La pureza cultural no existe. O al menos no existe en la mayoría de las regiones del mundo, y esa inexistencia ni siquiera forma parte de un fenómeno moderno, o digital –resultado de la famosa globalización o revolución informática–, sino que conforma el trasvase de información y comercio que se extiende y diversifica desde la antigüedad, y al que denominamos comúnmente “civilización”. Por eso, en el caso cubano o castrista, hablar de “nacionalismo” pudiera sonar doblemente ridículo.
Sin embargo, desde su mismo origen, todo el discurso, la mecánica y el espíritu del castrocomunismo ha girado en torno al nacionalismo como un planeta alrededor de su estrella. Hasta el “internacionalismo” blandido por los hermanos Castro y sus seguidores pudiera ser definido como neoimperialismo, nacionalismo exhibicionista.
Puede sonar extravagante, pero la contradicción entre la vocación universal de “Cuba” y el régimen nacionalista que finalmente ha logrado institucionalizarse allí, esa realidad esquizofrénica, ha sido un elemento poderoso en la perpetuación de la dictadura. Los chivatones y segurosos son ante todo, más que comunistas o socialistas o castristas o estalinistas, profundamente nacionalistas, o se escudan en ese discurso. No importa si algunos se lo creen o no: funciona como mantra oficialista y eso es lo que importa al poder.
Solo cuando nos atrevamos a salirnos de la camisa de fuerza del viejo nacionalismo y a dejar de esperar “lo de afuera” (gracias a que nos volvemos en la práctica “lo de afuera”), comenzaremos a dejar sin discurso y sin espíritu a esa zona autoritaria de la cultura “nacional” que prepondera en la homogeneidad, en la exclusión, en la delación. ¿Cuándo ha sido “Cuba” más libre y próspera? Durante la primera mitad del siglo XX, cuando más presencia extranjera, empresarial y cultural, había en el país.