Viene al caso una de esas ironías borgeanas que eran como ganchos de carnicero. En el año 1979, cuando (una vez más) a Jorge Luis Borges le fue esquivo el Premio Nobel de Literatura, respondió a un periodista: “Es una antigua tradición escandinava: me nominan para el premio y se lo dan a otro”. Sarcasmos aparte, se trata en verdad de una enraizada tendencia de la Academia Sueca: apuntar para un lado y disparar hacia el lado opuesto.
Aunque no es el único amaño que se gastan las tradiciones del Nobel. Hay otros de igual corte.
Por ejemplo, considerar el valor intrínseco de las obras como un factor complementario, que puede tener su peso pero dependiendo siempre del empaque ideológico o de otras filiaciones del autor que son la real prioridad, no estipulada en las bases del premio pero sí cocinada puertas adentro. Otra de tales tradiciones mañosas es adjudicar el galardón como quien alimenta a las focas en un acuario, poniendo cuidado en lanzar las sardinas hacia diferentes zonas del estanque, para que cada cual reciba la que le toca según el concepto igualitarista de que todas deben comer, por más que sólo unas pocas sean las imprescindibles para que funcione el espectáculo. Y otra, solo una más, para no aburrir, es confeccionar cada año una lista de candidatos en la que suelen aparecer muchos de los que merecen el premio, pero sabemos de antemano que no lo recibirán porque la tradición es sorprendernos: premiar a escritores “exóticos”, posea o no su obra la universalidad que se supone debe reconocer el evento literario más rimbombante del planeta.
Es lo que ha vuelto a ocurrir en 2020. No podría ser de otro modo, pues hay que cuidar las tradiciones. Que no pifiaran por completo al premiar a la estadounidense Louise Glück, no significa que hayan dejado de proceder a tono con el sarcasmo borgeano. Lo mismo que dijo Borges en 1979, podrían decirlo hoy la exquisita poeta Anne Carson, o el inmenso Don DeLillo, o John Banville, nuevo monstruo de las letras irlandesas. Y sólo menciono a tres para ilustrar, pues hay algunos más a los que vienen aplicándole desde hace años aquella mañosa tradición de nominarlos únicamente para prestigiar la lista.
Eso por no relacionar a los autores de estatura universal cuyos nombres no cuentan en la nómina, o que apenas se les menciona en la quinielas de las casas de apuestas y en las publicaciones dicen que especializadas. Puntualizo que estoy hablando de escritores con talla planetaria, entre los cuales no incluyo a Haruki Murakami, quien desde hace tiempo sí es relacionado entre los posibles ganadores, y no dudo que lo sea pronto, aunque, con todo y su resonante éxito comercial, no le llegue a las rodillas a ninguno de sus tres compatriotas que ya obtuvieron el Nobel, o al menos a dos de ellos, Kawabata y Kenzaburo.
En cuanto a Louise Glück, tal vez necesite aclarar que me gusta el tipo de poesía que escribe, en un lenguaje entre coloquial y de limpia filosofía, que no procura a toda costa la efectiva metáfora ni la imagen que paraliza al lector, sino que tiende a extraer sus jugos del hemisferio derecho del cerebro y de la cajita donde lleva el alma. Un estilo poético basado en la precisión técnica y en la apuesta por una sintaxis reflectante. Sin embargo, no se encuentra Glück entre los poetas que más me gustan dentro de esta línea.
Pero es mi gusto personal, naturalmente. Así que no le habría concedido importancia a este asunto si no se diera el caso de que en la lista de los nominados para el Nobel de este año había otra poeta, Anne Carson, cuyo estilo guarda más de un punto en común con el de Glück pero cuyo trayecto es más notorio y cuya universalidad, creo yo, resulta más patente.
Tampoco Carson es la única que considero merecedora del Nobel por encima de Glück. Hay otros –mencionados o no anteriormente– que igual la aventajan, si es que de méritos literarios se tratara. Pero ya que estamos perdiendo el tiempo en cuestionar una vez más las premiaciones de la Academia Sueca, terminemos haciéndolo de una forma que si bien no nos servirá de nada como expectativa, podría servirnos al menos de consuelo:
Con una trayectoria poética mucho más relevante que la neoyorquina Louise Glück, y con más vasta obra de primera fila publicada (no sólo más que la de Glück, sino la de cualquier otro poeta de habla hispana, por no ir más lejos: casi 100 libros, según mi cuenta), el cubano José Kozer, que nunca aparece en la lista de los nominados para el Nobel, ni aun en las quinielas, ha desarrollado un quehacer sobre el que podría afirmarse exactamente lo mismo que afirmó el jurado acerca de la recién premiada: “Su inconfundible voz poética que a través de una belleza austera hace universal la vida individual”.
¿Será entonces que ha llegado la hora de esperar la inclusión de un cubano entre los candidatos al Nobel de Literatura? Lo que soy yo, la esperaría sentado. No sólo porque Kozer tiene virtudes más que suficientes para ganarlo, sino también, y sobre todo, porque como él mismo ha dicho, es un marginal, siempre lo ha sido, que rechaza pertenecer a facciones políticas o de otra índole, y cuyas mayores ambiciones son: la primera, escribir poesía en su silencioso retiro floridano; y la segunda, que lo dejen en paz.