Este lunes suma un aniversario más de la masacre del Remolcador 13 de Marzo, apoyada por la propaganda obediente que en Cuba se disfraza de periodismo. Los hechos pueden resumirse más o menos así:
El 13 de julio de 1994, en horas de la madrugada, 72 personas intentaron escapar de la Isla a bordo de un remolcador. Hallándose a unos doce kilómetros de la costa habanera, otros tres remolcadores embistieron la embarcación, lanzando agua a presión sobre sus ocupantes. El 13 de Marzo fue sucesivamente golpeado –ya anegado- hasta que cedió, se quebró y hundió, con un saldo de 41 víctimas mortales, 23 de ellas menores de edad, incluyendo una bebé de seis meses.
Hasta ahora, el castrismo no ha mostrado la menor voluntad de esclarecer lo que desde el principio calificó de “accidente”. En el diario Granma, diez días después del hundimiento, apareció un artículo –firmado por Guillermo Cabrera Alvarez- donde se dijo, entre otras cosas, que “un grupo de trabajadores de la Empresa actuaron directamente defendiendo sus intereses. Comunicaron a Guardafronteras el hecho delictivo y asumieron ellos mismos la acción de detenerlos”. Con anterioridad, el mismo periódico había argumentado que “para tratar de obstaculizar la acción del robo (el ladrón cree que todos son de su condición), tres embarcaciones del MITRANS intentaron interceptarlo, y en las maniobras que ejecutaron para cumplir ese objetivo se produjo el lamentable accidente que hizo naufragar el barco”.
Desde entonces, la tónica de las esporádicas explicaciones gubernamentales se ha mantenido inalterable: se trató de un irresponsable acto de piratería promovido por la contrarrevolución –a estas alturas ya nadie sabe muy bien qué significa el término–, ante el que el pueblo se tomó la justicia por su mano. Claro que lo de que “el pueblo” se tome la justicia por su mano no implica, para el discurso oficialista, algo punible.
La versión castrista, aupada por un periodismo inescrupuloso, al servicio el poder, da pie a numerosas interrogantes. Si se trató de una acción espontánea, no coordinada, ¿por qué al 13 de Marzo, en plena madrugada, lo esperaban varios remolcadores a la entrada de la bahía? ¿Y por qué precisamente remolcadores, un tipo de embarcación que por sus características era la ideal para interceptar a los prófugos? ¿Por qué estos “centinelas” dejaron que el barco continuara su huida? ¿Por qué el encuentro se produjo a unas siete millas de la costa, exactamente donde no podía ser avistado desde tierra por testigos indeseables, pero aún en aguas jurisdiccionales cubanas? ¿Y cómo es posible que habiendo sido informadas de la fuga desde un principio, las lanchas rápidas de guardafronteras hayan demorado una hora y veinte minutos en arribar al lugar de los hechos, ya cuando la masacre se había consumado?
Pero todas estas preguntas pierden relevancia cuando se formula la interrogante fundamental: ¿Por qué no se celebra el proceso que esclarecerá de una vez y por todas si lo ocurrido fue un accidente o un crimen? ¿Por qué el periodismo impreso en Cuba no promueve el esclarecimiento de la verdad? Porque si fue un accidente, lo urgente, lo lógico, lo establecido habría sido poner a los implicados ante un juez, un abogado defensor y un fiscal, para que se impartiera justicia. Así sucede cuando se produce cualquier accidente de tráfico, sobre todo si hay víctimas mortales: no se da por establecida la inocencia del conductor en cuestión, antes se investiga. Y en Cuba, desde 1959, los acusados están en la obligación de probar su inocencia.
Entretanto, la masacre del remolcador 13 de Marzo –más que las de Canimar, Cojimar, la base de Guantánamo, etcétera– ha pasado a ser patrimonio de la memoria cultural del exilio, y aun de buena parte del insilio. La imagen es pavorosa: una muchacha protege a su bebé de los chorros de agua a presión castristas mientras grita, casi murmura, “nos van a matar a los niños… nos van a matar a los niños…”. Ella se rendía, pero inútilmente. Ella se rendía, y sus verdugos se burlaban. Ella se rendía, pero en la memoria de una nación que ya es diáspora y reminiscencia, fuga y perenne retorno, el Remolcador no se rinde.
El grito de los niños no cesa de estremecer nuestros oídos.