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Kurosawa: De realidad exaltada a belleza realizada

 

Ensayo publicado en el número dos de la revista Puente de Letras

            La nación japonesa no es un misterio del desconocimiento en las  facetas de nuestras vidas. Al contrario, Japón, como pocas naciones de Asia, ha sabido exportar todo lo bueno y hasta lo regular que se aglomera en esos cuatro islotes desiguales que lo componen  —y más de seis mil otros más pequeños— y se balancean sobre el mar del mismo nombre.

            Japón perdió una agonizante guerra mundial. Las huellas que dejó esa calamidad infrahumana fueron desbastadoras; todo cesó en un simple segundo en agosto 6 de 1945.  Como garfios que rasgaban  el aire,  las bombas del nuevo orden mundial se precipitaron sobre dos ciudades niponas para nunca dejarnos olvidar.

Pero Japón salió más victorioso —hasta lo que podemos apreciar—  que antes de la catástrofe del átomo infernal, no como un imperio donde la ambición militar y los caprichos de un monarca fueron el eje fundamental  en su derrota, al contrario: la nación asiática floreció como una paradoja espantosa del pasado con ganas de mirar al futuro. Aquellos mismos cañones, bombas y maleficios que propagaron el pánico por todo el Océano Pacífico y más allá, se convirtieron en el mejor producto que se puede  exportar con alta calidad y majestuosa cualidad. Sus productos, hace décadas, ya vienen acompañados por un talento impresionante y creativo.  No solo de autos y computadoras vive el hombre, se podría oír la voz de Japón por la década del cincuenta, cuando comenzó, más que nunca, su nueva guerra de exportación hacia el Occidente. 

Entre esta aportación están los grandes logros artísticos del Japón.  Logros que han llegado sin retroceso hasta los mismos umbrales de nuestras casas. Los cineastas japoneses son, al menos,  tan ampliamente reconocidos fuera de Japón como sus escritores: Tanizaki, Kawabata y Oe —todos Premios Nobel de Literatura. Los tres han encontrado en el mundo occidental no solo un nicho de admiración sino también una aceptación poco lograda por otros pensadores asiáticos.

Por otra parte, los directores Oshima y Kitano han ayudado a fomentar la idea pastoral y recóndita de un Japón abierto al mundo, su cara, llena de paisajes bucólicos y montajes elocuentes dentro del contexto de silencio siempre tan bien expuesto por estos directores.  Sin embargo, ningún otro talento japonés ha logrado la ebullición constante y el carisma mundial de Akira Kurosawa.  Por cincuenta años, desde que nosotros,  los cinéfilos de la era pasada, nos quedamos boquiabiertos frente a la pantalla que saludó a Rashomón en 1950, hasta nuestros cansados ojos que abrazaron los magistrales mis en scenes de Sueños en 1990, Kurosawa  se estuvo moviendo como un velero en el ventarrón, sin que nada pudiera prohibir su navegación extraordinaria y su pilotaje absoluto.

El éxito de Kurosawa en Occidente —al contrario del de Ozu, que era calificado de muy japonés según los productores nipones de la época— era considerado sospechosamente como una especie de golpe de suerte. A pesar de su triunfo indiscutible con Rashomon, Kurosawa seguía siendo uno de los más grandes cineastas en la historia del cine internacional que se arriesgaban de forma fácil y sin nunca pensar a fondo en las consecuencias que podrían traer tales riesgos.  

Cada una de sus películas de renombre mundial estaba precedida o seguida de una cinta mucho más compleja en su evolución o más comprometida en su desarrollo. Incluso puede argumentarse que algunos de sus más grandes éxitos, como Rashomon ( 1951),  Ikiru (1952) y  Los siete samurais (1954), provocaron enormes riesgos para la carrera de Kurosawa —con un final poco compensatorio, sin duda alguna.  

Esto podría parecer algo raro, dado que Kurosawa es hoy en día recordado como una especie de director reaccionario, de retaguardia (especialmente en el Japón). Pero aparte de la sensación extraña de lo que apetecía a su público, hay un hilo experimental persistente en funcionamiento durante toda  la historia cinematográfica de Kurosawa.  Empecemos con Perro callejero ( 1949).

Perro callejero

Después de establecer su carrera como cinematógrafo japonés a finales de los años cuarenta, con dos cintas poco conocidas por sus admiradores, como El ángel ebrio (1948) y El duelo silencioso (1949) —donde nos topamos por primera vez con su actor favorito, Toshiro Mifuno—,   Kurosawa comenzó el rodaje de Perro callejero (1949), un tenso y brillante retrato de la búsqueda de un policía por una pistola robada un verano caliente en la ciudad de Tokio.  A esta le siguió una irritante cinta sobre el dilema de los tabloides japoneses, Escándalo (1950). Pero, en realidad, fue su siguiente película, Rashomon, la que  cimentó su reputación, de público y crítica,  aunque no con los productores contemporáneos de su entorno.  Es importante mencionar que, después de Rashomon, Kurosawa nunca volvió a mirar hacia atrás ni hacia nadie; la senda a seguir estaba por delante de  él.

            Durante los siguientes años, el director japonés se convirtió en el héroe non plus ultra del cine de todos los tiempos. Salieron de su intelecto maravilloso las cintas El idiota, de una novela de Dostoievski,  Ikiru, basada ligeramente en la genial novela corta La muerte de Ivan Illyich, de León Tolstoi, Los siete samurais, Trono de sangre, tomado de la obra  teatral Macbeth de William Shakespeare, Los bajos fondos, una de las grandes obras teatrales del novelista ruso Máximo Gorki, y finalmente Los malos duermen bien (1963), con Toshiro Mifune en el papel central de nuevo.  

Durante esta época, ya entrando en los cincuenta años de edad, Kurosawa  se encuentra en la primera encrucijada de su carrera.  Con la filmación de Yojimbo (1961) y Sanjuro (1962), todas sus películas entraron en un período de transición debido a los problemas por los que pasaba la industria del cine japonés; período implacable para muchos directores de esa nación.

Barba Roja

Barba Roja (1965) fue una inversión drástica de tiempo y dinero para Kurosawa. De nuevo Toshiro Mifune toma riendas del personaje central, contando, con esta última cinta, un total de 16 que trabajó junto al director japonés. Esta vez, el actor tuvo una pelea con  Kurosawa —por causa de una barba natural que tuvo que mantener por cerca de dos años de filmación— y nunca aparecería de nuevo en una de sus películas.  A pesar de elogios de la crítica por la cinta y el premio Copa Volpi a Mifune como mejor actor en el Festival de Venecia, Kurosawa no logró conmover a los productores de Toho.

El director pasó los siguientes cinco años tratando de conseguir un proyecto —cualquier proyecto que lo pudiera llevar tras las cámaras. Al final volvió a la batuta dictatorial con su primera cinta en colores: Ka-den Dodes (1970). 

Este film, un estudio sobre un grupo de individuos abandonados por el destino y habitando un basurero de la ciudad, alcanzó momentos sublimes en el estilo audaz del montaje; sin embargo, los críticos japonés fueron crueles con el director, tanto así que éste trató de suicidarse unos meses después de la filmación. Los estudios Toho se negaron rotundamente a ofrecer un próximo proyecto al director por los excesos monetarios que devinieron de la filmación de Barba Roja, por lo que Kurosawa se fue a Rusia en 1970 para hacer su próxima película, Dersu Uzala (1974).  A pesar de los muchos premios y galardones que obtuvo esta cinta magistral, los productores japoneses continuaron viendo en Kurosawa a un inconformista derrochador y con poca comprensión artística.

A Dersu Ursala continuaron otros seis años de sequía en los que el nombre del director cayó en el olvido total. Por último, Francis Ford Coppola y George Lucas, admiradores de Kurosawa desde la época de Rashomon, se le acercaron con una oferta para financiar otra película. Kurosawa sugirió característicamente un proyecto largamente acariciado por muchos años —Kagemusha (1980) — y consiguió el respaldo para ello.  Por extraño que parezca, cuando la película terminó, Coppola y Lucas le pidieron al director japonés que recortara un poco la extensión de la cinta por temor a una reacción negativa por parte del público americano, al encontrarse frente a una historia no solo foránea sino algo esotérica. 

Para apaciguar a estos dos admiradores suyos, Kurosawa cortó 20 minutos de la película, que fue, al fin, lanzada en Estados Unidos con más alboroto que los famosos films de Kurosawa en los años sesenta. Para la próxima producción, Kurosawa, habiendo enfrentado el rechazo fulminante de los productores japoneses de nuevo, no le quedó otro remedio que buscar inversiones en el extranjero. Esta vez consiguió el apoyo del productor francés Serge Silberman —que había trabajado varias veces con Luis Buñuel y Jean Pierre Melville .  

Con las finanzas en orden, Kurosawa volvió detrás del lente a filmar su canto del cisne, Ran, sin duda alguna su declaración definitiva como artista. Desafiante, el director transpone la historia shakesperiana de El Rey Lear a un Japón medieval colmado de ansiedad pero, a la misma vez,  envuelto en magistrales escenas. Esta película es una magnífica declaración final de su filosofía y probablemente una de las películas más conmovedoras en la historia del cine moderno.   

Al fin, la Academia de Artes y Ciencias de Estados Unidos, que había pasado por alto y  por tantos años seguidos el talento del director japonés, le entrega el Oscar de 1989 por toda su carrera, sus triunfos y su talento como uno de los más grandes directores de todos los tiempos.  Fue en este preciso momento, cuando aceptaba su galardón internacional, que sus coterráneos comprendieron que Kurosawa no era el simple director huraño y arriesgado de películas oscuras —algunas— y otras emotivas y dogmáticas, sino un verdadero tesoro de la nación japonesa.

Antes de morir, Kurosawa pudo dirigir tres películas más: Sueños, Rapsodia en agosto (1991) y Madadayo, en 1993. A regañadientes, su avanzada vejez y sus muchos padecimientos le obligaron a retirarse en 1994. El 6 de septiembre de 1998 muere en Tokio a la edad de 88 años.

No podría terminar este ensayo sin dejar claro que la carrera de este gran director ha llenado los anales de la historia de una extraordinaria sensación de belleza lograda, de espejo reflejado en la quietud del agua, porque sus escenas son eso: árboles caminando por bosques aterradores, simples camelias flotando en un hermoso arroyo o silencios de suplicios y mentiras coronados por el miedo.  Nadie como Kurosawa ha podido llegar al meollo de la cinematografía mundial con tal elegancia y donaire. Su historia está escrita en el celuloide infinito de sus imágenes y en la enorme aportación que como excelso cineasta ha brindado a las masas vivas de esta humanidad, donde seguiremos buscando la mejor realidad exaltada en pos de la más exquisita belleza realizada.

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