La memoria suele tornarse resbalosa y oscura como túnel de alquitrán. Entre las inciertas afirmaciones peor y mejor intencionadas (pero todas igual de nocivas) que leo a diario acerca de ese prodigioso suceso que fue (es) la rebelión popular contra la dictadura castrista en Cuba, el pasado 11 de julio, me han rechinado particularmente algunas según las cuales Fidel Castro habría sabido neutralizar la situación con menos violencia y mayor poder de persuasión que Díaz-Canel o las momias estrelladas que hoy le mueven los hilos. De hecho, aseguran que Fidel lo hizo así cuando el Maleconazo, acontecimiento al que mi labor de periodista independiente me condujo como testigo de primera línea, y cuyas experiencias personales recrearía más tarde en la novela Los crímenes de Aurika, de 2010. He aquí un fragmento, breve pero suficiente para el caso:
Los crímenes de Aurika (fragmento)
Creo que apenas había transcurrido un mes de las estrepitosas ocurrencias relacionadas con el remolcador Trece de Marzo, abordado por varias docenas de personas que lograron tocar la línea del horizonte antes de que fueran apeados por buques del régimen hasta el fondo oscuro de un naufragio sin apelaciones. Y antes, en fechas distintas, otros desesperados se habían llevado más de una lancha que cubría el servicio de transportación de pasajeros entre los poblados costeros de Regla y Casa Blanca. Incluso alguna de estas lanchas consiguió salir de la rada para adentrarse varias millas en el mar abierto, aunque finalmente cayeran igual en los tentáculos de sus perseguidores, o también pudieron ser interceptadas por guardacostas estadounidenses. Con ambos inconvenientes tuvieron que lidiar nuestros audaces navegantes de aquellas jornadas. Pero ahora mismo no me siento capaz de ordenar los detalles según sus fechas y otras puntualizaciones. Aunque tampoco logro ubicarlo en fecha, sí recuerdo que fue en días precedentes cuando otro grupo se apoderó de un buque mercante en el puerto de Mariel e intentó poner proa al norte pero sin resultados satisfactorios, para los abordadores quiero decir. Pero mejor dejo de tocar la flauta y voy a lo que iba. En La Punta y en los alrededores la gente esperaba aquel jueves o viernes por Juan Ponce y su expedición posmoderna de nuevos descubridores de La Florida. Nadie conocía quiénes eran ni qué tipo de embarcación traerían consigo. Y a nadie parecía importarle. Ningún barco habría podido cargar con tantos pasajeros. Total, era lo de menos. Fuese el velero de Ponce o el Nautilus del capitán Nemo o la chalupa de Carontes o algún cefalópodo de acogedoras ventosas halado desde las profundidades por Ned Land el arponero, daba igual. Lo único verdaderamente serio y revelador seguía radicando en aquellas caras. Caras de gente joven, por supuesto, ya que las caras de los viejos –lo notó Bioy Casares a los 70 años de edad– sólo son capaces de expresar azoramiento, ansiedad, majadería, memez… Tan reveladoras me parecieron las caras de aquellos temerarios muchachos que revelador tampoco sería el calificativo exacto.
Luego de merodear por allí durante un largo rato sin que nada nuevo sucediese, decidí continuar pedaleando. Si era verdad que habían secuestrado otro barco, podría confirmarlo subiendo por toda la Avenida del Puerto hasta el Muelle de Luz. Y fue lo que hice. O lo que procuré hacer, pues el acceso al puerto estaba cerrado, así que llegué a una altura en que no pude seguir viaje, me lo impedía una cadena humana (lo de “humana” puede ser exagerado), conformada por mocetones cogotudos y elásticos, todos pelados al rape, todos vestidos de civil, con overoles de trabajo y camisetas rojas. No sé por qué, aunque posiblemente sepa por qué no lo sé, fue justo en aquel momento cuando reparé en que a lo largo de toda mi trayectoria no había visto ni a un solo policía, ni uno de sus carros patrulleros, ni tropas, ni tanques, ni ametralladoras, ni camiones del ejército, nada. Sin embargo, tipos robustos y con la piel requemada por el sol, siempre en grupos de más de veinte o cincuenta o cientos, que actuaban uniformemente, de esos si había hasta para hacer dulce. Los primeros los vi configurando aquella cadena delante del puerto. Pero después vi más. Lo cierto es que no dejé de toparme con ellos en todos los sitios por donde anduve. Frente con frente al Viceministerio de la Marina de Guerra estaba desplegada una de estas pandillas cuyos miembros portaban largas trancas de madera, pero largas y sólidas en abundancia, mucho más que bates de béisbol. Recuerdo que llevaban el torso desnudo, en tanto sus camisetas, todas de color rojo, iban amarradas a la cabeza. Era como un no-uniforme que los uniformaba. Consideré razonable entonces que más allá del sitio en que se encontraban estas huestes la Avenida del Puerto apareciera prácticamente desierta. Y eso que eran pasadas las tres de la tarde, un horario de suma actividad en la zona. Tanta tranquilidad y tanta tranca coincidiendo me provocaron un tuntún desazonador en la boca del estómago. Finalmente, apenas sobrepasada la Lonja del Comercio me dio por pensar que estaba jugándome la suerte que me había acompañado hasta ese momento. Así que tomé por un costado de la iglesia de San Francisco de Asís y luego por la calle Oficios sin detener el pedaleo hasta que me vi en la Plaza Vieja. Iba a torcer hacia arriba, nuevamente con dirección a la zona del puerto, buscando el Muelle de Luz pero sin necesidad de pasar por el tramo de avenida que había hallado tranquilo y trancado. Entonces, justo en áreas de la Plaza Vieja, fue cuando me topé de pronto con Aurika.
De la misma manera que me había inquietado la tranquilidad de la Avenida del Puerto, el exceso de movimientos en la Plaza Vieja, más que inquietarme, me asustó de lleno. Allí las bandadas de jóvenes vigorosos y broncos con camisetas rojas se veían transitar en números muy mayores. Llegaban a pie desde diferentes ángulos de la plaza, eran reorganizados y de seguida los iban montando en camiones que salían disparados rumbo al litoral. Supuse que la plaza había sido escogida como una especie de centro de distribución. En este caso los hombres no traían sus pechos desnudos, así que pude distinguir en cada una de sus camisetas las ilustraciones en letras blancas que los identificaban (o los hacían pasar, eso no lo sabe ni Dios) como integrantes del contingente de obreros de la construcción Blas Roca. Vi que antes de acomodarlos en los camiones les era entregadas a cada uno de ellos unas porras de color negro, muy lustrosas. No sé si eran de goma o de metal o de madera. Sólo sé que aquellas porras rutilaban como los ojos del cernícalo bajo las pálidas sombras del atardecer, y sé que eso me laxó los músculos, que inesperadamente empecé a sentirme todo blando y pastoso como el majarete y que al parecer perdí por un instante las nociones de espacio y de tiempo, ya que cuando vine a ver, sin haberlo visto venir, Aurika estaba parado frente a mí regañándome: Vete de aquí, comemierda, desaparece, hazte humo.
Debe ser verdad eso que afirman los que saben acerca del cerebro, que es conservador, dicen, porque primero creó nuestros instintos, luego las emociones y por último, sólo a la zaga de todo lo demás, la virtud de razonar. Por suerte (esto lo digo yo), parece que durante aquel proceso no teníamos todavía cerebros de consumistas. Ni fantasear me gusta acerca de la posibilidad de que nuestros cerebros al crear nuevas habilidades hubiesen tirado las anteriores al latón de los desperdicios. Nos sobraría sustancia para razonar, tal vez, pero, ¿qué sería de nosotros sin la capacidad instintiva? O para ser más conciso, ¿qué sería de mí? A la luz de la razón no me fue dado entender aquella tarde –creo que todavía no lo entiendo completamente, con todo y los más de diez años transcurridos– qué hacía Aurika en la Plaza Vieja, entre aquellos gorilas cibernéticos, vestido como ellos y con la negra y bruñida porra en mano. A la luz de la razón ni siquiera se me ocurrió preguntarle. Únicamente abrí la boca, cuando al fin pude abrirla, para tragar saliva boqueando como un pichón, pero ya para entonces mi amigo había logrado encasquetarme sobre la bicicleta y me empujaba calle abajo mientras decía sonriendo, con su sonrisa entre sonrisa y mueca: Ve y enciérrate en tu casa, que ya te haré llegar noticias. Estoy planeando robarme el yate Granma de su pedestal en el Museo de la Revolución, a ver si todavía navega. Era el Aurika de costumbre, capaz de escurrirse por el vado tirando a guasa los asuntos más severos y en medio de las situaciones más dramáticas. Sin embargo, ahora que puedo sopesarla como no pude entonces, juraría que le costó un gran esfuerzo desembuchar aquella guasa. No es que se lo notara, yo no estaba en condiciones de notarlo, pero lo juraría. Por cierto, esas fueron las últimas palabras que escuché de su boca, hasta el sol de hoy. Si bien no sería la última vez que iba a verlo. Desgraciadamente no iba a ser la última vez que iba a verlo aquella misma tarde.
Sin miedo no hay pasiones, la acción resulta absurda. Debo haberlo leído en algún libro y bien que me vino, porque aquella tarde, después de repetírmela unas veinte o treinta veces mientras pedaleaba desde la Plaza Vieja en busca de la calle Monte para bajar tirando a El Cerro, fue precisamente esta frase la que me ayudó a volver en mí y a frenar la bicicleta con la idea de desandar lo andado. Fue la frase y también la casualidad de que me cruzara con otro de mis colegas reporteros independientes de la carroña. El sujeto venía desde Centro Habana y me contó que en las inmediaciones de las calles San Lázaro, Galiano o Belascoaín ya estaba armada la gorda. Dijo haber presenciado cómo las muchedumbres de aquellos muchachos embravecidos hacían añicos a pedradas los cristales del hotel Deauville y de unos cuantos establecimientos más. Dijo que pudo ver a muchos de ellos cuando eran esposados y conducidos a lo bruto por grandes cantidades de policías, los que al pasar cerca de los balcones de edificios aledaños eran confrontados por los vecinos que les gritaban criminales y esbirros, entre otros piropos. También le oí decir que tanto la policía como las multíparas turbas de los cogotudos con camisetas rojas apaleaban y pateaban a todo manifestante que les caía entre las garras, y que se podían contar por cientos (creo que el sujeto dijo ceremiles) los jeeps de asaltos con ametralladoras de setenta milímetros que recorrían las calles, sobre todo en las áreas aledañas al Malecón, por más que –también me dijo el sujeto– las protestas continuaron extendiéndose, y tanto que sus ecos resonaban ya en pueblos periféricos como Regla y Cojímar.
Sin miedo no hay pasiones. Pero cuando el miedo sobrepasa los límites tampoco hay frijoles sobre la mesa para los infelices reporteros a los que como a mí nos había tocado morar de pupilo en las temblonas riberas del miedo, y además escarbando dentro de la carroña. Así es que, sin pensarlo, regresé aquella tarde a la zona del conflicto…