He intentado una y otra vez recordar quién me presentó a Juan Carlos Valls, y cómo. Por alguna extraña sinrazón y el tiempo transcurrido, más de 25 años, conservo la nitidez de ese encuentro, los rostros, la comida en su casa, la lectura de sus poemas, aquellos del libro Los animales del corazón. Pero no recuerdo otros detalles, otros nombres, que no sean los títulos de sus textos.
Desde entonces supe que este poeta de la intimidad, uno de los mejores de su generación –que pudo trascender en esa catarsis de lo íntimo, lo bello, lo que denuncia una vida existencial profunda–, quien enarbolaba la angustia como si pudiera descifrar nuestras vidas, nos decía, sin laberintos de palabras ni otras pérdidas, las verdades que el miedo, el silencio o simplemente cierta falta de luz para encontrar un ritmo, una musicalidad, una forma de filosofar que no quedara como tarea de dioses –que no extrapolara tendenciosamente como un invento de la miseria–, ocultaban. Él, a diferencia nuestra, lograba su forma de decir en un escenario que siempre nos incluía, nos inspiraba y aún lo hace.
Sentí desde aquel encuentro el flash con el que nos retrataba, que se devolvía en el suyo sin que por ello constituyera una trampa, un espejismo o resultado de un mal manejo de la carencia en aquellos días difíciles. Valls sabía transgredir los códigos de una cerrazón que nos asfixiaba como la maldición del agua violentando las puertas, las estaciones de la intimidad, y que era en esa otra dimensión de la ficción, o de la realidad misma, también nuestra.
Él supo apropiárselas –realidad y ficción– y tener coraje para asomarse al abismo con la sabiduría de quien puede cantar con voz propia, adelantarse como una limpieza, como dejar caer la arena de nuestros cuerpos sobre el polvo al que finalmente regresaremos.
Muchas veces, como el poeta, he bebido en cuerpos desconocidos y vuelto a ese recuerdo como el asesino al lugar del crimen. Pero Valls lo hace como un don casi divino o un prodigio, con el gusto exquisito de quien sabe de cicatrices, intemperies y desamparos. El poeta es su propia entrega, su amor propio en la transparencia.
No se trata de una entrega fácil o difícil. Se trata de una sin prejuicios ni moralismos, porque esos animales del corazón siempre lo acompañarán –solo Dios puede saber cuánto le cuesta–, y porque a veces él es el otro que escucha, que padece, que entiende.
Esas cicatrices develan al ser sensible, y sublime, que quizás juega a ser fantasma, sombra o silueta que merodea, pero también en su ascendencia a un aprendizaje desde donde nos transmite, locuaz, fluido y, por qué no, concentrado en esas partes donde asoma su esencia, la insustituible razón de quien sabe contar nuestros padecimientos, y en su madurez nos dice:
Cuando se tense todo
Cuando esté listo para empezar el camino del hombre
Que enmudeció con el tajo sangrante
De un viaje sin horarios
Querré decir cómo es la libertad por dentro
Cómo son los anillos
Los parques
La soledad del fauno.
Será como aprender a enlazar las palabras
Y los sonidos íntimos
Será entrar en el miedo de mí
Con una enorme pata de cabra
Y con la mano aún temblorosa
Incendiaré el agua mansa
Que sin pudrir
Hace los días largos
Y las noches abiertas al amor.
Una dulzura implícita
Hay una dulzura implícita
en el hombre que pasea a su perro
son idénticos modos de pernoctar
en los recovecos de la memoria
en mis cuatro caminos
y en mi sola cabeza trunca de soledad.
a quién le importa
mi luna llena y metafórica
el vicio de animal
el sueño de animal
la vieja herida injusta y necesaria
para que yo aprendiera que un perro es una mancha
hasta en el corazón de un niño.
ese soy yo un perro desde el hocico tibio
hasta mi rabia peligrosa.
son días de no sentir
el manotazo de una palabra
de no despertar en medio de la noche
con el graznido metafísico de un pájaro
de no padecer el amor como ordenan las escrituras.
creí tener tiempo para limpiar
lo que ensucia la memoria
pero el agua desterró la espuma de mi boca
y a cambio de la continuidad
le dio a mis manos un olor seco
y un chirrido mecánico
mis manos
único sitio que desconozco
la única herramienta
que se convierte en osamenta de la noche.
hay una dulzura implícita
en el hombre que pasea a su perro.
quién lleva a quién.
quién escribe.
quién ladra.