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La tercera generación

La culpable es la tercera generación. “Padre laborioso. Hijo millonario. Nieto botarate”. Sentenció Álvaro. Fue una conversación a cuatro voces en la que hubo un acuerdo casi total. El peruano Álvaro Vargas Llosa, el economista argentino Gerardo Bongiovanni, la cubana Linda Montaner -mi mujer-, y este desdichado escribidor.

En España, en Chile, en Perú, aparentemente había sucedido lo mismo o algo muy parecido. Alguna explicación tendrá el misterio. Los tres países han sufrido mucho en conseguir transitar a la democracia y cierta prosperidad relativa, pero los tres le han abierto la puerta a la izquierda más delirante. Comencemos por España.

España

La transición a la democracia plena comenzó en el velorio del Caudillo, como a veces se le llamaba a Franco. Afortunadamente, casi todos estaban dispuestos a traicionar sus palabras. Muchos de los ex franquistas pensaban que había que acercarse a Europa entonando algo que no fuera el “Cara-al-sol”; los comunistas se olvidaron del “No-pasarán”; los socialistas cantaron a coro, junto a los alemanes, una versión descafeinada de la Internacional; el ejército se había acostumbrado a recibir las órdenes del alto mando; y la Iglesia se dejó de kirieleisons y mostró su cara más aperturista y moderna. Para ello contaron con el rey Juan Carlos y con su escudero Adolfo Suárez.

Probablemente los españoles no culminaron su transición hasta los gobiernos de José María Aznar (1996 al 2004). Se cerró el círculo. Era la derecha, pero sensata y despojada de cualquier tentación autoritaria. Después vino la negación de las virtudes de aquellos años de vino y de rosas, de ilusiones y peligros. Comenzó con Zapatero, pero se acentuó con Sánchez. Era la tercera generación.

Chile

En Chile pasó algo similar. El general Augusto Pinochet gobernó durante 16 años, desde el 11 de noviembre de 1973. En 1988 el plebiscito lo ganó la oposición (56% por el No a Pinochet y 44 por el Sí). En el 73 un golpe militar había sacado del poder a Salvador Allende.

El abogado Patricio Aylwin ganó las elecciones de 1989. Fue postulado por la Democracia Cristiana. Ante el desbarajuste económico y social provocado por Allende, había sido partidario del golpe del general Augusto Pinochet en 1973, pero se asqueó, como muchos chilenos, por las violaciones de los Derechos Humanos cometidas por los militares y los servicios de inteligencia.

El senador Aylwin había ganado con el 55% de los votos al frente de la Concertación. La concertación era una conjunción de partidos de centro izquierda en la que estaban la DC, los socialistas, los socialdemócratas y otras fuerzas pequeñas que llevaron a Allende al poder en 1970.

Después de Pinochet y Aylwin le siguieron, dentro de la Concertación, el ingeniero democristiano, Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Le siguió el socialdemócrata y economista Ricardo Lagos, y la médico socialista Michelle Bachelet. Más adelante le tocó su turno a Sebastián Piñera. Era la primera vez que ganaba un candidato conservador, pero enfrentado a Pinochet.

Esto último no le sirvió de mucho cuando regresó al poder en el 2018. En efecto, en octubre de 2019, al año y pocos meses en que Sebastián Piñera había vuelto a la gobernación de Chile, miles de revoltosos chilenos tiraron por la borda la idea de que el país había alcanzado la mayoría de edad.

Hasta ese punto, la mayor parte de los observadores de América Latina -y yo entre ellos-, pensaban que los chilenos habían desarrollado un modelo político y económico fundado en el Mercado, en el gasto público reducido, pero suficiente, en la obediencia a la ley, en el intenso comercio internacional, y en la seriedad y la sensatez.

No pensamos en la tercera generación. El porcentaje de pobres había bajado del 46% al 8. El coeficiente Gini se redujo en casi 10 puntos. Chile había dejado de ser una de las naciones más desiguales del planeta y se había acercado a una distribución de ingresos semejante a Estados Unidos.

Veremos cómo se comporta el nuevo gobernante Gabriel Boric. Ya ha comenzado a gobernar. Tiene 35 años y pertenece a la tercera generación. No me hago demasiadas ilusiones.

 

Perú

El caso de Perú es diferente. Muchos peruanos, los más alertas en las cuestiones económicas, siempre pendientes de los vecinos del sur, habían visto el caso de Chile con mucho interés. Tal vez era el momento de repetir el modelo chileno.

Recuerdo la campaña de 1990. Perú venía del desastroso gobierno del primer Alan García. Parecía que Mario Vargas Llosa iba a ganar fácilmente la presidencia del país. En ese momento, electoralmente, Alberto Fujimori era un perfecto desconocido. En los debates contra Vargas Llosa durante la campaña, parecía que el novelista había ganado ampliamente, pero Fujimori triunfó por el 62% frente al 37 que obtuvo el escritor. A Vargas Llosa le hizo daño la campaña de “neoliberal” que se proponía gobernar para los ricos y los blancos. No era cierto, pero esa era la percepción general.

Fujimori, una vez al frente del gobierno, se apoderó de algunas medidas liberales, las mezcló con otras del recetario del “capitalismo de amiguetes”, en especial las privatizaciones corruptas, dio un “autogolpe” contra el Congreso en 1992, y consiguió remontar la crisis económica que había dejado el primer Alan García.

El fujimorismo, que es autoritario, lo que lo convierte en antiliberal, ha sembrado una gran confusión en Perú, que ha dado como resultado el descrédito del liberalismo, y acaso la llegada al poder de Pedro Castillo, un maestro que tal vez ha sido impulsado por la tercera generación: la de los botarates, al decir de Álvaro Vargas Llosa. Al menos, fue postulado por el estalinismo más recalcitrante.


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