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‘La heredera’, de Fleur Jaeggy

Fleur Jaeggy

La inefable suiza Fleur Jaeggy es una escritora de culto en Europa, aunque para nuestra pérdida no es suficientemente leída en América. No me tiembla el pulso para ubicarla entre los más interesantes creadores vivos de la literatura universal. Este cuento pertenece a su excelente libro El último de la estirpe, del año 2016.  

La heredera

Hannelore, una niña sin vivienda fija, es la única testigo de un incendio en el apartamento de la señorita Von Oelix. Una tarde modesta y gris. Vítrea. La señorita es una mujer amable, marchita, muy sola. Y la soledad la había vuelto aún más amable, casi se excusaba. Las personas solas temen muchas veces hacer visible su soledad. Algunas se avergüenzan. Las familias son tan fuertes. Tienen a la publicidad de su parte. Pero una persona sola no es más que un pecio. Primero lo llevan a la deriva, luego lo dejan naufragar. La señorita Von Oelix vive en un hermoso apartamento. La señorita come poco, es estrictamente vegetariana. Hannelore acaba de regresar de la compra. Tiene diez años. Ejecuta las órdenes de la señorita con precisión y alegría. Se alegra de servir. Se ha aficionado. Aquella tarde, el aire estaba volviéndose sofocante. “Estoy a punto de desmayarme”, dijo la señorita Von Oelix. Por suerte estaba la niña. Tan calmada, tranquila, no presa del pánico. Habría llamado a los bomberos. Las llamas son rápidas. Como en un juego, el fuego iba rodeando a la señorita. Hannelore se ha puesto un turbante de lana en la cabeza. Sus manos están cubiertas de trapo, como si llevase guantes de boxeo. Ella también está jugando. Esquivaba las llamas con agilidad, se ayudaba de una manta de lana como escudo. La adorable pequeña guerrera. El apartamento está medio destruido. La niña no ha llamado a los bomberos. Caen los retratos. El incendio, piensa Hannelore, exhibe su vocación aniquiladora. La palabra vocación, dijo a las llamas en un tono resabido, te concierne a ti –fuego– porque cada cosa tiene un impulso primordial muy suyo que desencadena nuestros actos. El fuego no es el criminal. Es Dios quien envía las llamas al apartamento con los muebles Biedermeier. Hay imágenes con un corazón en forma de llama. Él es el que ha encendido el fuego. Las ánimas son peligrosas. A menudo inflamadas. La niña tenía ganas de predicar, pero le faltaba el aliento. Las llamas la excitaban. Corre de una habitación a otra, ebria de peligro. ¿Quién es ella para impedir el destino destructor? Sólo Dios puede hacerlo. Dios ha ordenado la total destrucción de la casa. Ella lo sabe. Hay algo más grande por encima de nosotros, en los lugares ocultos que ordenan a las llamas apoderarse de cualquier aliento vital. Ella es indigente, hija de desconocidos, sin esperanza. No puede invocar. Ella no posee nada. ¿Cómo puede ella invocar la gracia? Quien nada tiene, nada en absoluto, no pide. No tiene siquiera un pasado. Ni un nacimiento. Ha salido del desecho y al desecho regresará. Ha salido del cenagal de los muertos. Y regresará al cenagal. Por eso la acogió la señorita. Entonces, ¿por qué apagar las llamas enviadas por un designio supremo? Además, se estaba divirtiendo. Por vez primera en su miserable existencia. Para nosotras, criaturas de las calles, el instinto es nuestra morada. Y un total descuido del bien. Y, muchas veces, cuando le apetece, el mal es la mejor forma que el bien más alto puede asumir.

La querida señorita Von Oelix consideraba a la niña una hija. No había podido adoptarla por ser núbil, pero le había legado su patrimonio. Y un día se lo dijo a la niña, que ya se maquillaba mucho. Sobre todo los párpados, una henna cobriza. Era atractiva. Como tantas niñas vestidas y maquilladas de mujer. Eso sí lo había notado la señorita. La miraba mientras se vestía. Y Hannelore lo hacía lentamente, casi como una profesional. Para complacer a la señorita. “Hanne, tú serás mi heredera”, le había dicho. La señorita estaba sentada a su escribanía de madera rubia. Una luz clara, esa también Biedermeier, monótona, sobre la hoja de papel con sus iniciales en cursiva, azul pálido. Quiso imitar el papel de cartas de Djuna Barnes, que en cambio era blanco. Al parecer Djuna mostró cierta obstinación por ocultarse, en algún momento de su vida, cuando, en su habitación de Patchin Place, estaba rodeada de incontables frasquitos medicinales y llevaba una bata azul. Y parecía más alta de lo que era, el aire autoritario. De modo que su nombre quedó impreso blanco sobre blanco. Así la señorita Von Oelix, con su caligrafía pequeña, ordenada y afectada, escribió unas pocas líneas. Manifestando su voluntad. Su estado de ánimo era el de la ebriedad. La ebriedad de poder dejárselo todo a aquella desamparada. No, como había pensado, a un nombre cualquiera del listín telefónico. Además, eso ya se había hecho en una película. O a la tortuga. Había leído acerca de un señor que se pasaba el día en su habitación mirando por la ventana a una tortuga en el jardín de abajo. Y la tortuga le devolvía la mirada. Durante años se hicieron compañía. La tortuga se convirtió en su heredera. La cifra era sustancial. La señorita no encontró la tortuga, pero sí a la niña. Todo terminaría tal vez en manos de una delincuente. No era ninguna tonta la señorita Von Oelix. Sabía a qué se enfrentaba. Sabía qué quiere decir acoger a una presunta huérfana, quizás una criminal. Y sabe que actuar con buen fin conduce a veces a la desgracia. Pero el objeto del supuesto buen fin es un amabilísimo y graciosísimo ejemplar femenino, adolescente. Hannelore estaba llena de buena voluntad. Ayudaba a la señorita, reía y cantaba. Y, cuando la señorita la llamaba baby, se acurrucaba, se dejaba acariciar y ronroneaba. La niña tenía voluntad. Una voluntad y una determinación enormes. Quería la destrucción de aquella mujer que quería su bien. Destruir mediante una maldita gloria. No quiere dinero. Destruir. ¿Acaso debiera contestar a un ridículo porqué? Porque todo el mundo cree que hay un porqué en los gestos o los impulsos humanos. Una razón. Pero cualquier pretexto es incitante. Sin motivo. Furia, santidad, aburrimiento. La niña veía sus pensamientos en los cristales de las ventanas como insectos llenos de sangre en las paredes de una habitación. Sus pensamientos lejanos, sueltos, como si fueran de otros. Destruir el universo. Nada tiene importancia. ¿Qué importa pensar? Pensar es inicuo. No complace a Dios. La creación es una forma de destrucción. Y cantaba el Stabat Mater, que le había enseñado la señorita. “¿Tiene calor, señora?”, preguntó Hannelore. La mirada triunfante y malvada. Las llamas asaban a la señorita como un animal sacrificado. No era tan distinta de uno de esos al espetón. La señorita no sentía dolor. Mientras las llamas la envolvían sintió una terrible nostalgia. Por aquello que no tenía. Por aquello que nunca tuvo. No temía a la muerte. La nostalgia –o tal vez la desesperación por la nada– era tan intensa que la muerte le parecía leve. Las manos, cual pinzas de un crustáceo, apretaban un puñado de cenizas.


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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.
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