia. Unos años después, José Martí se da cuenta de que Cuba lo que necesita es un mando único, cuando todavía Lenin estaba en pantalones de la escuela primaria. Y ya José Martí estaba creando el partido único por la independencia de Cuba…»
¡Increíble! El señor Oramas afirma que el Partido Revolucionario de José Martí fue concebido como un organismo político monolítico, a la manera de los partidos comunistas del lenino-estalinismo. Es decir, un solo partido en la República, un partido único para todos los ciudadanos. ¡José Martí!
Por supuesto, para asentar tamaña barbaridad, el señor Oramas comienza por tergiversar la historia. Las fricciones entre Martí y los “caudillos militares”, Maceo y Gómez (quienes no eran en modo alguno enemigos de la democracia en nombre del autoritarismo militar), se produjeron exactamente por lo contrario de lo que dice el señor Oramas: Martí no quería que la guerra fuese controlada y dirigida por los militares, sino por el poder democrático-civil.
Por su pasión democrática y civilista, Martí olvidaba la amarga realidad del 68, que en gran medida fracasó por la heterogeneidad del mando: una presidencia, una cámara de representantes, una subordinación del poder militar al poder civil. Lo que no querían ni Gómez ni Maceo era repetir en la nueva guerra el error del 68.
Las posturas mentales del jefe civil y de los jefes militares, ante la guerra, no ante la República, llegaron a hacerse inasimilables para ambas partes. Éste fue el penoso episodio de La Mejorana. Con todo lo que admiraba y respetaba Martí a Maceo y a Gómez, no escondía su temor a una República gobernada «como se manda un campamento». Sabía que ni Maceo ni Gómez eran aspirantes a la dictadura militar en la República Libre, pero la fidelidad al Principio, a la doctrina civilista, podía más en él que los sentimientos de amistad y de admiración. Él conocía a fondo la historia de América, y sabía cuántos fueron los dictadores que tenían en su hoja de servicios la pelea por la Independencia. Sabía Martí que un hombre puede pelear contra una dictadura, y una vez en el poder convertirse en un dictador cien veces peor que el derrocado.
Es decir, que ni aun para la guerra quería Martí «un mando único». ¿Cómo iba a concebir una República como la que el señor Castro ha impuesto y mantiene por la fuerza de las armas con todo el poder, todos los derechos, todos los tribunales, todas las decisiones, en sus exclusivas manos, en su voluntad omnipotente y omnímoda?
Martí soñando con salir de la corona española para entrar en una cárcel militar, con un cómitre vestido de genízaro todo el tiempo, con el poder vitalicio y derecho a testarlo para una sola persona, es un plato demasiado fuerte. Comparar a Martí con un señor que tuvo, tiene y tendrá miles de presos, miles de cubanos muertos en Cuba y en África, miles de desterrados, millones de ciudadanos sin derechos en la Isla, es llevar demasiado lejos la necesidad de tener una coartada para un crimen tan monstruoso.
Eso que esa gente ha hecho y sigue haciendo no tiene nada que ver con José Martí. Este hombre adivinó con la certeza de un profeta el horror que llegaría a ser el socialismo si se instalaba en algún sitio. Presentarlo como antecedente del castro-comunismo es abusar demasiado de la indefensión que padecen los grandes santos y los grandes héroes.
Una primera versión de este artículo apareció en 1990. Cortesía El Blog de Montaner