[…] Salgan de sus nombres, salgan de sus antros infernales. Sin tierra, ni heredad, andaremos camino nunca antes pisado. No te acerques al Arca, mantente a distancia de respeto […].
Carlos Augusto Alfonso ‒El brazo de los sin casa‒
Cuando un verso nos advierte que “regresar es ir tocando el círculo salvaje de la luz”, sin duda alguna estamos ante un poema de hondura insospechada. Quien no entiende la poesía ‒quien no la sujeta ni la desespera‒ nunca podrá entender entonces cuánto de luz, y de salvaje, se requiere para tocar el retorno a uno mismo. Es decir, deberse a la memoria como único modo de liberación.
El libro Poesía para el único día nuestro (Neo Club Ediciones), de Odalys Interián, va exactamente de estas oquedades: de la memoria; del regreso; del acto poético como trascendencia. Premio ‘Dulce María Loynaz 2018’, es un solo poema ‒aunque pueda leerse como muchos‒, pero no porque responda al capricho de un conjunto dramático/poético, sino porque cualquiera de los poemas que componen este libro nos vence, y nos convence.
Son heridas ‒sin el dramatismo gratuito de ir tras el verso fácil‒ que pueden atormentar ese costado nuestro que jamás invitamos cuando despachamos los recuerdos. Nadie en sano juicio atenta contra sí mismo, a menos que sepamos enjaezar nuestros demonios con el mismo coraje de Odalys Interián:
Regresar
es ir tocando el círculo salvaje de la luz.
Arrugar en su pascua los sonidos dispares.
Volver la náusea un acorde feliz
ir devorando las ausencias
sentir el sol en su disfraz
los abandonos.
Regresar
es ignorar la cerrazón hipócrita
que va sobre el recuerdo
ignorar donde empieza
el tramo abierto de las aguas
la infiel marea del silencio
acorralándonos.
Antes de Poesía para el único día nuestro y de su autora, la palabra “isla” era una consecuencia política obligada. Ese simplista memorial donde todo fuimos mercancía o proxenetas; siempre huyendo o ahuyentados [nunca son la misma cosa]; siempre enojados o estridentes. Aquí, la autora embiste esa consecuencia sin el gravamen literario de las últimas décadas. Es mucho más honesta y deja su dolor propio en un papel secundario, quizá porque intuye que no se trasciende a costa de emblema ninguno. Tal vez porque descubre que lucrar y recordar son dos estados mentales profundamente distantes de sí:
La palabra isla
trae un extraño sonido
ruidos / días manchados de temblor
de líquenes oscuros
de nombres y de ahogados.
Nunca está llena la palabra isla
la atestan las nostalgias.
La miro como miran los pájaros
esa corriente infinita que los arrastra hasta el sol.
Isla /una palabra siempre llena de mar
de muchas criaturas
de cuerpos azules desmembrados.
Y la palabra isla
y los tiernos ahogados
acunados en sus ruidos de agua.
La posesión existe
y existe el olor de la muerte
mezclándose aquí con mi silencio.
Quienes creen que una sola voz basta para salvarnos a todos, están en lo cierto. Del mismo modo que la certeza de un solo sol y un solo horizonte alcanzan para trazarnos el círculo ‒otros le llaman límite‒ donde rendirnos, por primera y única vez, a la sentencia que redime y mata con eficacia. Ese misterio habita en Poesía para el único día nuestro, con tanta reverberación que inquieta; desasosiega. No sabemos en cuál verso [emboscada] su autora nos escudriña para susurrarnos las distancias que nos separan de los días verdaderos.
Con una lógica poética que no busca la arrogancia, sino la complicidad consigo misma, Odalys Interián sabe hilvanar la caída libre que significa el más antiguo de los oficios literarios. Su eficacia la ampara para regalarnos este libro, donde parece desatar la certeza que implica existir más allá de las coordenadas de la suerte:
Nosotros sabemos
Nosotros por doquier
desparramados
sabemos
cuánto duele el país.
Nos vestimos y salimos
vemos hundirse el mismo sol
las mismas banderas
colgadas en la franja diminuta de la ausencia.
Bebemos y cavamos
la leche negra del crepúsculo
la intimidad de la sombra en su barbarie.
Nosotros rodamos al espacio vacío
de la fotografía
hasta los ojos del hijo
en su deshabitada tiniebla.
Nosotros en la brazada
cercenados en el trazo
malqueridos
como cruces abandonadas en tierra de nadie.
No olvida nada la autora en Poesía para el único día nuestro. Es un libro tejido a sabiendas de que quedará en los calendarios, sin importar cuánto queramos compartir esos versos que nos pertenecen. Que nos retratan. Que nos obligan a rogar porque, más que en palabras, estos versos se conviertan en el ruego que nos privamos por no merecer siquiera la tristeza, o el donaire de rebelarnos contra el ansia de la comodidad. Leer esta poesía es asistir al milagro de la humildad deshecha de ideologías. De las baratijas que adornan estanterías o anuncios de editoriales acicaladas a destiempo.
La fuerza de sus poemas, precisamente, deviene de la implicación irresoluta de la voz:
A quién le debemos la tristeza
los diálogos vacíos.
Quién nos mostró la desnudez
los tonos desbordados de la luz
en su masacre.
Nos dieron un sol a cucharadas
y una verdad a medias.
Habrá que despoblar las auroras
el triste gemido que desborda
los ojos del ahogado.
Habrá que levantar un puente en el aire
espantar al demonio que va sobre la luz
excomulgar el tramo de memoria vacía
los ciclos infieles que desbordan el hambre.
Como una vicaria ‒ apiadada de nuestras carestías‒ Poesía para el único día nuestro se nos otorga en el único modo posible: dejando pedazos de sí misma en el trasiego, pues como mismo advierte su autora, “hay islas que nunca se apagan… que siguen doliendo”. Pero no es un discurso atrapado en la lejanía o que se abraza a lo fatídico. Tampoco se involucran sus versos en la moda política que primero lanza el dardo y luego dibuja la diana. Es una poesía que ofrece justicia ‒finalmente‒ a cardinalidades tan manidas como la memoria, el compromiso, el dolor, la libertad, la isla y la renuncia.
He aquí, entonces, un libro [Poesía para el único día nuestro] y una autora [Odalys Interián] que en menos de cien páginas nos regresa a la libertad a cambio de nada:
También me quitaron
el primer silencio
la sangre en su mínima raíz
ese tramo de polvo y relámpago
donde viví inocente.
Me dieron alas atadas a un mástil
pero volé señor
volé.
Llevé debajo de la sombra y la ceniza
un puñado de sol
un ramo de vicarias blancas
un jazmín en su círculo de luz serena.
El miedo es una sombra
un deseo intangible de permanencia.
Y me atreví señor
vestí mi lengua de nuevos ardores
rodé decapitada
en el lacónico sonido de la lluvia
quedándome junto al nudo de voces
y la lastimadura.