No deja de sorprenderme la diferencia entre aquello que notamos los que estamos acá, y lo que escapa a la atención de la mayoría de nosotros. Esto se debe a nuestra desinformación voluntaria: nos negamos a leer el Granma, Juventud Rebelde, etc. Digo leer, de cabo a rabo, para intentar por lo menos anticipar lo que el Estado ya está cocinando. Cuando secuestraron a Luis Manuel Otero Alcántara sí que lo revisábamos todo diariamente. Ahora estamos al tanto, o eso parece, de la detención arbitraria de Hamlet Labastida –que, por cierto, también deberíamos considerar secuestro.
A partir principalmente del MSI y el M27, el aparato represivo le ha estado concediendo una atención “inusual” a los artistas e intelectuales de la isla. Inusual en el sentido de hacer a la población consciente de esa atención; de mantenerla “informada” constantemente. Sugiero que esa campaña “informativa” que se caracteriza por ser incesante tiene una meta concreta: inmunizar a la población –preparándola para que acepte, y de paso advirtiéndole de los riesgos que entrañaría la más simple forma de resistencia– en caso de producirse, como es posible que así sea, una ola represiva de proporciones no vistas.
La campaña de inmunización se ha estado llevando a cabo a través del programa de Humberto López, de ataques personales en la prensa en la se han estado levantando acusaciones que supuestamente justificarían la aplicación del Código Penal. El propio presidente Miguel Díaz-Canel se ha puesto al frente de esos paredones que, insisto, están apenas pavimentando el camino. Lo que vemos, entonces, cada día, es el constante ataque en los medios a artistas, activistas e intelectuales que, insisto, no tiene precedentes. Pensemos, por ejemplo, en cuántos cubanos realmente oyeron hablar o se enteraron –en el momento de los hechos, e incluso después– del arresto de Heberto Padilla y su confesión. O de la censura de P.M., y de las “Palabras a los intelectuales”. De estos hechos, que tuvieron repercusión internacional, apenas se enteraron los cubanos.
Pero las cosas han cambiado, y no sólo, claro, por el surgimiento de las redes sociales, sino sobre todo hoy por la creciente miseria, el visible fracaso del sistema, y el descontento –también en aumento– de la población. De esto último el Estado está perfectamente enterado –ya sabemos cómo– y es lo que más le preocupa, porque está en juego el mantenimiento del poder. Por eso tiene muy claro la influencia que sin dudas puede tener el desafío de artistas e intelectuales. Lo dije y lo vuelvo a decir: no se reponen del golpe de “Patria y Vida”.
Habrán notado que al mismo tiempo que atacan y deslegitiman a unos artistas y escritores, han comenzado a usar a otros para que se sumen a esas agresiones, y abonarle el camino al Ministerio del Interior. Tras la primera petición a LASA para que exigiera el respeto a la libertad de expresión y a los derechos humanos en Cuba, y la declaración conjunta de Harvard, el Estado le dio el megáfono, primero, a Victor Fowler. La vileza del texto que escribió no solo fue divulgada en los medios que usa el Estado mayormente para su propaganda externa –como Cubadebate– y otros más especializados como Casa de las Américas –sino también por Granma, que lo publicó en dos partes, para la población. No hay que decir que los cubanos que leyeron eso, no leyeron ni la declaración de Harvard, ni el contenido de la carta. Pero lo importante era que Fowler ganaba más visibilidad como modelo del intelectual revolucionario, y se perfilaba como lo opuesto de aquellos otros que eran presentados como enemigos. Fowler no era Otero Alcántara, ni Tania Bruguera. Fowler no es Hamlet Lavastida.
¿Y qué acaba de ocurrir?
Hace dos días, el 28 de junio, Díaz-Canel pronunció un discurso en la Biblioteca Nacional “por el aniversario 60 de Palabras a los intelectuales.” Que alguien me refresque la memoria si me equivoco, pero que yo recuerde nunca hubo ninguna celebración semejante, ni por el 10 aniversario, ni por el 15, el 20 ni el 30. Es más, ¿a qué viene eso? Un hecho del que, como dije antes, casi nadie del pueblo sabe nada. ¿O me equivoco?
Claro que me equivoco, y a esto iba. ¿Ustedes han notado cuánto hace ya que, a la par de “Soberana es Cuba,” los medios vienen bombardeando con artículos, largos y breves, sobre esas “Palabras”? Claro, al igual que con la declaración de Harvard, todo eso se ofrece descontextualizado, manipulado, a un público esencialmente desinformado. Pero para el Estado lo que cuenta es que la gente escuche hablar de esas “Palabras,” y básicamente recuerde que –desde tiempos inmemoriales– los artistas e intelectuales revolucionarios, y por extensión los cubanos– “acordaron” que “dentro de la revolución todo…” Si revisan Granma y Juventud Rebelde desde mayormente el 23 de junio –pero incluso desde antes– verán el camino al acto del 28 que, para que fuera más amenazador, para “actualizarlo,” se realizó en la Biblioteca Nacional. Y allí, en esta ocasión, no hubo un Virgilio Piñera que levantara la mano para decir que tenía miedo. Por el contrario, allí hubo cómplices y culpables del terror que se vive hoy. Esos a los que Díaz-Canel les prendió la chapita, le dieron su espaldarazo al secuestro de Otero Alcántara, al de Hamlet Labastida y a los ataques contra Tania Bruguera. Antón Arrufat, que sabe muy bien cuál fue el costo de esa política “cultural,” y que fue su víctima, recibió allí mismo donde había levantado Piñera la voz, la orden Félix Varela. En cuanto a los que juntó la carroza de la medalla Alejo Carpentier, ¿para qué hablar?
Les habría sido tan fácil fingir a última hora un dolorcito de estómago, o de cabeza. Sabían –¡cómo no iban a saberlo!– la significación represiva de ese acto, y que contribuían así a aceitar la máquina represiva. Ni siquiera necesitaban ya esos premios.
No quiero concluir sin advertir que las inequívocas señales amenazadoras del Estado son también, por “inusuales” en lo que tienen de masivas y evidentes, señales de miedo y de debilidad. Son la prueba más palpable de que ya no tienen la iniciativa, y de que están jugando a la defensiva. Por eso, cada vez más arrinconado e incapaz de esconder su propia ruina, es ahora más peligroso. En estas circunstancias el silencio es tal vez comprensible, pero la complicidad es francamente repulsiva.