La unanimidad rota en los umbrales de una reforma incierta

El castrismo se empeña en mantener a la nación cubana bajo el dominio de sus aberraciones. En vez de comida y sosiego, ofrece grilletes y promesas de futuros luminosos que terminan siendo una extensión de las tinieblas que han imperado durante su larga existencia.

No hay vida dentro de los límites de una Isla que pudo ser el espacio ideal para construir una sociedad razonablemente madura e inclusiva. Lo que prevalece es el sofoco, las ojerizas, los abusos a tutiplén, la miseria y los planes para salir como un cohete de ese paraíso que continúan promoviendo en los noticiarios y también en los discursos que airean los dirigentes con sus vientres ordinarios, incluido Díaz-Canel, el que ganó la presidencia con el voto de Raúl Castro y un puñado de compinches.

Hay que recordar que en Cuba no hay gobernantes y gobernados, la relación que parió el socialismo neoestalinista está basada en el dictamen procaz de los carceleros con ínfulas de ministros y una caterva de prisioneros, poco más de 11 millones, que trabajan, van a la escuela, se gradúan de la universidad y repiten y aplauden consignas patrióticas si la ocasión lo amerita. Todo acorde con un plan, bien estructurado mediante el cual exponer ante los ojos del mundo, un orden social armónico, casi perfecto.

Los mandamases no escatiman en gastar recursos y energías en conservar un modelo que ha llevado al país a un callejón sin salida. Les basta con las garantías de una continuidad de su modo de vida burgués, alcanzado sobre los impenitentes ciclos del hambre y el terror administrados con rigor científico, por burócratas ineptos y miles de policías uniformados y encubiertos, sin dejar fuera de esta ignominiosa exposición a los chivatos que andan tras la pista de los “deslices contrarrevolucionarios” en cualquier rincón del territorio nacional.

Pese todo este andamiaje de pobreza inducida, guardias por doquier y soplones a tiempo completo, el pueblo halló una rendija por donde canalizar sus frustraciones, acumuladas en 62 años de hegemonía absoluta del partido comunista, el 11 y 12 de julio.

El hastío hizo trizas los pronósticos de que no era factible un levantamiento popular en el gulag caribeño.

Decenas de miles de cubanos, en más 50 ciudades, demostraron que había llegado la hora de quitarse el corsé de la doble moral y de dejar atrás el voto de silencio ante el agobio de las palizas existenciales.

Aunque las protestas no alcanzaron el propósito de obligar a la élite de poder a una restitución plena de los derechos políticos, civiles y económicos, sí sentaron una pauta en el devenir histórico que marca la historia de una revolución con un impresionante inventario de fracasos y desatinos.

Esa unanimidad popular en torno a la ideología, creada a partir de los manuales marxistas-leninistas, fue desacreditada en esos dos días, con frases a favor de un cambio pacífico y de rechazo a la actual dirigencia.

La brevedad del episodio contestatario y su limitado impacto a nivel social y político, no deberían ser causa del ensanchamiento de los límites de la desilusión que acompaña a la mayoría del pueblo, oculta tras los muros de un conformismo hasta cierto punto lógico, en un ámbito regido por un rosario de medidas punitivas que paralizan cualquier iniciativa contestataria.

Más allá del éxito del régimen en haber podido detener la ola de protestas, hay que tener en cuenta las condicionantes a las que se enfrenta para evitar el definitivo hundimiento de un sistema económico probadamente disfuncional, una clase política envejecida y abocada a mayores contradicciones, y una parte de la población que se atreve a denunciar los atropellos sin detenerse en las consecuencias.

Se trata de un despertar sujeto al ritmo de una gradualidad moldeada por un aluvión de circunstancias negativas, pero que apunta a una genuina persistencia en la medida que el gobierno insista en la puesta en práctica de una serie de disposiciones absurdas que impiden el desarrollo integral del país.

En relación al tema, la entrada en vigor del Decreto 35, con la finalidad de penalizar las publicaciones que en las redes sociales se considere lesionen los intereses del poder, se añade a esta ofensiva enfilada en espesar el blindaje ideológico.

Esto, sin dudas, reforzará las aprensiones de los internautas en el momento de postear o compartir alguna información. Sin embargo, no creo que sea suficiente para detener los deseos de comentar los angustiosos detalles de la supervivencia u otros asuntos que respaldan esa trágica definición de “estar muerto en vida”.

Cuba entró en la órbita del cambio, aunque tal afirmación pueda interpretarse, desde determinados ángulos de la realidad, como demasiado optimista.

El asunto está en la naturaleza de esas transformaciones, sus dinámicas y alcances. Algo que cae en el terreno de la especulación y por tanto está sujeto a una multiplicidad de variables.

Aunque siga pareciendo quijotesco, hay que seguir abogando por la libertad de los presos políticos, el respeto a las libertades fundamentales, la legalización del multipartidismo, la independencia del poder judicial, entre un profuso pliego de demandas, tan o más importantes que la liberalización de la economía.

Hay que estar alertas ante la posible estructuración de un cambio-fraude, donde se le suministren nuevas dosis de capitalismo a la debilitada economía insular y se abran algunos espacios políticos controlados, por pura formalidad y no como parte de una reforma a fondo que siente las bases para el establecimiento de una democracia.

De muchos depende que se aborte ese plan que pudiera hacerse realidad en los próximos años.

El sacrificio de cientos de activistas a través de los años y de las miles de personas que participaron en las manifestaciones del 11 y 12 julio, muchas de ellas aún en prisión, no puede quedar en el olvido.

Cuba merece la oportunidad de ser un país al margen de las exclusiones por pensar diferente, de ese aspecto ruinoso y sombrío, de tantas mezquindades y privaciones.

El secuestro debe terminar. Cada cual tiene la responsabilidad de zafarse las amarras de la manera que estime pertinente. Quienes continúan a la espera de un salvador, deberían convencerse que nunca llegará. No es tiempo de perder el tiempo, y valga la redundancia.


Texto perteneciente al Dossier ‘El 11J en contexto’, del número 17 de Puente de Letras