Supón que es de madrugada y hace un friíto de lo más sabroso y te llevan a fusilar. A fusilarte. Supón que te lo has buscado cometiendo una interminable lista de crímenes contra la humanidad. En una cola para comprar arroz (estuviste la friolera de cuatro horas y cuando te llegó el turno la empleada, sucia e incivil, te dijo con toda la delicadeza de la que fue capaz ─ninguna─ que el arroz se había terminado) expusiste que tus padres siempre fueron pobres y trabajadores; vivieron a lo largo de cuatro gobiernos y nunca se acostaron sin comer. Hoy lo harían. Primer crimen. Y último. Porque la “interminable lista” se reduce a este. La empleada puercona, resbalando entre montañas de arroz, llegaría hasta un teléfono, Compañeros, aquí hay un traidor a la patria, es Fulano de Tal, etcétera. Lo otro es de imaginarse: la mansedumbre con la que te dejas arrastrar hasta el recinto; el odio con que te procesan; la mala suerte de haber caído en un momento en el que las tensiones con los enemigos imperialistas alcanzaban unos de sus clímax semanales. Las pruebas no faltarán y ─la información es un derecho del pueblo─, oportunamente serán publicadas en el heroico órgano de la revolución, el periódico Abuelita. Diversionismo ideológico manifestado en una melena demasiado larga. Le gusta el rock and roll, esa música de maricones. Jamás ha ido a un obligatorio trabajo voluntario y, lo peor de todo, es un agente de la CÍA. Aquí las cosas empiezan a complicarse. La gente de tu barrio te conoce. Saben que eres joven y rebelde (hasta no hace mucho era una VIRTUD serlo); que, ¡oh horror de los horrores!, prefieres perseguir muchachas y hacerles dulcemente el amor antes que machetear cañaverales bajo un sol de muerte, acariciado por el mucuna pruriens, mejor conocido como pica-pica; que Los Beatles, que los Rolling Stones… Pero en eso de la CÍA si fuiste demasiado lejos. Esa gente envenena vacas y Círculos Infantiles con idéntica saña. Y ejecuta atentados de viento contra el Gran Líder. Tú, ni corto ni perezoso, desde la celda llamaste a tu abogado que en unas pocas gestiones resolvió el malentendido. El periódico Abuelita aceptó tu Derecho a Réplica donde demostrabas que no eres de la CÍA ni un carajo; que tu melena había desaparecido milagrosamente de la noche a la mañana, y que tus discos y revistas no son un obstáculo. No problem. A casa. Pero no. Un momentico ahí, compañero. Si la Revolución dice que eres de la CÍA, lo eres. ¿Abogado? Je je. ¿Derecho a Réplica? Je je je. Ahora vas en un camión con este friíto bueno para estar en la cama, bien arropado y cerca de otro cuerpo. De otro cuerpo vivo.
II
La escena preliminar es ficción histórica. Situaciones similares hubo a saco en esa fábrica de los horrores que fue el estalinismo soviético. Las hubo a espuertas en la China de Mao. Franco, Trujillo y Pinochet también fusilaron por poco. Pol Pot se merece un altar en el infierno. Y en Cuba, la Deseada, la Perla del Caribe, el Delicioso Edén, se jaló del gatillo con un fervor más que pernicioso. Se fusiló a chivatos (ojalá nunca se vuelva a hacer, de lo contrario…); se fusiló a asesinos; se fusiló a bellacos por querer robar una gabarra en la que sobresalían dos o tres súbditas europeas; se fusiló. Y supongo que en la locura inicial no faltaron los traspapeleos. El vulgar ladronzuelo termina en la celda de los apestados políticos. El revendedor como Enemigo del Pueblo. El resto, otra vez, es fácil de imaginar. Como también lo es que jamás se pedirán disculpas ni se ofrecerán reparaciones. La Revolución nunca se equivoca, compañeros. Nunca. Ay.
III
Es vetusto el tema de la simpatía erótica que provocan las dictaduras (y los dictadores). Sus acólitos se cuentan por millonadas y de todas las procedencias sociales. Mientras esto exista ─y siempre existirá─ las dictaduras (y los dictadores), reptando de un país a otro, de un siglo y de un nombre a otros, existirán.
IV
La obra de Rafael Vilches Proenza trata de este tema. Y lo hace en un tiempo en que la opresión que vive el pueblo cubano goza, aún, de cariños enormes. Los tontos del espacio exterior ven a Cuba como el paraíso sexual, esas mulatas de rostros achinados y caderas y pubis suculentos que te ponen a gozar a ritmo de mambo ─y es cierto que lo hacen, si pagas─. ¿Hay dificultades económicas? ¿Nadie quiere trabajar? ¿Casi todo el mundo roba y, si puede, se prostituye? ¿El alcoholismo a borbotones? Claro que es así, compañeros, pero cómo no va a ser si el poderoso enemigo del norte nos tiene asfixiados con un cruento bloqueo, bla bla bla. Y no nos damos cuenta del viejo asunto de la política exterior, Roma versus Cartago, la culpa es del otro. Somos brutos y no hemos leído a Orwell, Foucault, Solzhenitsyn. Somos brutos y tenemos miedo. Y los tontos del espacio exterior, los que se tatúan determinados líderes en sus hombros o putean a cubanos que simplemente no desean ser comunistas (lo han sufrido; o lo hacen por dinero; o son segurosos: es su problema y de ningún modo un crimen) no han reparado en un punto de la realidad cubana, este vergel de la igualdad: cómo viven Los Jefes y cómo no vivimos los que no somos ni seremos jefes. Cómo son las casas y los carros (y hasta las mascotas) de Los Jefes. Qué comidas comen y con qué mulatas de rostros achinados y caderas y pubis de ensueño se enredan Los Jefes. Mientras uno pierde su vida en la cola del arroz. Y remienda los zapatos a medianoche para ir a un trabajo en el que te pagan (eres licenciado, que conste) veinte dólares al mes. Uno, al que le importan un carajo el poderoso enemigo del norte y el hombre nuevo y piensa que no estaría nada mal chocar la bola con una de esas mulatas a las que no les gusta la poesía y sí las langostas y demás y demás. Ellas saben. Y tener derecho a abogados y derecho a réplica. Tener derechos. Si los norteamericanos carecen de ellos, si se matan entre sí o lo que sea, no debe ser difícil imaginar que es problema de los norteamericanos. Los tontos del espacio exterior no saben el asco que da la misma retórica día tras día durante décadas, los emplazamientos, el tira-tira, y enterarse fidedignamente de la cantidad de negocios que existen entre Roma y Cartago. Las toneladas y toneladas métricas made in de todas partes que arriban pero que no alivian. Y que entrarían más si, después de tomar el chocolate, se pagara lo que se debe. Uno, que es bruto y no conoce el significado del término bloqueo. Para no hablar de aquellas avalanchas vomitivas que fueron ciertas movilizaciones para gastar galaxias de dinero en logística, agitando banderitas y agotando canecas. Porque somos apolíneos y no dionisíacos. Pero Los Jefes tampoco han leído y, hay que decirlo, son más brutos que nosotros. Y, también hay que decirlo, tienen más miedo que nosotros. (De paso, negra, alcánzame otra langostica, si total).
V
Inquisición roja, la novela de Rafael Vilches Proenza, trata de estos temas. Algunos dirán que es falsa. Que las Unidades Militares de Apoyo a la Producción jamás existieron. O que sí, pero que solo eran campamentos de reeducación donde, mediante el trabajo, se reinsertaba a las personas confundidas (sin su permiso) en una sociedad con normas nuevas. Eso de creer en un Dios decadente o que te gusten entes de tu mismo sexo o el rock and roll (esa música de maricones) no va con nosotros. Pero un dolor así no se inventa, créanme. No somos los tontos del espacio exterior y no hay quien nos venga con cuentecitos. No se los aceptamos a la mafia anticubana de Miami, pero tampoco (y mucho menos) a la mafia anticubana de La Habana que, como saben o sabemos algunos lúcidos del espacio interior, que sí leen, leemos, es más cruel, traidora e hija de la grandísima que la primera.
VI
Los tontos del espacio exterior también simpatizan con Corea del Norte. Y niegan que las FARC-EP fueran narcoguerrillas. Es decir, niegan lo que las mismas narcoguerrillas han aceptado. Esa es la característica fundamental del ciego que no quiere ver. Así son las mujeres abusadas por sus hombres ─y entre más grande es la tunda, más intensa la noche de reconciliación. Así hasta el desenlace final, fatal─. Dicen que la risa es prerrogativa del ser humano. La tristeza también debía serlo. Vistas las cosas de este modo, el ser humano es más merecedor de la tristeza que de la felicidad. Y, me da mucha pena, compañeros, pero se acabó el arroz. Vuelva mañana.
VII
Aunque de fácil lectura, transitar las páginas de una novela como esta se vuelve un asunto arduo. Caminas con dolor sobre el dolor de cuerpos inútilmente segados por esa otra guerra, esa estúpida e infantiloide borrachera de poder que comenzó para nosotros (que comenzamos a sufrir nosotros) en enero de 1959. Los personajes, levantados de sus rutinas a mitad de la noche, procuran sostenerse mediante una esperanza que saben inútil, pero que del mismo modo se niega a abandonarlos. Sus hambres anhelan con idéntica intensidad un cuerpo para amar que un trozo de músculo para sustentarse. Se burlan de todo y de ellos mismos. Y de paso nos cuentan una historia que hoy asusta a los mismos que la escribieron a punta de fusil. ¿Por qué Stalin fue peor que Hitler? Pues porque mientras fundamentalmente el malo de Hitler acabó con extranjeros, el bueno de Stalin fundamentalmente lo hizo con compatriotas suyos. No es difícil de entender. No sea bruto, compañero. Lea.
VIII
No sé qué extraño mecanismo ocurre con los historiadores, quienes terminan indigestándose con la historia. Las partes más ricas, el puro mineral, se ignora o funde con ligereza, en tanto la escoria (Los Jefes, metiéndose entre pecho y espalda una Heineken y una langosta más, sentirán melancolía por esta palabra) se vuelve el meollo del asunto. Es aquí donde el poeta aristotélico surge. Tal vez no sabe la metodología del pie de página, o la estéril acomodación de los anexos, pero a su alma le es posible metabolizar todo un milenio, con sus complejidades, injusticias y su consabido alud de mierda, en una estrofa, un párrafo, una novela. Lo que se narra aquí no ocurrió hace mucho. Cincuenta o sesenta años, se sabe, no son nada frente a la historiografía. Y por otro lado sí que cuentan en la piel del prófugo, del condenado, inocente o no. En la madre trabajadora que cocina con leña verde. En el interior de la joven prostituta de quien todos dicen que huele bien, excepto ella misma. El guajiro que cedió su fértil tierra para que se llenara de espinos. Esta es la novela del dolor. De las esperanzas perdidas y las grandes esperanzas. De un pueblo alegre al que no le han enseñado más que a odiar. De gente semejante a palomas salvajes y a las que se les ha rodeado con un muro, una alambrada. Lea esta novela y sea otro, otra. Si es un tonto del espacio exterior, deje de serlo. No sea yanqui, pero tampoco se deje engañar por las banderitas en un cielo que sigue siendo hermoso, pero en el que cada vez hay menos palomas y bajo el cual sigue habiendo demasiados, demasiados muros.
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