En diciembre de 2015 tuve la inmensa satisfacción de ser parte del jurado que otorgó a los poetas Manuel Díaz Martínez y Rafael Alcides el Premio Nacional de Literatura Independiente ‘Gastón Baquero’. Fue un premio muy bien compartido. Por muchas razones. Ambos, excelentes poetas, miembros de la Generación del 50 (los dos mejores, a mi criterio), grandes amigos, dignos a prueba de todo, sin claudicar, uno en el exilio en Canarias y el otro en La Habana, eran como las dos caras de una misma moneda. O una tesis y su antítesis.
Manuel Díaz Martínez, sin apartarse más de lo necesario de la realidad, es el más metafísico de los poetas de la Generación del 50. En su poesía, aunque nunca deja de sonar cubana, se siente el eco de Quevedo y Machado. Es tierna, nostálgica y conmovedora, pero de ningún modo, y aunque no le falten motivos para serlo, melodramática. Ni siquiera cuando habla de la pérdida de su esposa Ofelia, su musa, en los versos de Acta Veneciana, o de la Patria, en ese poema suyo que bien mereciera ser el himno de los exiliados.
Sobre su obra, Díaz Martínez ha escrito: “En mis años juveniles pretendí hacer una poesía que fuese como me imaginaba la realidad, y soñaba con una realidad que era como me imaginaba la poesía. Hoy lo que me apetece y busco es una poesía de mí mismo en la realidad que vivo…Si mi evolución se hubiese detenido en la etapa inicial, ahora sería visto como un poeta optimista y tendría todo el limbo por delante”.
El poeta se considera parte de una generación frustrada que “se empeñó en reducir a realidad una utopía” y a los que timó un ilusionista que se hizo pasar por iluminado.
Díaz Martínez, que fue uno de los represaliados del caso Padilla, en vez de esperar que los mandamases lo rehabilitaran y hasta le concedieran un premio nacional de literatura, como hicieron con los demás a cambio de que permanecieran mansos y obedientes, rompió públicamente con la dictadura al firmar en 1991 la Carta de los Diez. Como a pesar de las amenazas no se retractó, se vio obligado a marchar al exilio.
Sobre esa actitud, años después, entrevistado por Rafael Alcides (Manuel Díaz Martínez entrevista, Encuentro de la Cultura Cubana, número 40, 2006), explicaría: “Me deprimiría insoportablemente que se recompensara mi obediencia cuando lo que me place es desobedecer. El placer que sentí cuando me rebelé contra los poderes que intentaron en 1991 pisotearme en lo político y humillarme en lo personal, y que lo habían conseguido en 1968, es indescriptible y solo comparable al que me embarga cada vez que me detengo a pensar que ya esas potestades no pueden tiranizarme por más que quisieran”.
Manuel Díaz Martínez ha dejado bien claro que si en la patria no cabe la libertad, él prefiere morirse de distancia.