Desde hace ya algún tiempo sigo con creciente atención el quehacer poético de Odalys Interián, he dialogado con ella y con sus libros, y cada vez me convenzo más de que estoy en presencia de una feliz “rareza”. Lo que seguramente coadyuva a que sus libros aún no aparezcan en los catálogos de las grandes editoriales ni circulen traducidos a varios idiomas en las librerías del mundo. Lo excepcional (sí, lo sabemos), solo excepcionalmente entra en el mercado, y esto, el mercado (más que la calidad o la excepcionalidad), es lo que cuenta allí donde medra la llamada “industria del libro”. Y “mercado” significa “caballo ganador”, a ser posible con lo que más seduce a los ingenuos espectadores/ lectores: el sello de un prestigioso galardón en su testuz.
Aclarado esto, les hablo enseguida de lo que en realidad quiero: Su último libro: La hora inhabitable (Editorial Dos Islas, Miami, 2022). Un libro con un título, como ven, muy acertado: parece decir: “¡Peligro! Durante este tiempo (u hora) el territorio es hostil”.
Ya el exergo —unos versos de Celan— van en esa inquietante dirección:
“¿Quién dice que se nos murió todo / cuando se nos quebraron los ojos? / Todo despertó, todo comenzó”.
Celan habla, sí, de la oscuridad y de la muerte como algo superado. Un tema que quizá haría insistir a Octavio Paz en aquello de que “repite arquetipo”. Y sí, concedamos que lo hace. Concedamos incluso que lo hace también Odalys, solo que (y este es el matiz), curiosamente, ese arquetipo es irrepetible y, si lo miramos bien, ni siquiera es un arquetipo. Porque la Muerte y los atributos que el imaginario humano le asocia, son (quién podría dudarlo) absolutamente individuales.
Las circunstancias en que Odalys concibió estos poemas son muy elocuentes al respecto. Ella, estudiosa de la Biblia, su guía divina o la Verdad por antonomasia, tiene forzosamente que percibir los múltiples indicios “apocalípticos” de la época. En enero de 2020, el llamado Reloj del fin del mundo creado por la junta directiva del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago, en 1947, llegó a mover sus manecillas hasta situarse a solo 100 segundos de la medianoche. Con lo que ha seguido desde entonces, debe estar a punto de dar las últimas fatídicas campanadas.
En esta circunstancia (en esta hora inhabitable), pues, Odalys concibió su “hora inhabitable”.
Claro, un libro de poesías, sobre todo un libro como este, no es un reportaje periodístico ni un tratado político o de historia, sino un reflejo personal de las circunstancias colectivas que, reflejo mediante, iluminan su significado. Y lo hace valiéndose de los medios con que cuenta la poeta: las palabras y lo que se mueve con (o en) ellas. De modo que esa cosa del tacto y la mirada (la relación libro/lector) abre una intimidad “peligrosa”. El libro, en fin, no viene a conversar, el libro se deja abrir y manosear para, de algún modo, poseer. Hay una voluntad de conquista evidente. No importa en qué dirección, lo que importa es que el lector no puede salir indemne.
Y Odalys lo hace con un aliento que, sin caídas, recorre toda esa oscuridad, sajada a veces por rápidos relámpagos y, al final (rebasado el instante imposible), sale liberado al Paraíso Prometido por la literatura de su fe. Es, por tanto, un libro que, para cumplir con su voluntad de posesión, habla de una Verdad, en un momento en que toda forma de verdad está más cuestionada que nunca. Cuestionamiento que, comprensiblemente, provoca en quienes sienten el estremecimiento pascaliano, un retorno a Dios, que es un retorno a la vida que debe resultar después de la vida y que, según esta fe, debe ser, entonces sí, la correcta. Y lo hace (Odalys) con la impresionante coherencia de ese, su aliento único. José Hugo lo dice así:
En rigor, podría decirse que el poemario consta de un solo poema, suerte de macrotexto configurado por conjuntos de versos que se trenzan sin perder su autonomía y a la vez sin provocar disonancias ni cualquier otro tipo de desequilibrios, sean de contenido o estructura, ya que prevalece la búsqueda de homogeneidad como base de una sólida distinción.
Así que, más allá de ese aparente arquetipo, damos con lo esencial: la poesía. La singularidad de su poesía. Una poesía, como he dicho, de certezas. Lo que pasa es que se sustenta en un tiempo que aún no existe y de un modo forzosamente incognoscible. El misterio se disuelve, aunque no se lo proponga, en más misterio. Y aunque en ocasiones parezca aleccionarnos con respecto a su fe, la poesía abre, por definición, una perspectiva en la que las palabras y las imágenes resultantes, juegan a los dados.
Ya en el primer poema comenzamos a entenderlo: “Qué rosa / qué muerte / vertiéndose aquí” y “Qué noche sobre tu noche / vendrá…”, escribe. La rosa, la muerte, la noche. Una tríada de encaje evidente en una, su forma de “verdad”. La “rosa”, que podría no serlo, es así algo difuso: quizá aroma, quizá recuerdo… quizá intuición… O lo improbable de esa “verdad” que, recordando (a nuestro modo) los Upanichads y el Vedanta, llamaremos “de error”. La rosa en la noche que, a su vez, es la oscuridad de la muerte. Fíjense que dice: “noche sobre tu noche”, una noche potenciada pues, hasta la última que es (y esto lo expresa con absoluta precisión) la más extrema: la Muerte. “El juego siempre peligroso / de encontrar/ de dar / el número de la muerte/ y coincidir/ y ganarla”. Añadido éste del Poema 5, una especie de prontuario para lograrlo: Ganar a la muerte, la única derrota inevitable reconvertida o reciclada en esa esperanza de la fe (el subrayado es mío). Lo que tiende a parecer la repetición del arquetipo, sin duda, pero que ella, con intuición privilegiada, reconduce y, en diálogo con Rilke, provoca un cambio genial de registro al recordarle su terrible imagen del ángel: “… pero me iría con él / lo espiaría (…)” y “me bebería de un sorbo /la eternidad que reparte.” Y concluye completando casi la sinopsis: “que termine de pasar / (…) Todo ese desacierto que es la muerte”.
Así, con la solemnidad con que lo hace el mundo… la vida, se mueve este “relato poético” a través de cuatro intensas y bellísimas secciones: I) El tiempo en que se pondrán de pie las margaritas aplastadas por la muerte; II) Un árbol crece en mi lengua cuando digo el futuro; III) Hombre desde la espera minúscula del día sé mi sol; y IV) Caerá mi palabra sobre un campo de cuchillos. — Como se ve, los subtítulos son versos preciosos, vale la pena citarlos. Y, sin embargo, lo que apunta José Hugo, insisto en ello, es absolutamente cierto. Cada una de esas secciones marca si acaso cierto matiz que combina, con diferentes colores, el conjunto.
Hasta existe en la sección III, para ilustrar lo dicho, una mirada al amor: “Hombre desde la espera minúscula del día, sé mi sol.” y “La vena ahora herida del amor / el triste goteo de su sombra.”
Como se ve, se trata de una poesía de y en lo inefable, como si mirase y tocase todo, hasta el cuerpo del hombre, con la mirada y las manos de quien conoce la mirada y las manos de Dios, sin traicionar su humildad terrenal de mujer que, si peca, es por exceso de amor. O, si acaso, por su obsesión en el hecho de “la muerte que miramos/ el miedo de quedar así/ de vivir en el único desconcierto/ que ofrece la vida.” O “La vida gemela que le nació a la muerte”.
Y ya en la última sección la muerte sigue ahí, es y, a la vez, no es. Odalys la convierte en un desafío. Lo advierte. Lo advierte. Dice: “Abro de un tajo el cosmos de la muerte/ (…) y voy hacia el milagro”. Para cerrar este recorrido difícil y hermoso con unos versos que dan un vuelco al corazón: “Ahora caerá mi palabra/ sobre un campo de cuchillos. (…) Sigo mostrándote (…) el ahora de la hora en que / escaparemos”. Y mantiene el rodeo a Dios, sin llegar al hombre, más bien evitándolo. Dios no nos dejes / en las manos del hombre/ no nos dejes. Una súplica que estremece, pero que comprendo. Ahí está contenida toda la soledad del hombre junto o frente al hombre, en esta hora inhabitable que habitamos.
Gracias, Odalys, poeta, por advertirnos.