La culpa del Nobel

Peter Handke, Nobel de Literatura en 2019

 

Por fin la Academia de Estocolmo, después de un año de penitencia y clausura, emitió su veredicto literario. El postergado galardón de 2018 correspondió a la feminista polaca Olga Tokarczuk, y el del corriente al escritor y dramaturgo austriaco Peter Handke. Este último despertó un alud de críticas. 

¿Merecía el premio Peter Handke? Personalmente, no conozco mucho su obra. He visto la puesta en escena cubana de “Insultos al público” que espontáneamente contribuyó a distraerme del autor –como todo ejercicio experimental que además pretenda  “acercar el arte a la vida”, con retraso–. Pero esta ignorancia mía no me coloca en minoría para opinar sobre la pertinencia del premio: multitud de escandalizados inocentes han negado el trofeo sin atender a letra impresa alguna. Las razones del rechazo son conocidas: Peter Handke ha condonado masacres como la de musulmanes en Sarajevo, ha apoyado al genocida serbio Slobodan Milóshevich, también conocido como “El carnicero de los Balcanes”, y hasta lo ha elogiado en su sepelio, cuando sus víctimas aún no habían terminado de llorar a los suyos.

Por principio, ni las opiniones de un autor, ni sus actos, ni el autor mismo, deberían entorpecer la valoración de la obra. Esto exoneraría a Handke de toda depravación pasada para recibir cualquier honor que su trabajo merezca.  Sin embargo, llevar este principio abstracto a la vida que conocemos no es siempre tan fácil. Quizás para admirar la obra de Handke podríamos olvidarnos de sus opiniones y hasta de su persona. Pero distinguirlo a él con el famoso premio Nobel, hacerle usar el 10 de diciembre un divulgado traje, asistir al banquete, leer un discurso frente a celebridades que lo aplaudirán atentamente, es una determinación casi inhumana. Alguien (Slavoj Žižek) ha sugerido que los suecos de hoy comparten en silencio el racismo de Milóshevich y por eso aclaman a Handke. Yo creo que se pueden arriesgar hipótesis más amables con los discretos señores suecos, que ya bastante han tenido. Estas vendrían de observar la dificultad moral del trance en la que se han puesto después de un año de silencio, de suponer detrás del veredicto una discusión atormentada y de adivinar, por fin, un desesperado remedio, dado como despojo a la luz pública para contentarla.

¿Qué mejor estímulo para un escándalo moral que otro escándalo moral de signo contrario? ¿Qué mejor acicate para el desequilibrio que la culpa? De ambas zozobras conoce la Academia en su historia. De la primera es ejemplo el descubrimiento hace dos años de que uno de sus miembros era un depredador sexual –lo cual fue tan grave que postergó la entrega del premio en 2018–. De la segunda, es fama que ese jurado siempre favorece a los autores de izquierda o con una hoja política no muy controversial  –no digo que absolutamente haya sido así, pero ahí está la postergación de Mario Varga Llosa sobre García Márquez sin razón estética que la justificara y, peor aún: para vergüenza del siglo XX, la denegación del Nobel a Borges porque aceptó honores de Pinochet, de lo cual el galardón actual es un espejo estrafalario–.  De este trayecto simbólico, quizás, quisieron redimirse. 

Culpables y avergonzados, entonces, han elegido a una feminista polaca para honrar propiamente (vindicación del abuso) y a un cómplice moral de genocidio (lo cual era exagerar, comparado con Borges) para mostrarse justos. Si una debilidad oculta ha tenido el tribunal de Estocolmo, esta no ha sido, como se dice, el eurocentrismo, el machismo, o incluso el esteticismo, sino el apego irrestricto a la imparcialidad. Los dos registros que la atormentaban no pudieron ser soportados un año más y así lo han resuelto. Triste sería que la obra de Peter Handkle en verdad no mereciera el premio, y entonces hubieran celebrado simplemente a un canalla. Al canalla que buscaban.