Habiendo sido la danza mi primera pasión inolvidable, conozco bien su poder de seducción. Y no solo sobre aquel que nos mira, sino, en primera instancia, sobre nosotros mismos. Danzar como camino de autodescubrimiento.
Bailar funciona como una especie de exorcismo de las falsedades con las que nos revestimos usualmente. El cuerpo no miente. Tanto la liviandad como la consistencia de nuestras emociones se delatan al movernos. El baile las pone en evidencia. Funciona mejor que un test de personalidad.
Tengo un ritual: cada día, en la intimidad de mi casa, me regalo una danza. Al moverme, me dejo llevar por mis emociones y ello cumple un doble propósito: activo mi energía terrenal y recuerdo el poder de mi sensualidad.
Siendo la danza de naturaleza dionisíaca, nos llama al placer, y este diluye la resistencia para conectarnos con el background de nuestras emociones; al danzar, las liberamos, dándoles la posibilidad de la sanación. Nos hacemos de un cuerpo más sensible. El cuerpo danzante como alquimista de las emociones. Como vía expresa de la espiritualidad.
Y qué decir cuando del cuerpo danzante brota el cuerpo amante, fluyendo desde la visceralidad del deseo.