Crónica sobre lo sucedido en la protesta del 27 de noviembre del 2020 frente al Ministerio de Cultura en La Habana.
Les digo la verdad, me lo estuve pensando, comiéndome las uñas, ansioso. No podía contenerme. Razones para no ir tenía más de mil. Pero a medida que pasaban las horas el Ministerio se iba llenando, y mi cabeza también. Era un viernes, y cuando supe que muchos policías y fuerzas represivas se estaban acumulando alrededor de los que fueron a protestar, no me pude contener. Tenía que actuar. Así que sí, estuve en el Ministerio de Cultura esa noche, y esta es mi historia.
Me vestí rápido, estaba loco por salir de casa y sobre todo para que mi mamá no me preguntara. Cuando lo hizo, le dije la verdad, que iba para una fiesta de un grupo de Facebook en el Vedado. Lo que no le dije que el bar al que iba estaba a solo cuatro cuadras del Ministerio.
Agarré la mochila y me fui. Estuve todo el día hablando con Bustillo, que estaba junto a su novia Laura en el lugar; temí por ellas cuando me mandó fotos enseñándome la cantidad de agentes de la Seguridad del Estado que tenía alrededor. Hablé con el Riki y le dije que se les pegara por si sucedía algo las sacara de allí enseguida, luego temí por él y puse a otro amigo mío a vigilarlos a los tres. Demasiado personas con botas militares, el ambiente se estaba poniendo peligroso.
Llegué al Vedado con la idea de llevar agua. Había personas allí desde muy temprano bajo el sol. Quería llevar comida, pero eso sería contraproducente. Pedí nueve pomos de agua de los grandes en el Cupet de Línea y 2.
Fueron todos los que me cupieron en la mochila. Subí por Paseo para ver la situación y la calle 13 estaba llena de policías, agentes de la seguridad del estado y personal administrativo. Todos me miraron con mala cara, y yo a ellos. Entré.
Aquello era un mar de personas. Estaban aplaudiendo cuando llegué, entraba Fernando Pérez al Ministerio. Llegué tarde, ya habían elegido a los delegados para el diálogo, de haber estado hubiera sido uno de los treinta que entraron a la boca del lobo, pero no, me tocó otra misión, así que comencé a buscar a mis amigos y amigas para darles agua.
Me encontré al Riki y lo abracé. Mientras fumábamos me actualizaba de lo que estaba ocurriendo. Sobre quienes entraron a dialogar y les di el visto bueno a todos y todas.
Seguí caminando y mirando para todas partes, estaba rodeado, y mi miopía y la falta de luces no eran buenas aliadas.
Entonces me encuentro con un grupo de los duros. Jorge Enrique, Waldo, Lester. Luego Luna, Leo, Fabiana. Fui dejando pomos de agua a mi paso.
Saludo a Mario Guerra, luego le dejo un pomo de agua a Marthica. Otro a Maivic, la que de tantas personas me agradó mucho que estuviera en la protesta. Me preguntó: ¿Y eso que no entraste? Le dije que había llegado solo hacía unos minutos. Le pregunté por trecientadecimocuarta vez cuándo haríamos fotos, y otra vez me dijo por trecientadecimocuarta vez que no, que yo era muy reaccionario, y nos reímos. Me agradeció por el pomo de agua y nos abrazamos. Seguí.
Me encuentro a Bustillo sentada junto a su novia Laura. Yo preocupado por llevarles agua, pero alguien les había comprado. Hablamos unos minutos.
Se aplaudía cada 15 minutos, me explicó que era para que los delegados supieran que no estaban solos, que afuera se mantenían en protesta más de 500 personas. Además, la situación era mucho más que eso, ninguno de los que estábamos en el Ministerio de Cultura esa noche estábamos solos, el mundo nos estaba mirando.
Seguí saludando a personas y conversando, me movía de un lado a otro. Hacía mucho calor y yo sudaba. Le dejé un pomo de agua a Carolina. Entonces, me fui para el bar.
Cuando llegué al bar en 17 y D, era como una Cuba de otra dimensión, donde no existía dictadura ni régimen de terror. El comunismo nos ha dejado un trastorno hereditario en la memoria colectiva. El castrismo suplantó la democracia para instaurar un régimen comunista que todavía se mantiene en pie, aunque ese 27 de noviembre la dictadura estaba herida, y aún no sabía cuánto.
En el bar todo estaba encantador. La Cuba de los bares no es muy diferente a New York o Paris. Son el reflejo de una sociedad que se ha mantenido ajena a la represión y los encarcelamientos. Puedo asegurar que los hombres y mujeres de los bares de Cuba son la generación que más apoya el fin del embargo económico y el acercamiento con los norteamericanos. También constituyen la generación que más ignora el proceso histórico de ese pedido, sus complejidades, el cómo se dieron las cosas. Son la generación privilegiada que piensa que los norteamericanos nos van a sacar del problema, obviando lo más importante: que los norteamericanos siguen siendo los malos de la película y que Cuba es una dictadura cruel impuesta por Fidel Castro, uno de los hombres más diabólicos y estafadores de la historia reciente. Alias ‘El cenizas’.
Pedí una cerveza y me puse a conversar con mis amistades, a las que no veía desde hacía mucho por culpa del Covid 19. Pero mi cabeza estaba en el Ministerio de Cultura. No podía dejar de pensar en lo que estaba sucediendo. No podía dejar de pensar en lo que había sucedido el día anterior. Cómo la Seguridad del Estado cubano irrumpió en la sede de los acuartelados de San Isidro. En cómo cinco esbirros agarraron a mi amigo Abu Duyanah para llevárselo. Yo estaba encabronado.
En el bar el ambiente era de fiebre de sábado por la noche. Había hasta un hombre tocando un saxofón. Tal parecía que La Habana no era la capital de una dictadura que llevaba más de 60 años en el poder a golpe de represión y totalitarismo.
A la tercera cerveza, ya sabía que iba a regresar para allá. Sobre las doce mi amiga Carolina me llamó y me dijo que iba para el Ministerio otra vez, y le dije que yo también, que me demoraba unos minutos, pero que iba a regresar seguro.
Me pedí una última cerveza, conversé un rato más y me fui.
Subí por la calle 17, estaba alumbrada por suerte. Cuando llegué a Paseo sabía que todo estaba a punto de explotar y podía ocurrir lo peor.
Crucé el separador y aquello estaba lleno de policías y gente de la Seguridad del Estado. Carros y camiones por todas partes, pero no vi ambulancias. Caminé despacio por al lado de aquella gente. Era obvio que yo iba para el Ministerio de Cultura. Cuando llegué a la calle 15, lo supe. La dictadura estaba lista para atacar a los civiles esa noche.
La calle 15 estaba oscura, pero bastaba con fijar la vista y se veía bien claro, como lo vi yo esa noche. En el medio de esa oscuridad, habían varios jeeps con las armas montadas y guaguas pequeñas de las negras. Ahí estaban las tropas antimotines, con las armas en las manos. Armas cortas, automáticas.
No me asusté ni un poco. Muchos sabemos que la dictadura es capaz de sacar los tanques a la calle, para reprimir y dar el gran escarmiento de una vez, y ese día, 27 de noviembre, era el día.
Seguí caminando y por la calle 13 supe que no podía entrar al Ministerio. Todo estaba acordonado y lleno de agentes de la Seguridad del Estado, de policías y muchas otras personas, directivos o algo así, y del otro lado, en el separador de Paseo, alrededor de 500 personas. Eso me impresionó.
Hombres, mujeres, jóvenes, incluso personas mayores, unidas todas con el único propósito de servir como fuerza represiva. La respuesta del pueblo, la masa combatiente, la masa de croqueta Prodal lista para explotar contra la democracia cubana.
Cuando vi a aquellos acólitos me hirvió la sangre. Ellos me miraron con odio, y yo igual. Éramos enemigos en el medio de esa noche habanera.
Llamé a mi amiga Carolina y le conté lo que estaba viendo mientras caminaba despacio. Caro me dijo que lo mejor era que me fuera, que, por mi condición, por los problemas con la Seguridad del Estado a causa de mi padre, lo mejor era que me fuera. Pero le dije que no. Si me iba no me lo iba a poder perdonar.
Caro me contó que entró al Ministerio por la calle 2, que había pocos policías y ella pasó sola en medio de la confusión, porque los policías le lanzaron gas pimienta a varios jóvenes. Le dije que iba a intentar pasar por ahí. Y para allá fui.
En línea y 2 apenas había cuatro policías. Se me quedaron mirando, pero no reparé en ellos, era mi oportunidad para volver a entrar al Ministerio de Cultura. Pero nada más lejos de la realidad, en la esquina de 11 y 2 estaba el cerco de la policía, y eran muchos.
Me acerqué poco a poco, había varios muchachos sentados en las esquinas de la calle. Sin pensarlo fui directo a los policías que estaban en el medio del cordón policial. Me les acerqué sin miedo. Me paré frente a uno mayor y le pregunté por qué tantos policías. Por qué no dejaban pasar a la gente. El hombre me miró directo a los ojos y me dijo que me apartara. Pero yo no lo hice. Estaba puesto.
Seguí preguntándole con toda la educación del mundo, con mis manos sujetas a las azas de la mochila. Y el tipo seguía respondiéndome lo mismo. Estaba en automático, una máquina de represión. Eso era ese policía. En una de esas se puso inquieto, se quitó las manos de atrás y empezó a señalarme con ellas que me fuera, que me apartara. Ya lo había sacado de paso, ya era hora de echarme atrás un poco porque el tipo ya me quería dar un golpe.
Di media vuelta y en algún momento pasaron las palabras de mi amiga Caro que me fuera para la casa. Pero en vez de eso miré a todos los muchachos que estaban, y les grité: ¿¡Bueno qué!? ¿¡Estamos listos!?
¡Sí!
¿Estamos listos?
¡Sí!
¡De aquí no nos movemos! ¡Abajo la dictadura!
Y después de gritarles me planté en medio de la calle, al otro lado de la acera, de frente a los policías, que eran unos veinte más o menos, y por detrás de ellos cinco o seis agentes de la Seguridad del Estado.
La calle 11 era una línea delgada que dividía al país en dos bandos, dos ideologías políticas.
En la acera del frente, los comunistas con sus ideas de gelatina. Los que inventaron la dictadura del proletariado pero al proletariado lo mandaron para la cárcel de boniato y se quedaron solo con la dictadura.
Una dictadura que llevaba más de 60 años en el poder a golpe de represión, adoctrinamiento y miedo. Cuba es una Matrix bien calculada donde sus ciudadanos se resisten a salir de ella, convirtiéndose en enemigos mortales de los que sí quieren salir, y sobre todo, de los que ya lo hemos hecho. Esos éramos los que estábamos al otro lado de la acera, los que ya habíamos salido de la Matrix.
Cubanos y cubanas libres que estábamos esa noche defiendo nuestro derecho a una vida bonita, y estábamos listos para enfrentarnos a la policía con ese fin.
Desde el momento que me planté delante de los policías, sentí un poder que no puedo describir, y no tenía miedo. Estaba listo para la pelea.
Los muchachos y muchachas comenzaron a poner música contra la dictadura. Y cuando llegó el turno de aplaudir para que los delegados que estaban en el dialogo supieran que no estaban solos, pues yo también lo hice. Y los demás me siguieron. Así que cada diez minutos aplaudíamos en contra de la dictadura. Cada diez minutos aplaudíamos por Cuba. Cada diez minutos éramos la revolución de los aplausos.
A nuestros gritos de abajo la dictadura, fuera los Castro, los policías comenzaron a ponerse inquietos.
Mientras nosotros comenzábamos a entonar canciones de protesta, los policías comenzaban a moverse de un lado a otro. Estaban locos por partirnos para arriba. En su vida hubieran pensado que un grupo de jóvenes estuvieran plantados en su cara en medio de una Habana que ya no aguantaba más. Estaba claro que ellos, con toda la fuerza y las armas del mundo, no estaban listo para la pelea.
Y tanto era así, que los agentes de seguridad detrás de ellos, a medida que pasaba el tiempo, comenzaban a llamar por teléfono, cada uno por minutos, quizás reportando que tenían otra pequeña revolución a una cuadra de la sede del Ministerio de Cultura.
Mientras tanto, nosotros seguíamos cantando y aplaudiendo sin movernos de allí. Lástima que éramos muy pocos, yo sabía que no nos iba a dar la cuenta. Además, entre nosotros había jóvenes muy pequeños, casi niños y niñas de menos de 18 años. No iba a ser yo el causante de un desastre si los empujara correr contra el cordón policial. La prudencia primaba por encima de todo, y ya me sentía responsable de ese grupo en medio de aquella madrugada.
En una de esas me tocaron por detrás y casi le reviento la cara al tipo.
¿Tú eres Maceo?
Sí. ¿Quién pregunta?
Perdona hermano soy amigo de Carolina.
Lo saludé enseguida y le dije que de allí no nos movíamos. Y me dijo que seguro.
Los policías y los agentes de la Seguridad del Estado se asustaron con nosotros. Y es que comenzamos a cantar el himno nacional en sus caras, y ellos en vez de cantar el himno con nosotros, como buenos patriotas, lo que hicieron fue llamar más refuerzos.
Cuando llegué a 11 y 2, ellos eran poco más de veinte oficiales; luego de llamar a los refuerzos se convirtieron en más de cincuenta entre policías y otros esbirros vestidos de civil que llegaron. Quizás eran más, pero ellos tenían esa calle oscura. Llegaron también camionetas medianas, grises, y dos patrullas.
Una de esas patrullas se parqueó detrás del cordón policial, de frente a nosotros.
Sus luces nos iluminaban al rostro y a mí me vino a la cabeza los perros esos de Venezuela tirando los carros encima de los manifestantes. Pensé si la policía cubana sería capaz de hacer algo así en contra de la población y la respuesta era que sí.
En una de esas los policías se echaron a un lado, y nosotros nos movimos igual. La patrulla pasó por entre nosotros rompiendo por un momento nuestro grupo, pero apenas pasó me volví a parar en medio de la calle, de frente a ellos, con toda la fuerza del mundo sobre mis hombros.
En medio de los gritos de abajo la dictadura, de aplaudir con las más de 500 personas que estaban plantadas frente al Ministerio, la prensa especializada vino. Se pararon a un costado de la calle detrás de los policías y comenzaron a hacernos fotos.
Los muchachos enseguida sacaron sus móviles para iluminarnos y que nos vieran las caras. Para que el mundo supiera que un buchito de personas nos habíamos hecho del control de una esquina del Vedado en las narices del régimen.
Del diálogo no sabíamos nada, ni se sabía mucho de los hombres y mujeres que fueron sacados a la fuerza de la sede de San Isidro, luego de que algunos de ellos y ellas estuvieron en huelga de hambre por varios días. Tampoco se sabía sobre Denis Solís, aún estaba preso.
Llegaron un par de frikis de la vieja guardia, entre ellos Dyango Pulido, uno de los frikis más importantes de la historia del Rock all Roll cubano. Cuando lo vi me le acerqué. A pesar de que solo nos conocíamos por Facebook, nos reconocimos enseguida y nos dimos un abrazo. Lo puse en contexto sobre lo que estaba pasando, y quedamos en lo mismo. Allí había que amanecer, sin importar qué se decidiera en el diálogo, sin importar que las fuerzas represivas nos cayeran encima. Había que amanecer. Esa era nuestra forma de ganar.
Dos ciclistas se acercaron al cordón de la policía con víveres. Traían varias bolsas con alimentos para llevarlos a alguna de las personas que estaban fuera del ministerio, a una cuadra de donde yo me encontraba.
Los dos hombres hablaron con la policía, pero por supuesto no los dejaron pasar. Le entregaron los bultos a uno de los agentes de la seguridad del estado y le agradecieron. Quiero pensar que esas bolsas de alimentos llegaron a su destino.
La madrugada seguía avanzando y las tensiones subían. No se sabía nada de lo que estaban conversando los delegados dentro del Ministerio.
Menos mal que el video de cuando se abalanzan cinco agentes de la Seguridad del Estado sobre Abu Duyanah, para sacarlo a la fuerza, yo no lo había visto todavía.
Estaba agotado. Apenas si comí cuando salí de la casa. Pero tenía la mente lista para lo que sucediera, y el cuerpo también, por eso no saqué mi teléfono en ningún momento para hacer fotos, grabar o revisar Facebook. Tenía que estar con todos los sentidos intactos, porque los hombres delante de mí estaban listos para atacarnos con todo lo que tenían. Y aunque no tuvieran convicción, estaban esperando órdenes.
Un grupo de personas salieron de la protesta del Ministerio para irse. Pasaron por un costado de la policía cuando llegaron a nosotros.
Eran jóvenes en su mayoría, y entre ellos Samantha venía saliendo. A pesar de las pocas luces de la calle y mi miopía, la reconocí. Y cuando pasó por mi lado le dije:
—Sami estamos aquí —y me miró enseguida y me dio un abrazo que me estremeció. Casi se me salen las lágrimas.
Un abrazo que me sobrecogió y estoy seguro de que no solo a mí, sino a ella, y a todos los que nos estaban mirando.
—Mis respetos —me dijo mientras me abrazó y todos se quedaron en silencio a nuestro alrededor.
Un abrazo que fue como un flashazo y me trajo a la mente por qué había elegido ser el hombre libre que soy, por encima del régimen, el totalitarismo y la represión comunista de Cuba.
Un abrazo que nos devolvió la vida a todos los allí presentes, menos a los policías, porque cuando volví a mi posición inicial, con mis manos firmes agarrando la mochila con la vista al frente, los esbirros me estaban mirando con mucho odio. Pero a mí me traía sin cuidado.
Estoy seguro de que, a esa altura de la madrugada, las más de 500 personas que estábamos protestando sabíamos que lo mejor era amanecer, aguantar hasta que soltaran al Denis.
Algunos de los muchachos de mi grupo comenzaron a llamar a sus amistades que estaban frente al Ministerio, para que mandaran un grupo enorme de gente para romper el cordón policial. Algunos ya estaban dispuestos para bajar por la cuadra y ayudarnos a cruzar la línea. Estábamos listos para darnos la mano y echar a correr entre los policías. Pero no dio tiempo.
A una cuadra de nosotros todos gritaron y aplaudieron y nosotros también lo hicimos desde nuestro frente. Imaginé que era por los delegados, porque súbitamente todos hicieron silencio, como si estuvieran escuchando atentos.
Y lo próximo que escuchamos fue un grito de desacuerdo. Desgarrador. Lo que fuera que hubieran negociado los delegados, ese grito les decía que estaban a punto de cometer un error. Uno muy grave.
A los pocos minutos una masa enorme de personas comenzó a bajar hacia donde estábamos nosotros. Todos y todas se estaban marchando. Aquello me sabía a derrota. Sobre todo, como víctima directa del sistema represivo cubano. Sentí tristeza.
Dyango me miro y me dijo: aquí ya hicimos todo lo que pudimos, la policía se va a poner a dar vueltas por todo el Vedado, es hora de irnos. Y le dije que sí. Nos fuimos.
Y justo eso fue lo que pasó. Las patrullas no paraban, los jeeps con tropas anti-motín avanzaban despacio, no permitían hacer estancia en la calle.
Dyango y yo nos sentamos en el parque de Calzada y Paseo a fumar. Estábamos escépticos por lo que se hubiera conversado dentro del Ministerio pero de acuerdo con lo que se logró esa noche, que fue mucho.
Estuvimos un rato ahí hasta que hablé por teléfono con Carolina y me reuní con ella y sus amigos en el parque Villalón.
Me contaron cómo estuvo todo frente al Ministerio, que les quitaron la luz, que estaban rodeados de agentes de la seguridad. Que tampoco querían irse. Que era una locura confiar en la palabra de esos tipos. Y estaban eufóricos y contentos porque se la hicimos buena. Y tomamos ron y celebramos por un rato. Luego, casi a las seis de la mañana, nos fuimos. Nos despedimos todos. Abrazados, con la cabeza llena de imágenes que había que digerir una vez que cada cual llegara a su casa.
Caminé hasta Línea, la calle estaba desierta salvo por las patrullas que iban de arriba abajo como hormigas locas.
Le saqué la mano a un taxi y le dije 10 cuc hasta Jaimanitas, y el hombre me dijo que me montara, sin chistar, sin tratar de cobrarme más dinero. Esa noche Cuba había despertado, lo sentía mientras miraba por la ventanilla y el taxi se adentraba, como en aquella promesa de los Blinders, “en lo más crudo del invierno”.