Más allá de su peculiar manera de versificar, con ese estilo diáfano, coloquial, sin grandilocuencias metafóricas y no por ello menos cautivante, Raúl Rivero nos deja en el recuerdo decenas de crónicas inmunes al olvido y también ese carácter campechano siempre envuelto en un humor que nos invitaba a permanecer a su alrededor todo el tiempo posible. Era un coleccionista de anécdotas que repartía a granel, día tras día. No había repeticiones en su prontuario de relatos, que correspondíamos con sumo interés y casi siempre acompañados de sonoras carcajadas. El gracejo popular se le salía por los poros.
Lo conocí hace poco más de 20 años. Allá por 1996, a menos de un año de comenzar mi trayectoria en el periodismo independiente. En septiembre de 1995, había empezado a trabajar como reportero en la agencia de prensa Habana Press. Previamente me centraba en el desarrollo del sindicalismo independiente, como parte de la directiva de una organización ya desaparecida.
No se apartan de mi mente aquellos días en que compartíamos espacio en la pequeña sala del apartamento de Estrella García, una activista que vivía a la entrada del barrio chino, a pocas cuadras del Capitolio de La Habana y nos brindaba el espacio y su teléfono para realizar nuestras transmisiones.
Hablar de internet era un disparate. Un fax definía nuestro acceso a las nuevas tecnologías de la comunicación. Los textos los tecleábamos en viejas máquinas de escribir. La mía era una Underwood, con una cinta vieja y estrujada.
No recuerdo las razones por las cuales coincidimos en aquel sitio, lo que sí puedo atestiguar es que fue una gran oportunidad para conocerlo y convertirnos en algo más que colegas en el arduo quehacer de informar en medio de las vicisitudes.
Eso fue en el año 1999. Ni pensar en que 48 meses más tarde estaríamos frente a un tribunal recibiendo excesivas condenas por ejercer nuestra labor. El régimen nos convertía en prisioneros de conciencia del Grupo de los 75. A él le tocaron 20 años y a mí 18.
No se me olvida que Raúl iba en los primeros asientos del ómnibus que nos transportaba hacia las prisiones. Si mal no recuerdo, su destino fue la cárcel de Canaleta. Yo seguí hasta el Combinado Provincial de Guantánamo.
Mediante una Licencia Extrapenal por Motivos de Salud, salimos del cautiverio en el 2004. Raúl estuvo entre los primeros que liberaron. Mi excarcelación se produjo pocos meses después. Corría el mes de diciembre del referido año.
He leído que Raúl ha muerto, pero desde mi perspectiva la nota luctuosa es solo una metáfora. Puedo asegurar que lo vi hace un rato asomarse en las páginas de mi libro de cuentos, Huésped del infierno, para el que escribió el prólogo, y también de cuerpo presente, junto al poeta Orlando Fondevila, en la presentación del cuaderno de poemas que me publicó la Editorial Hispano-cubana hace dos lustros.
Los poetas nunca mueren, solo se van de paseo a otras avenidas. Siempre regresan sobre el lomo de un verso o, como es el caso, en una de las crónicas que escribía con dos dedos a una velocidad supersónica. Raúl es inmortal.