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Los timbales de Dios

Foto cortesía Pixabay

Los timbales de Dios intenta un recorrido por lo que podría ser la historia de la guapería en Cuba, resabio ligado indisolublemente al nacimiento y desarrollo de la propia identidad nacional. Como afirma Francis Sánchez, jurado del concurso de ensayo ‘Carlos Alberto Montaner’ que otorgó Mención Especial al libro de José Hugo Fernández: “Es de valorar mucho este pensamiento lateral que desmitifica y al mismo tiempo juega con los estereotipos de la idiosincrasia cubana”.

“Tema importante en la antropología del cubano, el de la guapería, abordado en Los timbales de Dios desde una perspectiva novelesca, de lucidez y digresiones, como una gran anécdota o historia cuajada de análisis y criterios”. Manuel Gayol Mecías (jurado).

Fragmento del capítulo tercero: Pobre gente

Arquíloco, célebre poeta de la antigüedad, colocado junto a Homero como fundador de la poesía griega, fue además un guerrero que destacó en diversas acciones bélicas. Sin embargo, alguna vez, para suerte y desgracia suya (pero para el provecho de la civilización humana, pienso yo) decidió abandonar su escudo y salir huyendo en medio de una batalla. En la infantería griega de aquella época, el escudo, que era especialmente pesado, no sólo servía como arma defensiva para el guerrero que lo portaba, sino también para proteger el flanco de su compañero más cercano. De modo que abandonarlo durante un combate era considerado una deshonra y además un delito grave, que podía ser pagado con la condena a muerte. No obstante, Arquíloco lo abandonó para poder huir más ligero, al ver perdida la batalla. Nadie sabe cuántos lo habían hecho antes que él y cuántos más lo hicieron después sin que llegasen a ser condenados, pues sus arranques de incontrolable miedo no serían descubiertos por los jefes. Pero ocurre que Arquíloco no era un guerrero cualquiera. Era un gran poeta, un hombre sabio, perteneciente al linaje de los rebeldes impenitentes. Así que no se conformaría con salir corriendo cuando su sentido común se lo indicó. Tuvo que contarlo para que lo supieran todos. Y además lo hizo en versos destinados a procurarle la inmortalidad. “Algún sayo se ufana con mi escudo, un escudo irreprochable que abandoné contra mi voluntad en un matorral. Mas con ello salvé mi vida. Qué me importa aquel escudo. Ya me compraré otro que no sea peor”. Con palabras tan desenfadadas y con un enfoque humorístico para el que se necesitaba tener tanto valor como para pelear en la guerra, el poeta dio cuenta en sus célebres Elegías de aquel acto de amilanamiento, ¿por acción u omisión? Sus correligionarios espartanos lo despreciaron y prohibieron sus poemas, en honor a un culto al heroísmo no menos dogmático (y por tanto falso) que el sufrido por nosotros mismos en Cuba. Muchos pensadores de la Antigüedad y no pocos de estos tiempos lo han calificado como un cobarde, sin tener en cuenta siquiera que al final Artíloco murió con las botas puestas en una de sus otras muchas acciones de guerra. En cualquier caso, es lo que menos importaría a la hora de evaluar la trascendencia de aquel pasaje de emotivo miedo, mediante el cual él había reafirmado su férrea personalidad y su originalidad, expresadas al extremo de hacer burla con las convicciones y los tópicos aceptados comúnmente y apuntalados por las leyes de su época. Arquíloco se creció sobre sus tiempos al echar por tierra los códigos morales del heroísmo y de la falsa idealización de la guerra. Ello lo convertiría en el primer antihéroe de la civilización, al tiempo que su poesía le pasaba la cuenta al heroísmo épico de Homero, inaugurando con ello la modernidad. “… si bajo poderosa fuerza de un dios, no hay que llamarlo flojera o vileza, está bien que nos lanzáramos a huir de males devastadores. Huir tiene su temporada”. Es un fragmento de otros versos que se le acreditan, cuyo final no sólo me parece lúcido y bello, sino rematador de cualquier duda que pudiese quedar en torno a la complejidad y relatividad de los conceptos de valor y cobardía. Huir tiene su temporada. ¿Y quién que es no ha huido alguna vez?  Puntualizo que no hay que confundir el miedo, que es una emoción, o una sensación en todo caso, con la traición, que es resultado del maquinador intelecto, ya que persigue un objetivo. Muchos equívocos que hoy lastran la comprensión de nuestros hechos históricos parten justo de esa confusión, socorrida y perniciosa. El llamado Caso Padilla lo ilustra particularmente. Un poeta audaz, que hace trizas con sus versos los cánones impuestos a la brava por la estética de la revolución, llamémosle así. La respuesta del poder es infame, abusadora, inhumana, dantescamente desproporcionada hasta para los desafueros policiales de una dictadura. Preso, acorralado entre cuatro paredes donde comprende que podría malgastar el resto de su vida, reducido a no persona bajo tortura, el poeta Heberto Padilla es obligado a renegar públicamente de su obra y de sus más honestos criterios y sentimientos. Le obligan incluso a traicionar a sus colegas y amigos denunciándolos por sus nombres y exponiendo ante los represores sus íntimos secretos y su manera de pensar. Guapo por acción en un principio. Y luego, ¿cobarde por omisión o traidor por un objetivo? Paso. No me gustan las disquisiciones livianas. Huelen a queso, según el refranero. Los preceptos de la lógica y los fundamentos de la racionalidad no sirven para nada cuando se trata de ver claro entre las tenebrosas brumas del totalitarismo. A los actos de quienes han sufrido el ensañamiento de un sistema tan enajenante como enajenado, no nos valdría aproximarnos –creo yo- bajo las coordenadas del sentido común ni de ningún otro sentido. ¿Acaso disponían ellos de algo más que del sinsentido y la demencia como recursos protectores? Cierto afamado sociólogo y psicólogo social de nuestros días parece estar convencido de que lo determinante para la conducta de las personas en situaciones concretas no son las características de esas situaciones, sino la manera en que se perciben e interpretan. No está mal. Pero ¿qué puede ocurrir con las personas cuando son atormentadas hasta un punto en que pierden la capacidad de percibir e interpretar como es debido? Que me lo digan los que creen saberlo. Lo único que yo sé, por lo pronto, es que entre el mea culpa de Padilla, con sus demenciales circunstancias por delante, y la actuación de aquellos que con métodos alevosos y fríos elaboraron el guión y montaron la patraña, resulta fácil identificar de qué lado sobresale nítidamente la cobardía, tanto por omisión como por acción. Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor en medio del lodo y la podredumbre. Y dale con los guapos de exhibiciones grotescas. Sólo que a diferencia del guerrero griego, estos guapos dirigentes de la revolución no habían ganado la contienda en un enfrentamiento limpio. Y luego, para colmo, sintiéndose amenazados por un breve manojo de poemas, no demorarían en develar ante el mundo su cobarde estofa. Se cuenta que en algún momento Heberto Padilla comentó con amigos que le hubiese gustado vivir en un país donde pudiera lanzarle una trompetilla al jefe de Estado cuando éste pasara en su auto, sin enfrentar el peligro de ir preso. Lamentablemente no le fue posible (no lo era, ni es) evitar la cárcel por tan pueril atrevimiento. Pero algo sí creo entender. Y es que muy por encima del bálago de sus condicionados miedos, quedará en la historia por haber lanzado la más atronadora trompetilla de la poesía cubana contra el totalitarismo fidelista…


 

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